El Cultural

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Homo Ludens por Borja Vaz

Los videojuegos como campo de batalla (también cultural)

La tormenta desatada por el lanzamiento de 'The Last of Us Part II' demuestra la vigencia de los videojuegos como primer escenario de las guerras culturales

9 julio, 2020 10:52

Los videojuegos se están retorciendo con dolores de parto. Es un proceso complicado, sucio, que expele sangre y vísceras por doquier, manchando las paredes de las redes con soflamas que ponen los pelos de punta a todo el mundo con una dosis básica de humanidad y empatía. El problema es que llevamos ya siete años así, y no parece que vaya a terminar pronto. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Las causas son múltiples, y hay muchas culpas que repartir, dentro y fuera de la industria. Pero es un análisis que no podemos postergar más. Los videojuegos van a ser el medio del siglo XXI de la misma forma que el cine configuró la cultura del siglo XX. Más allá de los números comerciales, en constante ascenso (descomunal en el confinamiento), solo hay que echar un vistazo a la penetración cultural: adaptaciones a otros medios audiovisuales, prevalencia en el discurso público, atracción de talento de otras industrias, volumen de la investigación académica, etcétera. No podemos resignarnos a que las cosas sean así para siempre, y aunque haya un buen número de variables que escapan a nuestro control, pueden hacerse muchas cosas que permitan ver la luz al final del túnel.

No quiero entrar a detallar los ejemplos más escabrosos de la gigantesca tormenta de mierda que se ha abatido sobre el equipo creativo de The Last of Us Part II (una mera investigación en redes sociales basta), pero sí quiero destacar que la mayoría se ha concentrado en tres personas: Neil Druckmann (director creativo del juego), Haley Gross (la co-guionista) y Laura Bailey (la actriz que interpreta a Abby). El abuso va desde insultos antisemitas y sexistas a gráficas amenazas de muerte. Al mismo tiempo, el juego ha sido objeto de una campaña de review boming en las críticas de usuarios que recoge Metacritic, donde se acercan a las ciento veinte mil. Para hacerse una idea de la locura que es, el primer juego, que lleva siete años en el mercado, “sólo” ha conseguido reunir doce mil, diez veces menos. Al mismo tiempo que esta campaña de odio se sucedía online el juego vendía 4 millones de copias en solo tres días. Es el exclusivo de PlayStation 4 que más copias ha vendido en ese período de tiempo.

The Last of Us Part II siempre iba a ser un juego que iba a causar una profunda división. Toma las decisiones narrativas más arriesgadas posibles, y busca incomodar al jugador a cada momento, haciéndole pasar un calvario. No es la primera vez que vemos respuestas airadas por parte del fandom, esa amalgama de seguidores apasionados que viven la ficción con una intensidad desbocada. Si buscamos referentes recientes los podemos encontrar en las respuestas a la última temporada de Juego de tronos y al estreno cinematográfico de Los últimos Jedi (Star Wars Episodio VIII). Pero no nos engañemos. Esto, de una forma u otra, ya pasaba en la Inglaterra victoriana, con La tienda de antigüedades de Dickens o El problmea final de Conan Doyle. La muerte de Nell Trent llevó al líder irlandés Daniel O’Conell a tirar el libro por la ventana del tren en el que viajaba y a asegurar que había muerto porque Dickens no tenía el talento necesario para continuar escribiendo historias que hicieran justicia al personaje. La muerte de Sherlock Holmes acarreó cancelaciones masivas de las suscripciones a The Strand Magazine, la revista que lo publicaba. La gente empezaba a tomarse la ficción de una manera muy personal, volviéndose en contra del autor si la narrativa no seguía a pies juntillas el camino señalado por sus expectativas. Ciento treinta años más tarde a ese sentimiento de propiedad de los lectores/aficionados le hemos añadido las redes sociales e internet.

