Un momento de 'Altsasu'. Foto: Dramática Errante

Un momento de 'Altsasu'. Foto: Dramática Errante

Crítica de teatro

Este Altsasu mío, este Altsasu nuestro: teatro en el frontón del odio

La obra de María Goiricelaya 'Altsasu' ofrece una equidistancia desequilibrada pero un esfuerzo loable en los matices y el cuestionamiento de radicalismos y purismos identitarios.

19 enero, 2024 01:56

Había que ver a Nagore González rompiendo a llorar al recibir los aplausos para comprobar que la función de Altsasu de la noche pasada no fue una más en la amplia gira que viene realizando la obra escrita y dirigida por María Goiricelaya. La actriz descargó así la presión de los días previos, calentados por señalamiento de Vox, que pidió su retirada de la cartelera y que convocó una concentración, encabezada por Ortega Smith, a las puertas del teatro La Abadía con el ánimo de amedrentar a los asistentes.

Lo de fuera no pasó a mayores. La respuesta a la convocatoria apenas reunió a poco más de un centenar militantes del partido de Abascal, que no se desmandaron como en las noches toledanas de Ferraz, acaso porque los fasci di combattimento estaban anoche en el derbi capitalino. Frente a ellos, una contramanifestación aun más insignificante en lo numérico. Fue raro acudir así al teatro. La sensación de extrañeza estuvo presente hasta el final de la representación y retrotrajo a los teatreros a tiempos duros, como aquellos años de plomo con el país constantemente violentado por extremistas.

A esos mismos años remite el capítulo que dio pie a María Goiricelaya a escribir Altsasu, dramaturgia en la que entremezcla el verbatim (transcripción de documentos judiciales) con la ficción de su propia cosecha. Estamos así ante un texto híbrido en lo formal que busca reconstruir, por un lado, la agresión sufrida por dos Guardias Civiles y sus respectivas parejas en la localidad navarra el 15 de octubre de 2016 y, por otro, el polémico proceso judicial que originó, en el que los jóvenes intervinientes en el ataque fueron acusados de terrorismo por la fiscalía y varias acusaciones populares (asociaciones de víctimas del terrorismo y de la propia Guardia Civil).

Goiricelaya opta por una estructura muy fragmentada en múltiples escenas que se suceden con un sentido acertado (y acelerado) del ritmo. Este no se pierde al trasvasarlo sobre las tablas. La narración así mantiene un pulso vibrante gracias a la concatenación de espacios y personajes. Cuatro actores se reparten los múltiples personajes: jóvenes del pueblo partícipes en la agresión, los magullados guardias civiles, madres y padres de ambos bandos, abogados de la defensa y la acusación, fiscal, jueza, peritos…

Cambios rápidos de prendas puntuales permiten la identificación de esta amplia colectividad sin proyectar confusión. Por ejemplo, las sudaderas con capucha, tan propias en ambientes extremistas, caracterizan a los muchachos locales henchidos de rencor contra “los picoletos”. Para estos últimos, polos y camisas, destilando así mayor formalidad. El engranaje indumentario funciona. Todos ellos coinciden en el bar Koxka a altas horas, que, según se nos informa, es un territorio ‘neutro’, un rompeolas en el que se mezclan perfiles muy variados. O sea, que no es nicho abertzale, para entendernos.

[La obra que reconstruye la agresión de Alsasua y cuyo estreno quiere reventar Vox]

Goiricelaya no es ambigua al reflejar quién empieza el enfrentamiento. Los guardias son instados a marcharse del local de malos modos. Su resistencia inicial acaba en algo parecido a un linchamiento, aunque las lesiones físicas que acarrea no son de entidad, amén de la fractura de un tobillo de uno de los guardias. Este punto, la poca gravedad de los daños físicos, es uno de los aspectos que subraya la obra, que en su equidistancia descompensada no duda en cuestionar la severidad de las penas que les terminaron cayendo a ocho de los agresores, situadas en una horquilla de entre dos a nueve años. La Administración de justicia desestimó el tipo penal de terrorismo pero sí aplicó agravantes de superioridad y discriminación.

Altsasu también pone el acento en que la Guardia Civil participó en la investigación del caso, manchando sus diligencias con la sospecha de parcialidad. Asimismo, muestra cómo los propios peritos de la benemérita tuvieron que reconocer que no había documento alguno que enlazara a Eta con estos muchachos que, de todas formas, perseguían objetivos indistinguibles de los que defendió la banda terrorista con una crueldad inolvidable. En particular, el de expulsar las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado del País Vasco y Navarra.

Un momento de 'Altsasu'.

Un momento de 'Altsasu'.

Quizá es ahí donde se atisbe la endeblez argumental más flagrante de Goiricelaya, que tuvo la idea de escribir Altsasu en un taller teatral conducido por José Sanchis Sinisterra bajo el título de Cicatrizar: dramaturgias para el nunca más. En el texto se saca a relucir el hecho de que la Guardia Civil sufre casi todos los días agresiones en España. Cita algunos casos concretos, como el del chaval aquel del "pim pam toma lacasitos", que golpeó a los agentes durante un control de alcoholemia, acción sancionada con una multa de menos de dos mil euros.

Pero ¿de verdad se pueden comparar este tipo de agresiones meramente vandálicas con lo de Alsasua? La violencia, para calibrar su alcance y el castigo que merece, hay que ponerla en contexto. Los agresores de Alsasua no eran etarras aunque compartiesen ideas con los terroristas. Pero en el momento en que utilizan la violencia empiezan a mimetizarse con ‘sus mayores’, que dejaron un rastro siniestro de casi mil muertos. No parece sólida, pues, la equiparación de agresiones como la de aquel zumbado pasado de tripis con la del bar Koxka, que es la tesis central de la obra. Es importante señalar que Tribunal Europeo de Derechos Humanos no admitió a trámite la demanda de los condenados por supuestas vulneraciones en sus derechos durante el proceso judicial en España.

Desactivar la reflexión

Goiricelaya tiene perfecto derecho en cualquier caso a mostrar sus dudas y cuestionamientos mediante la escritura de una tragedia contemporánea que a todo ciudadano de este país interpela. Y Juan Mayorga a incluirla en la programación de La Abadía. Solo faltaría. ¿Por qué no preguntarse si nueve años es una condena excesiva? Lo extraño sería no hacerlo. No pararse a pensar si es justo o no, desactivar el resorte reflexivo de la sociedad.

La obra además pone en primer plano el sufrimiento de los guardias civiles y sus familias. Estremece el relato de la hija de migrantes ecuatorianos que, al iniciar su relación con el uniformado, es automáticamente aislada socialmente. El Síndrome del Norte, que desencadenó varios suicidios en el seno de la Policía Nacional y la Guardia Civil, sigue haciendo mella, como acredita el conmovedor monólogo de esta navarra de padres foráneos encarnada por Ane Pikaza, transmitiendo credibilidad, como el resto del elenco: la mencionada Nagore González y Aitor Borobia y Egoitz Sánchez.

El odio atávico, aludido en el montaje con seres mitológicos de la idiosincrasia vasca (estudiados a fondo por Julio Caro Baroja), bulle todavía en los frontones del norte. Altsasu lo confirma. La réplica cavernaria a esta bilis está en los que esgrimen la bandera de España como arma con la que golpear al que discrepa de su visión monocorde de este país.

De nuestra querida España, esta España mía, esta España nuestra, como cantaba Cecilia, canción que sonó recién terminada la representación. Un luminoso acierto porque su letra, después de lo visto, eclosionaba emociones y significados en los presentes. Y hacía llorar, mucho, a Nagore González.

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