Image: Descenso a los infiernos 1914-1949

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Letras

Descenso a los infiernos. 1914-1949

22 abril, 2016 02:00
Ian Kershaw

Traducción de Joan Rabasseda y Teófilo de Lozoya. Crítica. Barcelona, 2016. 792 páginas, 31'90€, Ebook: 14'99€

El escalofriante relato histórico de Ian Kershaw (Oldham, 1943), de dimensiones épicas, produce sacudidas conectadas con nuestros titulares actuales: los soldados polacos cierran la frontera, asciende la derecha austríaca, los informes sobre el empleo son desalentadores, el voto de los británicos hace temblar, los alemanes quieren sanciones contra Rusia, la crisis de los inmigrantes desborda Europa... Todo ello recuerda el retumbar de los tambores que precedió al descenso de Europa al “pozo de la barbarie” durante un siglo que estuvo a punto de destruir su civilización, seguido por 40 años de Guerra Fría. Setenta años después de la Segunda Guerra Mundial, Europa ha experimentado lo que Kershaw considera una “asombrosa recuperación”.

Sin embargo, hoy día Europa no está a salvo de las crisis económicas y políticas recurrentes con vestigios de xenofobia, las provocaciones de los medios de comunicación y los delirios patológicos que en el siglo XX la condujeron a los infiernos después de casi 100 años de prosperidad y estabilidad tras las Guerras Napoleónicas. Descenso a los infiernos debería ser de lectura obligatoria en cualquier sede gubernamental, dirección editorial o lugar en el que los cascarrabias euroescépticos se dediquen a pensar.

¿Por qué enloqueció Europa? Los cuatro jinetes del Apocalipsis identificados por Kershaw en su historia de pesadilla son: un aumento espectacular del nacionalismo étnico racista, las exigencias airadas y contrapuestas de revisión territorial; los graves conflictos de clase que adquirieron mayor centralidad a causa de la Revolución Rusa, y una prolongada crisis del capitalismo que muchos creyeron terminal. La agitación de los años de entreguerras habría bastado para poner a prueba a un Bismarck o un Carlomagno.

La trascendental catástrofe de la Primera Guerra Mundial, dice Kershaw, se podría haber evitado, y la segunda contienda, herencia de la anterior, fue el resultado de la cobardía moral y el error de cálculo político tanto de Occidente como de los desenfrenados neoimperialismos de Alemania, Italia y Japón. El autor sostiene que la Primera Guerra Mundial se podría haber evitado si Viena hubiese castigado a Serbia con celeridad por su complicidad en el asesinato del heredero al trono austrohúngaro. Cuando Viena envió su ultimátum a Belgrado, tres semanas después del asesinato, Rusia, con Francia a remolque, había incitado a los serbios a resistir en su empecinamiento.

El historiador identifica una segunda oportunidad perdida de evitar la matanza. Afirma que, aunque Rusia empezase a movilizarse en el verano de 1914 (mucho antes que Alemania), “una firme declaración de neutralidad por parte de Gran Bretaña podría haber evitado incluso a última hora una guerra generalizada”. Y alude a la clarividencia de Sir Edward Grey, Secretario de Exteriores británico, el día 3 de agosto. De pie junto al ventanal que daba al gran patio de armas, mientras contemplaba cómo encendían las farolas de gas de la calle, dijo: “Las luces se están apagando en toda Europa. No volveremos a verlas brillar en lo que nos queda de vida”. Y, efectivamente, se apagaron, aunque Grey vivió para ver cómo el continente empezaba a recorrer a tientas su senda hacia la otra guerra mundial.