Los videojuegos podían haber seguido un camino muy diferente. En los años ochenta, a grandes rasgos, avanzaban por dos vías paralelas: la vertiente intelectual de los juegos de PC, con su énfasis narrativo y estratégico; y las mecánicas pulidas para todos los públicos que propugnaba Nintendo. Pero llegaron los 90, y llegó Doom, Tomb Raider, los primitivos gráficos tridimensionales y las grandes editoras del medio pasaron a adoptar una actitud condescendiente con su público, manteniéndole, por puros intereses económicos, en una adolescencia permanente. La situación era tal que una vez los usuarios llegaban a la madurez eran expulsados por la propia industria, reacia a crear contenido que les hablara directamente. En esta época se consolidó el estigma de los videojuegos como productos decadentes, repletos de sexo y violencia gratuitos, cuyo único objetivo era envenenar las mentes de los jóvenes. Y a la industria le dio igual, porque con su cortoplacismo habitual, no reparaban en las consecuencias que podría tener la construcción de esa imagen mientras vendían como churros.

Hace siete años en Estados Unidos se empezó a hilar un discurso cultural, con una evidente sensibilidad feminista, que cantaba las cuarenta a la industria. Era hora de madurar. Muchos aficionados a los videojuegos estaban hartos de verse obligados a defender lo indefendible, de verse expulsados por la reticencia de las editoras a ir a por un público más formado y más crítico. Este discurso, en muchos casos, salía de los propios estudios, con desarrolladores que veían las posibilidades del medio y que no estaban ya dispuestos a seguir renunciando a favor del infantilismo imperante. Este discurso transformó radicalmente Tomb Raider y God of War, entre otros, y no solo la calidad lúdica no se diluyó, sino que aumentó considerablemente. Se convirtieron en mejores videojuegos en todos los aspectos.

Hay gente, sin embargo, que ni siquiera entra a valorar si este cambio es positivo o no. Se dan cuenta de que el fan service ha terminado, que los desarrolladores no les rinden pleitesía, y que quieren usar el medio para expresarse libremente y no simplemente para satisfacer fantasías de poder.  Y no lo aceptan. ¿Por qué? Múltiples razones. La primera es una cuestión de tiempos. Después de décadas donde las editoras se han arrodillado ante ellos, haciéndoles sentir el centro de la industria, de repente lo han dejado de hacer, favoreciendo la inclusión de colectivos que hasta el momento eran expulsados, principalmente las mujeres, que están reclamando más y más su espacio. La segunda es porque Japón sigue siendo una fuerza respetable en la producción de videojuegos, y allí la percepción del medio es completamente diferente (todo gira en torno al consumidor), además de que indefectiblemente arrastran un sexismo que en Occidente resulta atroz, pero que exportan continuamente. La tercera es porque han hecho de una afición parte de su identidad, lo que los hace muy sensibles a cualquier cambio, por mínimo que sea.

Las expresiones culturales se enfrentan siempre a la dicotomía entre intelectualidad y popularidad. Stephen King va a vender más que David Foster Wallace en todos los mundos posibles. Para la gran mayoría de la gente, La broma infinita es impenetrable, lo que limita su impacto, circunscribiendo su influencia a un círculo elitista de entendidos. En esos ámbitos se pueden conseguir grandes cosas, porque no tienes que comprometerte de ninguna forma. La obra funciona como una inasumible barrera a la entrada que previene a los que no tienen los códigos necesarios para desentrañarla discutirla abiertamente, dejando todo el espacio a los que sí pueden valorar sus méritos o deméritos en toda su complejidad. De esta forma, la propia obra cultural protege el discurso cultural a su alrededor. El problema surge cuando abordamos la cultura popular, y una audiencia de millones. Ya no son películas de arte y ensayo proyectadas en museos, sino blockbusters y series de Netflix al alcance de todos. Ya no es literatura postmoderna, sino videojuegos. Y mucha gente no tiene los medios mínimos necesarios para digerir una obra compleja que use el formato, lo que contamina el discurso a su alrededor con una miríada de opiniones sin fundamento en el mejor de los casos, y reacciones pueriles y desmedidas, incluso criminales, en el peor.

