Image: El arte del asesinato político

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Letras

El arte del asesinato político

Por Francisco Goldman

8 mayo, 2009 02:00

Entierro del obispo Gerardien la catedral de Ciudad de Guatemala, en 1998. Foto de Scott Saddy

Anagrama. Barcelona, 2009. 544 páginas, 23 euros

Año y medio después de ver la luz en Nueva York la primera edición en inglés con el título The Art of Political Murder, nos llega la primera versión en castellano, El arte del asesinato político, con un subtítulo, ¿Quién mató al obispo?, para que nadie se lleve a engaño sobre el contenido. Se entiende perfectamente la aclaración, teniendo en cuenta que en los cinco siglos que separan la llegada de los españoles a América del asesinato del arzobispo óscar Romero de El Salvador, tiroteado en 1980, ningún obispo había sido asesinado en Centroamérica.

Monseñor Juan Gerardi Conedera -un hombre grande (metro ochenta) y fuerte (cien kilos) a pesar de sus 75 años; de pecho amplio, espalda ancha, nariz prominente y cabello crespo, grueso y canoso; lector voraz, con gran sentido del humor, que nunca despreciaba un buen göisqui; conocedor como pocos de la enredada, corrupta y letal política guatemalteca; defensor de los pobres indígenas, pero en absoluto un radical, e impulsor principal de las investigaciones sobre las atrocidades cometidas durante la guerra civil- fue el segundo.

El 26 de abril de 1998, poco antes de las diez de la noche, Gerardi, a quien sólo un ignorante puede incluir sin más entre los llamados teólogos de la liberación, fue asesinado a golpes en el garaje de la casa parroquial donde vivía, en el corazón de la capital guatemalteca.

Lo que en principio parecía un crimen con motivaciones políticas bien definidas -una consecuencia del informe REMHI (la investigación de la Iglesia sobre los horrores de la guerra), presentado dos días antes a bombo y platillo nada menos que en la catedral de la ciudad de Guatemala-, en pocas semanas se convirtió en una historia barroca de las más perversas pasiones humanas.

En ese informe, Guatemala: Nunca Más (1.400 págs), tras dos años de infatigables pesquisas y centenares de entrevistas personales en español y en quince idiomas mayas, la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, establecida en 1989 por el arzobispo Penados bajo la dirección de Gerardi, identificaba con nombres y apellidos a una cuarta parte de los civiles muertos en la guerra (los 50.000 nombres se recogen en el cuarto y último volumen) y documentaba 410 matanzas, la mayor parte de ellas cometidas entre 1981 y 1983, pero algunas mucho más tarde, en 1995, poco antes de la firma de la paz.

"Ahora sabemos qué sucedió, pero no sabemos quién dio las órdenes", confesó Gerardi a sus auxiliares (conocidos como los Intocables) horas antes de su asesinato. "Necesitamos empezar a trabajar en otro pequeño proyecto: un nuevo informe sobre los autores intelectuales de las atrocidades…". El 90 por ciento de los, aproximadamente, 200.000 muertos durante la guerra civil fueron víctimas del Ejército.

Nueve años tardó el sistema judicial guatemalteco en dictar y confirmar sentencias condenatorias -20 años de prisión a cada uno- contra tres oficiales de los servicios de inteligencia del Ejército y un sacerdote, Mario Orante Nájera, ayudante de Gerardi, quien, supuestamente, colaboró en la planificación y ejecución del crimen. Hasta el presidente actual reconoce que hay que seguir investigando para aclarar los numerosos cabos todavía sueltos.

El misterioso hombre sin camisa que, según algunos testigos, había aparecido en la puerta del garaje tras el crimen, era presentado por muchos como el protagonista de un drama homosexual sin resolver. "Como escritor, no pude resistirme y, a finales de agosto (de 1998), tomé una especie de asignación de The New Yorker para escribir un artículo sobre el caso", cuenta el autor, Francisco Gold-man (1957), escritor y periodista guatemalteco-estadounidense. (p. 92). Diez años después, aquel artículo se ha convertido en un texto de 530 páginas, repartidas en cinco capítulos y un epílogo, en los que Goldman desmonta las rocambolescas versiones originales: a los líos homosexuales se incorporaron conexiones con el robo y venta de obras de arte eclesiásticas y con el pastor alemán de un sacerdote muy próximo a Gerardi y a Diego Arzú, hijo del presidente guatemalteco en la fecha del crimen. Explora e intenta descifrar, no siempre con la claridad que el lector desearía, los mil vericuetos del asesinato del obispo, las mentiras y contradicciones que se propagaron, y las fábulas inventadas por quienes llevaban años amenazando con matar a Gerardi o, como sucedió en 1980 en el Quiché, intentándolo sin éxito.

Detallista, obsesionado por el dato, sin una sola concesión a la literatura, su punto de partida es que el Ejército, tras la publicación del informe, no necesitaba asesinar al obispo, pues el mal (para los militares, no para las víctimas, naturalmente) estaba hecho y todos los dedos le apuntarían de inmediato como principal sospechoso. Su respuesta es que los asesinos, más que al Ejército, representaban a uno de los clanes enfrentados en su seno, y que, con el asesinato del obispo, buscaban no tanto vengarse por la publicación del informe o por los que pudiesen publicarse en el futuro como desacreditar o deslegitimar a los reformistas que, dentro y fuera de la Iglesia Católica, representaban una amenaza directa para el poder y la prosperidad de los círculos políticos, militares y económicos que más se habían beneficiado de la guerra y que más violaciones de derechos humanos habían cometido.

Ninguno de los cuatro condenados ha reconocido su culpabilidad. El testigo principal del caso ha sido un mendigo indio, Rubén Chanax, reclutado por los asesinos, según todos los indicios descubiertos por Goldman con la ayuda de los Intocables, para destruir pruebas después del crimen. Uno de los condenados fue, a su vez, asesinado en la cárcel en un motín en 2003. El primer juez que llevó el caso tuvo que exiliarse. Su sucesor sufrió ataques con granadas en su propia casa. El fiscal principal escapó de Guatemala y su sustituto siguió sus pasos en cuanto concluyó el juicio. La trama no termina de desenredarse y puede que, como tantos otros crímenes en la historia, no se desenrede jamás, pero, en su inagotable empeño por lograrlo, Goldman presenta una radiografía de la Guatemala de la posguerra tano más preocupante que la de la guerra.