Josep María Flotats dirigió y protagonizó 'El enfermo imaginario' en el Teatro  de la Comedia. Foto: Sergio Parra en 2020

Josep María Flotats dirigió y protagonizó 'El enfermo imaginario' en el Teatro de la Comedia. Foto: Sergio Parra en 2020

Entre dos aguas

La medicina y 'El enfermo imaginario' de Molière

El académico aborda las conquistas de la salud a lo largo de la historia tomando como referencia la obra del dramaturgo francés

7 abril, 2022 02:55

Se ha dicho millones de veces “ojalá el final de nuestro camino por la vida nos llegue de repente, casi por sorpresa, no dando tiempo a que el dolor nos acose y martirice”. Y si pudiera ser, regalándonos un breve instante para una cálida despedida. Jean-Baptiste Poquelin (1622-1673), más conocido como Moliere, de cuyo nacimiento se cumplen en este año de (des)gracia cuatro siglos, fue uno de esos afortunados. El 17 de febrero de 1673, durante la cuarta representación de Le Malade imaginaire (El enfermo imaginario), que se había estrenado una semana antes, sufrió una convulsión. Transportado a su domicilio, falleció tres o cuatro horas más tarde. En la obra él representaba –cruel paradoja– el papel de Argán, el enfermo imaginario, es decir, un incurable hipocondríaco.

Lo que Molière pretendía con 'El enfermo imaginario' era burlarse de una medicina cada vez más obsoleta y que aún no había tenido a su Isaac Newton 

Como tantas otras obras literarias que sobreviven al paso del tiempo, que se instalan en la memoria cultural de la humanidad, son muchas las lecturas, las interpretaciones, que se pueden dar a El enfermo imaginario. Vemos la realidad, no se olvide, con los ojos de nuestros sentimientos, intereses, deseos, temores, filias o fobias. Unos centrarán su atención en la tantas veces contada historia de los amores imposibles (aparentemente) de Angélica, hija de Argán. Otros en las arteras mañas de su madrastra Belina. Y no faltarán quienes se regocijen y admiren del desvergonzado sentido común de Tonina, la criada, acostumbrada a navegar entre muy diferentes aguas, las que surcan aquellos a los que sirven.

Sin embargo, el historiador de la ciencia que hay en mí disfruta encontrando en obras clásicas de la literatura y del teatro referencias o alusiones a personajes o episodios de mi disciplina. Y en El enfermo imaginario las hay. Una de ellas es la mención a “la circulación de la sangre”, asunto médico muy de actualidad en la época de Molière y que con anterioridad había dado lugar a algunas tragedias. Una la sufrió el aragonés Miguel Servet (1511-1553), a quien se adjudica el descubrimiento de la existencia de una “circulación menor” de la sangre a través de los pulmones; de manera que, al contrario de lo que sostenía Galeno, la sangre no podía pasar del ventrículo derecho del corazón al izquierdo, sino que tenía que hacerlo de otra manera.

Ahora bien –y esto refleja lo que también era la medicina entonces–, para Servet la sangre iba más allá de “lo puramente material”: creía que era la sede del alma, insuflada a los seres humanos por Dios. Y difundió esta mezcla de teología y ciencia en un libro publicado en 1553, Christianismi restitutio (La restitución del cristianismo), que le acarreó problemas tanto con la Iglesia Católica como con la protestante. Escapó de la Inquisición, pero para caer en manos del no más comprensivo Calvino, quien hizo que fuese quemado vivo por sus ideas heréticas, junto con cinco fardos que contenían los pliegos recién impresos de los 500 ejemplares de su libro, del que solo se salvaron, o se conocen, tres ejemplares.

En quien Molière acaso estaba pensando es en el médico inglés William Harvey (1578-1657), que fue quien más se distinguió en el estudio de la circulación de la sangre. En 1628, Harvey publicó uno de esos libros que permanecen en la historia: Exercitatio anatomica de motu cordis et sanguinis in animalibus (Una disquisición anatómica relativa al movimiento del corazón y la sangre en los animales). En él, y mediante una serie de disecciones y experimentos, describió el corazón como un músculo que se contrae y dilata, explicando la circulación de la sangre como el resultado del impulso recibido por la dilatación de las arterias cuando se contrae el corazón. No obstante, pese a haber dado Harvey un paso adelante de gran importancia en el conocimiento de la fisiología humana, no todos aceptaron sus ideas, al igual que uno de los personajes de El enfermo imaginario, Tomás Diarreus, aspirante a doctor.

En España, en los años inmediatamente posteriores a la aparición de De motu cordis, únicamente cuatro médicos manifestaron su acuerdo con él, mientras que el resto de la profesión médica hispana se opuso. Era un tiempo en el que todavía estaba muy presente la antigua teoría de los cuatro flujos orgánicos (humores): sangre, flema, bilis negra (melancolía) y bilis amarilla. Según dominase uno u otro, las personas serían sanguíneas, coléricas, flemáticas o melancólicas. El desequilibrio de los humores (dyscrasia) era la causa de las enfermedades y la curación se conseguía mediante la reducción del principio dominante a través de sangrías y purgas, cuyos efectos, negativos si no mortales, sufrieron los pacientes durante dos milenios.

Lo que Molière pretendía en esta obra era burlarse de aquellos médicos, de una medicina cada vez más obsoleta. Hoy es mucho más fácil burlarse de semejantes falsedades, suposiciones enquistadas en una tradición que hacía oídos sordos al juez supremo que es la evidencia; pero ni debemos imponer nuestros criterios actuales, fruto de largos y penosos esfuerzos, en los que los errores convivieron con los éxitos, ni olvidar que la ciencia del cuerpo humano no había tenido todavía a su Isaac Newton; de hecho, resultó más fácil empezar a comprender los cielos que nuestro cuerpo.

La medicina avanzaba, pero a menudo dando palos de ciego. Buen ejemplo de ello es el experimento que realizaron el 23 de noviembre de 1667 dos médicos ingleses, Richard Lower y Edmund King (este, médico del rey Charles II): la transfusión de sangre ¡de una oveja a un hombre! Sorprendentemente, este sobrevivió. Sin embargo, en 1668 un paciente del pionero francés en transfusiones, Jean Denis, que enseñaba medicina en Montpellier, murió tras una transfusión, y este hecho puso término a estos experimentos en humanos hasta 1900, cuando el descubrimiento de los anticuerpos y los antígenos hizo que tal práctica fuese más segura y condujese a que, en 1905, George Washington Crile realizase la primera transfusión directa de sangre, aunque la práctica no se generalizó hasta la Primera Guerra Mundial.

Todavía restan numerosas enfermedades que afectan a nuestro cuerpo y mente que la medicina actual no sabe combatir, pero aun así, ¡qué afortunados somos de vivir en una época como la actual!

El periodista cultural y crítico literario Javier Goñi

Muere el periodista cultural y crítico literario Javier Goñi

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