No quiero decir que The Last of Us Part II no sea criticable. Lo es, y mucho. No quiero decir que sus creadores no se hayan bunkerizado de alguna forma entre tanto endiosamiento y tanto abuso sistemático por parte de las fosas sépticas de internet, que no hayan adoptado una condescendencia que anime los impulsos vengativos de la masa. Pero esta tensión ha desplazado y eclipsado el discurso crítico que el juego se merece. Tiene que ser posible hablar con propiedad del juego, con conocimiento de causa, con argumentos de peso. No porque mi apego personal al protagonista de la primera parte es tan fuerte que no puedo aceptar su muerte en la segunda, o porque no puedo superar el malestar que me produce controlar a personajes que me resultan moralmente reprobables.

Imagen de 'Death Stranding'

Estoy convencido de que si el juego no hubiera sufrido las filtraciones a un par de meses de su salida, dando ventaja para que se organizara una corriente de opinión contraria ya a priori, la respuesta no habría sido tan visceral. Si los embargos en relación a los spoilers no hubieran sido tan estrictos antes del lanzamiento se hubiera podido elaborar un discurso por parte de la crítica que, con sus más y sus menos, sí está capacitados para dar una opinión cualificada al respecto. La estrategia de Sony y Naughty Dog tenía sentido en un mundo donde nadie supiera que Joel iba a morir al principio y que ibas a controlar a Abby durante la mitad del juego. Se puede disculpar la rigidez por la enorme dificultad de lanzar el título en medio de una pandemia, pero la realidad es que no fue lo más apropiado para contrarrestar el deleznable caldo de cultivo que se había creado a partir de las filtraciones, muchas carentes de contexto.

Estamos en un momento de efervescencia en torno a la cuestión trans. J.K. Rowling ha recibido un rapapolvo monumental por su postura al respecto, y en el discurso feminista está montando una escabechina de cuidado, con una clara división entre el feminismo radical de segunda ola y las teorías queer más recientes. El diseño visual de Abby, nada habitual en un videojuego de este calibre, llevó a ciertas entidades maliciosas a presentarla como una transexual, pintando a Druckmann y al estudio como unos progresistas de extrema izquierda cuya única motivación era presentar una metáfora burda, donde el hombre blanco heterosexual era torturado y asesinado vilmente por la amenaza queer. Hay un personaje trans, pero desde luego no es Abby, y desde luego no era esa la intención del equipo creativo, pero que se haya presentado así demuestra la malicia inherente que se ha instalado en el comentario de obras audiovisuales, donde predominan los eslóganes de todo a cien.

Las obras más criticadas son las obras que más arriesgan. Durante décadas los videojuegos rehuyeron ese riesgo como si fuera la peste. Ahora mismo están produciendo obras que la industria del cine ni siquiera se atrevería a financiar. Los directores creativos más valorados (como Druckmann, o como Kojima) están usando su posición para canalizar cientos de millones de dólares hacia propuestas que no dejan indiferente a nadie. Es legítimo que la violencia de The Last of Us Part II y las acciones de los personajes produzcan un fuerte rechazo. Lo que no lo es, es confundir a una actriz con su personaje, y lanzar amenazas gratuitas por las redes, que por mucho que no vayan en serio y lo único que demuestran es la frustración de un crío (da igual la edad) frustrado. Pero por muy aborrecible que sea no podemos caer en la falacia de que esto solo pasa en este medio. Anna Gunn, que interpretó a la esposa del protagonista de Breaking Bad, ya escribió en 2013 un op-ed en el New York Times al respecto. Esta transferencia alude a una problemática social sobre las relaciones entre los sexos mucho más profunda. Lo que le ha pasado a Laura Bailey, siete años después, tiene la misma raíz.

