El músico y cantante Joaquín Sabina durante el concierto ofrecido este domingo en el Movistar Arena, en Madrid. Foto: Javier Lizón / EFE

El músico y cantante Joaquín Sabina durante el concierto ofrecido este domingo en el Movistar Arena, en Madrid. Foto: Javier Lizón / EFE

Música

¡Hasta siempre, Sabina! Madrid se entrega a su mejor retratista en la soberbia noche de su despedida

El compositor e intérprete de Úbeda se marcha de los escenarios "enormemente agradecido" con un concierto memorable en el Movistar Arena.

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Tenía que ser en Madrid. La ciudad que acogió a Joaquín Sabina cuando era un joven que viajaba "en sucios trenes que iban hacia el norte" y dormía "con chicas que lo hacían con hombres por primera vez". En Madrid, a la que tanto y tan bien ha retratado, y donde naufragó tantas noches en calle Melancolía. Donde alumbró a sus hijas y donde ahora reside con su esposa. Madrid tenía que ser su última plaza, por más que se le haya resistido el sueño de despedirse con un paseíllo.

El Movistar Arena –antes Wizink Center, siempre Palacio de los Deportes– ha sido, durante los últimos años, el sucedáneo de su querida Plaza de las Ventas, de donde tantas noches salió a hombros. Es igual: lo quieren aquí tanto como allí. Y eso que en 2020 sufrió una aparatosa caída —se precipitó al foso desde más de dos metros de altura— durante una actuación junto a Joan Manuel Serrat. En el preámbulo de la pandemia. El día que cumplía 71 años.

En 2018, mismo emplazamiento, Sabina se marchaba cuando habían transcurrido poco más de noventa minutos de concierto porque se quedó sin voz. En 2014, fue un ataque de pánico escénico lo que le obligó a abandonar las tablas del Wizink media hora antes de su conclusión. "Me ha dado un Pastora Soler", bromeó para quitar hierro al asunto.

Pero desde su regreso, hace más de dos años, el estadio madrileño ha dejado de ser un sitio maldito para el ubetense. Anoche se despidió delante de su fiel parroquia, que botó extasiada, lloró de emoción y se desgañitó con algunas de las mejores canciones de nuestro idioma.

Hay quien sostiene que su adiós debió haberse producido mucho antes. Puede ser, pero ¿qué importa? Y cuánta nobleza hay en el gesto de retirarse cuando ya no le queda a uno más que ofrecer... Sabina, que hace años bromeaba con la idea de envejecer sin dignidad, se va por la puerta grande, aclamadísimo. Lleno de achaques, tal vez, pero con la decencia por bandera y el traje impoluto.

Habían pasado apenas diez minutos del horario anunciado y el estadio era una caldera. Bombín en la mano, saludo taurino, americana azul con ribete grana, a juego con los zapatos: la última noche de Joaquín Sabina sobre un escenario. Cómo explicar aquí lo que eso significa para algunos... Para empezar, Yo me bajo en Atocha. ¿Cuándo, si no, iba a ser el día de las concesiones?

Hola y adiós, la larga gira que le ha llevado por Latinoamérica y España, desembocaba en Madrid, y Sabina quiso dejar claro desde el inicio que esta vez sí era la definitiva. "Esta noche ya se llama solo adiós", ratificó ante un público resignado. Eso sí, "un adiós enormemente agradecido" por la acogida que, a lo largo de casi medio siglo de carrera, el público ha dado a sus canciones. "Han crecido y viajado, y de un modo misterioso se han ido colando en la memoria sentimental de varias generaciones. Gracias".

Una de ellas es, ya no hay dudas, Lágrimas de mármol (incluida en el disco Lo niego todo, de 2017). Al menos, para los más jóvenes. Cabe reivindicarlo ahora: nadie salvo Sabina compone himnos con 70 años. Nadie... salvo Sabina.

Esta canción lo es. Un himno tardío y, si se quiere, melancólico, pues está escrito en la recta final de una vida muy vivida –"Me duele más la muerte de un amigo que la que a mí me ronda"–, pero un himno, al fin y al cabo, coreado con rabia por un estadio de más de 15.000 almas: "¡Superviviente, sí, maldita sea!". Leiva y Benjamín Prado, por cierto, pusieron mucho de su parte.