Quince millones de personas murieron en la Primera Guerra Mundial, seguidos por la Revolución bolchevique y la Segunda Guerra Mundial, en la que murieron más de 40 millones de personas solo en Europa; seis millones de judíos fueron asesinados, millones de familias perdieron sus hogares y se cometió un sinfín de atrocidades indescriptibles a manos de psicópatas. Nuestro aliado Stalin fusiló a casi 700.000 personas en sus delirantes purgas de la década de 1930 y condenó a tres millones al gulag. Nunca antes, afirma Kershaw, había aterrorizado un gobierno a semejante cantidad de compatriotas de un modo tan arbitrario y cruel. Kershaw documenta los “ismos” de su estudio con extraordinario detalle y un humanismo apasionado. Es tan diligente en su indagación del carácter de los hombres como en su análisis de los movimientos, en particular del ascenso de un nacionalismo virulento basado en una identificación más etnolingüística que territorial. Nos presenta a Hitler como el mal en estado puro, un maestro de la manipulación de masas. E insiste en un hecho que muchos prefieren olvidar: que, en Alemania, el dictador era “objeto de una veneración casi divina”. Él dio al país lo que este ansiaba: venganza por la humillación de la derrota de 1918, liberación para millones de alemanes asentados en otros países, prosperidad, y orgullo racial.

El autor encabeza el capítulo sobre los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial con el veredicto del mariscal francés Ferdinand Foch sobre la conferencia de Versalles: “Esto no es una paz. Es un armisticio para 20 años”. Foch acertó casi hasta en el día, pero no era el único escéptico: Keynes y Herbert Hoover compartían sus dudas. Los “Tres Grandes” (Woodrow Wilson, David Lloyd George y Georges Clemanceau) fueron las comadronas de 10 nuevos Estados nacionales nacidos de cuatro imperios desgajados. Kershaw, sin embargo, encuentra justificación en su tesis principal sobre la importancia de la división religiosa y étnica en el interior de un Estado heterogéneo. Casi todos los Estados fruto de Versalles eran homogéneos desde el punto de vista étnico. Los firmantes apoyaron de boquilla el imposible ideal de autodeterminación de Wilson, pero el nuevo mapa era un reflejo de sus ambiciones. Alemania perdió el 13% de su territorio, y millones de alemanes terminaron en Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia y Danzig.

Wilson tenía la esperanza de que la Sociedad de Naciones mantuviese la paz entre las nuevas democracias con sus resentidas minorías, pero la organización únicamente podía dar consejos sobre la imposición de sanciones. En los años de entreguerras, la democracia prevalecía en la mayoría de los países noroccidentales, pero el resto del continente vivía bajo alguna forma de represión, con las minorías sometidas a persecución y discriminación.

La gran prueba para las democracias llegó el 7 de marzo de 1936, cuando soldados alemanes marcharon sobre Renania, zona desmilitarizada por el Tratado de Versalles. “Resultó ser la última oportunidad, sin llegar a una guerra, para detener a Hitler. (...) Al fin y al cabo, en Renania solo había entrado una pequeña fuerza alemana, y con la orden de retirarse si se le oponía resistencia”, escribe Kershaw. Todas las democracias la dejaron pasar. Francia, que tenía el mayor ejército con diferencia, no movió ni un solo soldado. Gran Bretaña apeló a la Sociedad de Naciones. Kershaw no hace alusión a que Estados Unidos también fue débil. Hitler no solo estaba infringiendo Versalles, sino el tratado de EE. UU. con Alemania de 1921 y los Acuerdos de Locarno. Todo esto reafirmó a Hitler en su desprecio por las democracias y confirmó cualquier versión del dicho atribuido a Burke según el cual, para que el mal se imponga, solo hace falta que las buenas personas no hagan nada.

Kershaw encuentra en la reacción a la Gran Depresión otro gran error y otra marcada resonancia de nuestros tiempos. Da a conocer los intentos económicamente vanos y socialmente divisorios de las democracias por equilibrar los presupuestos en plena recesión. La popularidad de Hitler y la economía de Alemania recibieron el impulso de la combinación de creación de empleo, inversión pública, una nueva libertad de empresa y, también hay que decirlo, represión estatal de la izquierda y los sindicatos. La asombrosa recuperación alemana mucho antes de empezar a gastar grandes sumas en rearme, dio como resultado un país tan fuerte que en 1939 representaba “el factor supremo de la constelación del poder en Europa”.

Y sigue siéndolo, pero ahora es el líder moral del continente por haber dado acogida a centenares de miles de refugiados, y también por otro augurio positivo para el segundo volumen de este formidable historiador: la comunidad judía que más rápidamente crece del mundo se encuentra en Berlín, donde tuvo su origen el Holocausto.