Image: El otro Hollywood

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Letras

El otro Hollywood

2 marzo, 2018 01:00

Babitz fotografiada jugando al ajedrez con Duchamp (1963)

Eve Babitz Traducción de Cruz Rodríguez Juiz. Random House. Barcelona, 2017. 290 páginas, 19,90 € Ebook: 8,99 €

Tengo un amigo muy leído, ex librero de viejo en Nueva Orleans, que opina que la persona con mejor gusto literario de Estados Unidos es Edwin Frank, director de la colección del New York Review Books Classics. No estoy en condiciones de rebatirlo. Desde 1999, Frank ha reeditado para su colección cientos de libros descatalogados, muchos de ellos primeras traducciones al inglés de obras en otros idiomas. Ni una sola vez en la larga serie ha errado el tiro. Varios de estos volúmenes cuidadosamente seleccionados, entre ellos la novela Stones, de John Williams, se han convertido en éxitos no solo de crítica sino también comerciales. He de dar las gracias a Frank por presentarme, a través de su colección, a una escritora que el año pasado procuró placer en enormes cantidades. Esa escritora es Eve Babitz, reina de la belleza, bohemia, artista, musa, hedonista, ocurrente y pionera de la pasión foodie, chica de Los Ángeles cuya prosa recuerda a la de Nora Ephron pasada por Joan Didion, si bien con mucha más lujuria, drogas y tequila. Babitz nació en 1943. Su padre era un talentoso músico de estudio que trabajaba para la 20th Century Fox, su madre era artista y Stravinsky fue su padrino. La casa de la familia era un salón literario y artístico. En 1963, Babitz fue fotografiada desnuda jugando al ajedrez con Marcel Duchamp. También diseñó las carátulas de varios discos de Linda Ronstadt, y algunos de sus amantes fueron Jim Morrison, Ed Ruscha, Steve Martin y Harrison Ford. Babitz vivió siempre a lo grande. La autora se podría haber limitado a salpicar de nombres su trayectoria a lo largo del libro, pero no es tan perezosa. Está demasiado ocupada interesándose por todo. Supe que El otro Hollywood me iba a gustar en el momento en que recorrí atentamente su dedicatoria, que Babitz pone en primera página. En ella da las gracias no solo a sus amigos, desde Orson Welles hasta Annie Leibovitz, sino también a su ginecólogo, a los huesos con tuétano, “al Desbutal, el Ritalin, el Obetrol y al resto de estimulantes. No es que no os quisiera, pero era demasiado duro”, y “a cómo en el Polo Lounge te sirven la nata montada en salsera de plata cuando pides un café irlandés”. A lo largo de todo el libro, Babitz es consciente del efecto que causa en la gente, especialmente en los hombres. “Me parecía a Brigitte Bardot y era la ahijada de Stravinsky”, cuenta. Los actores daban la media vuelta con el coche para seguirla. Decide que lo que tiene que hacer con su vida es no ser aburrida. “Madre”, dice siendo adolescente. “Creo que voy a ser aventurera. ¿Te parece bien?”, prosigue Babitz. Y efectivamente, se convirtió en aventurera en busca del éxtasis. El otro Hollywood contiene abundantes dosis de sexo. También hay escenas de carreras para sumergirse en el océano con un vodka de Martini en la mano. Babitz es una entusiasta admiradora de la belleza, y no solo de la suya. “En la Gran Depresión”, escribe, “la gente que tenía cerebro iba a Nueva York, y la que tenía una cara iba al Oeste”. Con respecto a una determinada clase de adolescente californiano, cuenta: “Cuando llegan a los quince años y llega la belleza, es muy emocionante. Se parece a cuando alguien recibe una herencia y, como pasa con las herencias, es divertido estar cerca cuando la gente tiene el dinero en sus manos por primera vez, y ver cómo lo gasta y en qué”. A pesar de su comentario sobre los cerebros de Nueva York y las caras del Oeste, la narradora es una ardiente defensora de Los Ángeles. Vapulea a la clase de persona que piensa que Nathanael West es el gran escritor de Hollywood porque no ve más que un lugar “superficial, corrupto y desagradable”. Lee a M.F.K. Fischer, de la que dice que es “como Proust solo que mejor, porque al menos daba las recetas”. Recomienda leer a Colette por sus enseñanzas para la vida: “Abres por cualquier página y refrescas la memoria sobre lo que hay que hacer”. Pone la radio y le fascina lo que oye. “Cuando vives en Los Ángeles, contar el tiempo es una tontería, ya que no hay invierno”, observa. “Solo hay terremotos, fiestas y determinada clase de gente. Y canciones”. Dice que The Mamas and the Papas y The Byrds sonaban como “si saliesen del órgano de una máquina de la heladería Frostie Freeze”. De principio a fin, las frases del libro caen como tablones de luz. Babitz no ha encontrado todavía el lugar que le corresponde como importante crítica gastronómica estadounidense. Un capítulo dedicado a los taquitos merece un comentario más extenso. La autora compara esas cositas crujientes con una bofetada. Observa cómo las prepara el camarero y dice: “Al mirar, lo que había sido tan solo una sensación en el lóbulo frontal se convierte en un deseo irrefrenable absolutamente físico, como es de suponer que ocurre al escuchar los sonidos de un prostíbulo”. Pierde la virginidad mientras bebe Rainier Ale. Pronto “empezó a preguntarse qué más había que fuese como Rainier Ale”. Muestra el mismo talento cuando habla de las comidas insípidas. “La comida judía era algo que solo llegabas a entender cuando, después de odiarla toda tu infancia y pensar que cualquier cosa, desde el pescado gefilte cubierto de rábano picante hasta los no postres, era hostil a la naturaleza humana, te encuentras solo y con frío en un lugar desconocido, y de repente te das cuenta de que tienes que comer kasha o te marchitarás y morirás”. Babitz tiene 74 años. Dejó de escribir después de sufrir graves quemaduras en un extraño accidente en 1997. La buena noticia es que hay en perspectiva más reediciones de su obra. Leer a Eve Babitz es como estar en la carretera un cálido atardecer con lo que ella llamó en otro libro “aire acondicionado 4/60”, es decir, conduciendo a 60 millas por hora con las cuatro ventanillas bajadas. Uno puede sentir el aire en el pelo. © New York Times Book Review