"Es el último concierto y el más importante de mi vida, el que recordaré con más emoción", aseguró Sabina. Por eso no podían faltar canciones como Lo niego todo, Ahora y Mentiras piadosas, con la que se lució la banda. El estribillo es un cañón y eso lo saben los guitarristas Jaime Asúa, puro rock, el eterno Antonio García de Diego y Borja Montenegro. También la bajista Laura Gómez Palma, Josemi Sagaste –clarinete, saxofón, acordeón...– y Pedro Barceló, todo gusto a las baquetas.

Sirvió para presentar a la banda la enérgica Más de cien mentiras, un catálogo de pretextos para agarrarse a la vida que aquellos a los que esta les golpea deberían tatuarse a fuego: "Más de cien motivos para no cortarse de un tajo las venas".

Hubo antes espacio para los medios tiempos, seña de identidad en el repertorio del de Úbeda, que desempolvó el cofre de las viejas joyas para rescatar la inmensa Calle Melancolía, la "¿¡segunda canción!?" que escribió en su vida. Era la primera vez que el autor cedía el estribillo al respetable, encantado de mudarse al barrio de la Alegría y seguir silbando la bellísima melodía de tan hermosa composición.

En esta línea transcurrieron De purísima y oro, fidelísimo retrato del franquismo que tanto emocionó a Serrat, según reconoció; la deliciosa Peces de ciudad, con la que vibró Ana Belén –para ella fue escrita–, que se encontraba entre el público; y Una canción para la Magdalena. No faltó en la canción de los burdeles la habitual escenificación junto a Mara Barros, que domina todos los registros: tan arrebatadora y tan sensual, pero siempre emocionante.

Las cinco primeras notas de 19 días y 500 noches desataron el baile, a ritmo de rumba, entre el público, y el estribillo de Quién me ha robado el mes de abril puso a prueba las gargantas. Aunque si hubo una canción especialmente coreada fue El bulevar de los sueños rotos. Confesó el autor que Chavela Vargas, la destinataria, fue la primera en escucharla: "Se la canté mirándola a los ojos".

Mara Barros se despojó del poncho rojo para investirse de coplera en la inolvidable Y sin embargo te quiero, de Concha Piquer, prolegómeno habitual de uno de los platos fuertes. ¿Habrá tantas canciones que el público se sepa de memoria desde el principio hasta el final? ¿Y cuántas hablan por nosotros como lo hace Y sin embargo? "Cuando duermo sin ti, contigo sueño..." Y lo que sigue.

El estadio empezó a balancearse a compás de ranchera con el engarce de Noches de boda-Y nos dieron las diez. Nunca se cantó tan amargamente eso de "Nos dijimos adiós, ojalá que volvamos a vernos". Era una despedida de mentirijilla; la atronadora ovación previa a los bises propulsó a la banda desde bambalinas al escenario. García de Diego bordó La canción más hermosa del mundo antes de que el maestro volviera, ataviado con una chaqueta de pingüino y una chistera, para poner el broche.

Ahora sí, era la última vez que veríamos al flaco de Úbeda arrastrar su silueta a un escenario. Interpretó la inmensa Tan joven y tan viejo... y tan autobiográfica: "Cada noche me invento, todavía me emborracho".

Faltaba Contigo y, si has llegado hasta aquí, no hace falta hacer más apuntes al respecto. Lo peor de asistir al concierto de despedida de Sabina es asumir que será la última vez que vas a escuchar en su garganta rota que "el amor cuando no muere mata porque amores que matan nunca mueren".

Para terminar, Princesa. Más rockera que nunca. El estadio era un cóctel de emoción y frenesí. Cómo explicarlo: ¿cuando uno sabe que jamás volverá a escuchar en directo tantas buenas canciones juntas...? ¿Y si, además, esas fueran las canciones que te cambiaron la vida? Habría que imaginar esa doble sensación, mezclada con la del agradecimiento hacia alguien que no te conoce y, sin embargo, sabe todo de ti.

"Buenas noches, Madrid. Gracias, hasta siempre", dijo segundos antes de perderse en la oscuridad de los camerinos. Y la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido.