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Letras

Vargas Llosa, leer para crear

15 octubre, 2010 02:00

Un materialista, un vitalista escéptico, un americano a lo John Ford —pero modulado por Francia—, un escritor sin tragedia, un triunfador… En fin, Mario Vargas Llosa. “En literatura uno elegía lo que iba a ser”, escribió en Historia secreta de una novela (1971). El proyecto de Vargas Llosa ha sido el preceptivo en el siglo XX: ser un “autor total”. El término parece tan recurrente que merecería recogerse en el diccionario de tópicos de Bouvard y Pécuchet. Sin embargo, en el caso que nos ocupa es innegociable: Vargas Llosa gustará o no, pero ha combatido férreamente para lograr que su ficción constituya un “desacato del mundo tal como es”. Este credo lo ha aprendido leyendo, así que conviene descubrir qué ha leído y cómo.

Su primer sacerdote fue Gustave Flaubert -luego vendrían Sartre, Onetti, Hugo, Faulkner…-. La orgía perpetua (1974), su magnífico ensayo sobre el novelista francés, ocupa un lugar destacado en la obra de Vargas Llosa: su lectura de Madame Bovary es tan inteligente que resulta sensual. Si Flaubert era un fetichista de los botines de mujer, él lo es de su prosa. Por el libro desfilan los conceptos teóricos recurrentes en el peruano: la distinción entre la realidad real y la realidad ficticia; la idea de que la ficción se construye saqueando la realidad y añadiéndole los demonios personales del novelista; la convicción de que un gran creador ha de ser un gran técnico... En Flaubert, además, aprende que cuando alguien deja que hablen por él la familia, la comunidad o la moral, se está convirtiendo en “robot”. Aquí empezó el camino hacia Popper.

Pero estas ideas siempre estuvieron ahí. Recordemos su García Márquez: Historia de un deicidio (1971), donde leemos que toda novela es “un asesinato simbólico de la realidad”. El libro arrancaba con un capítulo titulado “La realidad como anécdota”. Y sin embargo, para Vargas Llosa la realidad no es una simple anécdota: si así fuera, apenas tendría mérito confrontarla mediante la creación de un universo alternativo. Si la realidad es anecdótica, también podría serlo su adversaria, esto es… La narrativa de Vargas Llosa. Y lo último que cabe imaginar es al reciente Premio Nobel considerando anecdótico su propio trabajo. En su comunicado, la academia sueca afirma que la obra de Vargas Llosa es una “cartografía de las estructuras del poder”. Pero yo creo que más bien reclama el poder para sí, es decir: para el novelista, el creador, el artista. Observemos que el peruano calificó al Tirant lo Blanc de “realidad soberana”: la ficción no se somete a nadie, cabe concluir. Vargas Llosa lo ha aprendido en la lectura. Pero insisto: esto, a pesar de que la realidad es fuerte y ejerce una presión dura, correosa.

¿Y cómo ha leído? Cuando escribimos sobre Vargas Llosa como lector, los críticos solemos hablar de “pasión”. Él mismo se sirve, en los títulos de sus ensayos, de términos tan estimulantes como “orgía” o “tentación”. Y está bien… En parte. Porque yo creo que Vargas Llosa es un lector sistemático. Que tiene un plan concebido racionalmente. Tanto da que alguna vez escribiera que un escritor “bárbaro, huérfano de tradición”" tiene ventajas: lo cierto es que él se ha cuidado bien de no ser tal cosa. La verdad de las mentiras (1990), por ejemplo, es un catálogo muy meditado que resume en gran medida el siglo XX. Vargas Llosa edifica su genealogía, como siempre ha trabajado sus exquisitos modales. Pero, sobre todo, creo que su famosa “pasión” hay que acotarla: es la pasión de un creador. En el prólogo al último libro que he citado, dice Vargas Llosa que cuando leemos “salimos a ser otros”. No sé si es su caso -al menos, no en estos textos-. Lo que uno ve aquí es trabajo, meditación. Las obras de los otros son “realidades ficticias”. Son más amables y admirables que la “realidad real”, sí; pero son ajenas. Vargas Llosa se acerca a ellas, las estudia, en gran medida se deja seducir… Pero no son su mundo, sino objetos que pueden servirle para construir mejor su mundo. Lo tiene muy claro: esas lecturas son “fértil material de trabajo”.

Vargas Llosa tiene la audacia de Tirant lo Blanc, y un código de honor parecido. Guerrea con la realidad, que cierra filas frente a él; en cambio, baila con sus libros favoritos sin perder de vista la alcoba. Pero finalmente, todo va al mismo saco: al del material que le permita, insaciable, construir su propia Catedral. Creo que Bouvard y Pécuchet hablarían de “afán totalizador”. Esta vez, yo lo suscribo.