Letras

Clarín y "La regenta"

Ana Ozores soy yo

13 junio, 2001 02:00

Especial Clarín

Un periódico ovetense halló el mismo año de la salida completa de La Regenta un remedio infalible contra el insomnio: aseguraba que la mayor parte de sus capítulos producen "un sueño casi instantáneo, tranquilo y reparador". La dosis mayor tolerada de este "específico" clariniano, dos capítulos, vencía el insomnio más tenaz, puntualizaba. No podría ni siquiera sospechar el desconocido y malintencionado gacetillero que un siglo después la obra de Clarín sería tenida por muchos como la mejor novela española tras el Quijote. Pero llegar a este reconocimiento ha supuesto para La Regenta una verdadera travesía del desierto sembrada de silencios, animadversiones, ignorancias o censuras.

Al cabo de este trayecto se ha venido a admirar la suma de cualidades que hacen de esa crónica provinciana una cima del arte novelesco: perspicaz estudio del medio, penetración psicológica, doble hondura en el sentir y pensar, compromiso moral y construcción calculada en sus mínimos detalles. Con ello Clarín hizo el retrato extenso de una levítica ciudad del norte peninsular, Vetusta, cuyo nombre simbólico bien pudo haber servido para rotular el libro, aunque prefirió destacar el apelativo popular de la protagonista, en sintonía con otras grandes narraciones de la época. Una historia de amor adúltero en sí misma no muy imaginativa sirve de engarce a numerosos episodios que, como parcelas de un gran mural, recrean un desolado documento de la vulgaridad y el fariseísmo de la vida urbana en tiempos de la Restauración.

No deja casi títere con cabeza Clarín. La aristocracia inútil, la burguesía adocenada, la Iglesia antievangélica quedan reflejadas en toda su fealdad mientras al fondo de la novela y en los arrabales de Vetusta se insinúa el peso futuro del proletariado industrial, no controlable por los caciques locales. Este valor documental, reformista y político implícito en una admirable obra de arte ha sido el que más ha llamado la atención en La Regenta, un tanto condenada a convertirse en paradigma de novela realista y crítica. Pero la grandeza de la obra, sin negar ni disminuir ese mérito, no puede radicar sólo en su espléndido testimonio de época. La decantación de Clarín al decidir el título sugiere que ese era también su propósito.

Cabe sospechar que la vigencia de La Regenta para un lector de hoy venga, más que de su vitriólica estampa de las clases dominantes a fines del XIX, de la sutil carga de ironía y sentimiento que atraviesa toda la ficción. Clarín es un maestro del humor. Toda la estupidez humana congregada en Vetusta se revela por medio de la mirada cómplice y por el humorismo bastante intelectual del narrador. Pero el sarcasmo (del que sospechosamente libró a sus colegas universitarios) no cae en el esperpento porque ahí está una intensa emocionalidad para equilibrarlo.

En el fondo de La Regenta sólo hay un conflicto: el enfrentamiento de una vulgaridad que todo lo arrasa y de una idealidad inalcanzable. Entre esos dos polos se mueve la caudalosa anécdota, dentro de la cual alguien, la guapa y ensimismada Ana Ozores, trata en vano de escalar los peldaños que llevan a un mundo ensoñado de verdad y belleza morales, de experiencias estéticas nobles y de vivencias espirituales sublimes. ¿Por qué la historia de esta chica bastante atolondrada conmueve tanto? Porque hay en ella una verdad última que viene de la intensidad con que alguien siente y explica su drama.

Clarín, intelectual bastante frío, proclive a un criticismo feroz que despertaba temor y odio, escondía un alma sensible de una espiritualidad intensa que terminó muy cerca o dentro del todo de la religión positiva. Los anhelos de Alas, su soterrada búsqueda de amor ideal y de belleza absoluta, su reprimido y vago misticismo, su capacidad para emocionarse casi hasta el llano ante la naturaleza o la nostalgia de la religiosidad infantil están diseminados por su novela mayor y en buena parte concentrados en Ana Ozores. Ya se han señalado alguna vez estos vasos comunicantes entre autor y personaje y, en general, el fondo autobiográfico de buena parte de su escritura, sobre todo de su narrativa breve, según señaló a propósito de ésta Laura de los Ríos. Alas, remedando a Flaubert, con quien tantos lazos lo unen, bien podría haber dicho "Ana Ozores soy yo". De ahí procede el pálpito auténtico que impregna a la Regenta y la desoladora verdad de su experiencia: en la vida solo hay mediocridad que mata cualquier anhelo superior.

El centenario de su temprana muerte le llega a Clarín en unas circunstancias de aprecio académico y popular a años luz del ambiente en que se conmemoró el del nacimiento en 1952. Entonces era un escritor -tanto como crítico, ensayista o narrador- en buena medida a descubrir. Hoy casi nadie le niega su enorme categoría en todos esos ámbitos. Pero no estoy seguro de que resulte todavía posible entenderlo bien porque hay un algo que se nos escapa, ese fondo de oscuridad y misterio que nimba al personaje y que sólo calando en sus profundidades nos desvelará al escritor completo.

Este centenario se saldaría con fruto si de él saliera la biografía total de Alas que no tenemos. En ella tendría que esclarecerse esa intimidad desconcertante, quizás acomplejada, por no decir frustrada, de la que emanan lo mismo arbitrariedades enrabietadas, desplantes o tozuda prepotencia intelectual que dudas ejemplares o anhelos místicos conmovedores. Para mí tengo que en las tribulaciones personales del autor está la clave fundamental de todos sus escritos. Incluso -pero esto es conocido- de por qué era con frecuencia tan chapuzas. Clarín sigue siendo un personaje extraño de cuyos recovecos y misterios está preñada su literatura, la cual, por eso, en buen-, medida resulta escurridiza. Extraña en grado sumo es, por ejemplo, su otra novela larga, Su único hijo. Hasta que no se desvele el enigma de Clarín tenemos que conformarnos con acercamientos parciales, insatisfactorios, a su vasta obra, una de las fundamentales del pensamiento literario español.