Desde hace años se está haciendo un verdadero esfuerzo desde las factorías de producción cultural por incluir más voces y perspectivas en las narrativas. Sin embargo, esta diversidad está encontrando al mismo tiempo una resistencia feroz por parte de ciertos grupos, sobre todo en las sociedades más homogéneas. El discurso racial en Estados Unidos tiene una pertinencia absoluta, pero en países que no acarrean la misma historia, en líneas generales, ni se entiende ni se comparte la pertinencia de incluir al otro, de cubrir la experiencia de la alteridad. Estas sociedades homogéneas trascienden la geografía física, afectando también a la sectorización virtual. Los videojuegos han sido un campo demasiado uniforme durante mucho tiempo. Por los popes de la cultura que los han despreciado, ridiculizando a todo el que se interesara por ellos, y por las editoras cómplices que han expulsado a todos los que no entraban en lo que consideraban como público objetivo o prescriptores. Por eso estos dolores de parto tan acusados, porque las cosas están cambiando a gran velocidad. Hay que recuperar todo el tiempo perdido, desinflar esa burbuja artificial que quería mantener a los videojuegos al margen del discurso sociopolítico global, como si fueran piezas inertes e inanes sin nada que decir.

Resulta imperativo elevar el discurso cultural de los videojuegos. Lo que ha pasado aquí es la prueba definitiva de que todos los años que la industria se instaló en esa adolescencia permanente, negándose a evolucionar, no han hecho más que multiplicar los problemas a la postre. Las editoras tuvieron mucha responsabilidad en la creación del monstruo, y están llamadas a jugar un papel determinante en la eventual emancipación del medio de esa toxicidad que produce. Tienen que exigir la participación de sus obras y de sus creadores en los foros de discusión cultural, pero a cambio tienen que empezar a respetar de verdad a los periodistas, y no tratarlos como meras comparsas en sus campañas de marketing. Los aficionados tienen que entender que los videojuegos no se van a ir a ningún sitio, a pesar de los ataques furibundos de ciertas élites, y que esta transformación que el medio está atravesando no siempre producirá obras de valor, que a veces se harán las cosas mal, pero que en líneas generales sí está mejorándolo todo. Tienen también que aceptar la responsabilidad en su formación. Porque para digerir obras de cierta dificultad hay que tener criterio. Y esa formación no puede venir por un solo canal. De la misma forma que ya no vale simplemente leer los Man Booker o los Goncourt y ver películas de Kusturica o Kore-eda. Hay que jugar a videojuegos, aunque sean tres o cuatro al año. Y hay que ver series, aunque sean miniseries como The Plot Against America o Mrs. America. Porque ese tribalismo mediático que tanto ha perjudicado al mundo de la cultura ya no tiene ningún sentido.

Hay motivos de sobra para ser optimistas, aunque haya mucho trabajo por hacer. Solo hay que echar un vistazo a esta generación que termina y que nos ha dejado auténticas obras maestras de todo género y sensibilidad. Los medios de comunicación más prestigiosos alrededor del han apostado por dedicar recursos en la construcción de un discurso cultural que ponga a los videojuegos donde se merecen. La virulencia de los ataques que se han sucedido a raíz del lanzamiento de The Last of Us Part II tienen parte de explicación en la ignorancia: de los que lo han juzgado sin haberlo jugado, en base a las filtraciones; y de los que han juzgado sin el criterio necesario para digerirlo. Si se eleva el discurso, si se ofrecen nuevas perspectivas críticas, se hace mucho por eliminar la toxicidad del fandom, en ocasiones manipulados por oscuros intereses políticos. También hay que entender que no se puede eliminar por completo, ni mucho menos, porque refleja, aunque a veces como un espejo distorsionado, la enorme convulsión de nuestros tiempos. Las guerras culturales presentan sus alegatos en las obras culturales, pero luego los soldados se baten en las trincheras de las redes. Proponer una Convención de Ginebra particular ya sería un logro.

@borjavserrano

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