5.º Congreso de Periodismo Cultural. Foto: Félix Modroño

5.º Congreso de Periodismo Cultural. Foto: Félix Modroño

Homo Ludens por Borja Vaz

Videojuegos en la picota en el 5.º Congreso de Periodismo Cultural

23 mayo, 2019 09:01

El 5.º Congreso de Periodismo Cultural, celebrado en la ciudad de Santander entre los  pasados días 15 y 17 de mayo, se concentró este año en el mundo de los videojuegos, pero ya desde el principio demostró una clara falta de foco al tratar de incluir las múltiples facetas del sector en menos de dos días efectivos de congreso. El título oficial era “Game over: entretenimiento, arte, negocio, realidad virtual, violencia y adicción en los videojuegos.”. En su discurso inicial, Basilio Baltasar, director de Fundación Santillana Cultura, explicó con franqueza el origen del extenso rótulo, pero al mismo tiempo tuvo que reconocer de manera implícita la complejidad de la cuestión y la tremenda dificultad que tenía mantener un hilo conductor a lo largo del congreso. Probablemente muchos de los asistentes no esperaban que la cuestión fuera a dar tanto de qué hablar, ni que los ánimos se caldearan tanto ya desde el pistoletazo de salida.

Aunque fue breve, si en algo pueden coincidir todos los que estuvieron presentes es que fue muy intenso, quizá como pocos de los que se han producido en este ámbito. Ya desde el primer momento, con la introducción de Basilio y la ponencia de apertura del pedagogo Gregorio Luri, quedó de manifiesto la existencia de dos posturas enfrentadas: la de los apocalípticos que lo veían como la bestia de siete cabezas y diez cuernos y la de los integrados, mucho más versados en sus códigos pero al mismo tiempo preparados para presentar batalla. La división fue total desde el principio, y aunque a priori pudiera parecer –como suele ser habitual en estas lides– que todo iba a responder a una cuestión generacional, lo cierto es que no fue así. Evidentemente que influye, y solo las generaciones de periodistas que crecimos viendo a los videojuegos como un medio de expresión más somos los que hemos llegado a especializarnos, pero la amplitud o cortedad de miras no lo regulan las cifras de la edad, porque se vio, de manera clara, ejemplos a ambos lados de la barrera que contradecían esa premisa.

De las nueve ponencias que se habían programado para el congreso, una gran mayoría cumplieron con las altísimas expectativas que se habían creado al respecto. Hay que reconocerle a la organización que, a pesar de sus evidentes prejuicios contra el medio, invitaron a gente de reconocido prestigio en el mundo académico de los game studies. Antonio José Planells de la Maza ofreció un vistazo a la trastienda del diseño narrativo de videojuegos acusando los arquetipos que saturan la industria y proponiendo otros que merecen ser explorados con más asiduidad. Miguel Sicart, de la IT Universidad de Copenhague, centró su ponencia en la ética en el diseño, y ya desde el primer momento, para dejar claras sus intenciones, aseveró que sus inquietudes no conciernen ni a los niños ni a la violencia. Sicart pertenece a la escuela de ludólogos que empezaron el estudio académico de los videojuegos, y de una forma u otra es una institución en este campo. Su discurso se alejó de las complejidades que suelen poblar este tipo de papers para abrazar una divulgación sin complejos sobre temas tan interesantes como la apropiación cultural, el uso que las publishers hacen de los datos de los juegos gratuitos o cómo el diseño de ciertos juegos, quizá sin querer, pueden favorecer la extensión de una posición de dominio de cosmovisiones particulares. Son temas importantes, que acogen un gran abanico de puntos de vista y que merecían haber concentrado el meollo del debate en el congreso. Sin embargo, no fue así, y las batallas dialécticas se fueron por otros derroteros: callejones que no van a ningún lado y que muchos pensábamos que ya habíamos superado con creces. No sé lo que tiene que haber pasado por la cabeza de Sicart durante esos días fríos de mayo en Santander, pero es de suponer que las comparaciones con su Dinamarca de adopción le resultaran inevitables.

A mí, personalmente, me resulta desmoralizante darme cuenta de que incluso en los foros que parecen diseñados expresamente para el discurso intelectual de altura, la conversación caiga una y otra vez en los mismos lugares comunes, incapaz de avanzar por el empeño personal de ciertos actores en embarrar el debate con detalles anecdóticos sacados de contexto, datos desactualizados, malentendidos interesados y un prejuicio sistemático que demuestra una intención claramente capciosa. No sería tan grave si no fuera porque en ocasiones –aunque fueron las menos, todo hay que decirlo– estas provocaciones se dieron desde la tribuna de oradores. Se sacan “juegos” (y el entrecomillado es claramente bondadoso) sin ningún recorrido comercial, que alguien ha hecho en la oscuridad de su sótano con las herramientas más zafias y burdas intentando conseguir notoriedad. O se coge un video de Youtube como si fuera una fuente primaria. Se apuntan nombres que no dicen nada a la gran mayoría de los aficionados y que solo los que tienen un verdadero conocimiento enciclopédico pueden referenciar de alguna forma, aunque también con dificultades. Se lanzan acusaciones sin contrastar, se mencionan títulos que hace lustros fueron objeto de un pánico moral por declaraciones de políticos desubicados (y que una rápida búsqueda en la Wikipedia hubiera podido esclarecer la controversia) y se intenta soliviantar a la audiencia para alimentar una cruzada contra la pérdida de valores de la juventud.

Es un discurso manido, pero por alguna razón siempre vuelve. Las élites se erigen en guardianes, no solo de la moral, sino de la cultura, siguiendo el modelo de la China de Xi Jinping. Se crean los clubs exclusivos de los que pueden leer a Homero en los hexámetros dactílicos originales, que citan a Proust de memoria, que miran con suspicacia a la generación Beat, que se decepcionan con el Man Booker y que denostan las listas de Granta. Son los que desprecian a Nick Hornby por sus ruborosas loas a la cultura popular y que acusan a Knausgard de “egofálico” mientras envidian en secreto la intelectualidad asequible de Houellebecq. Son los guardianes de lo bueno y lo valioso, y los jueces últimos sobre el destino de los advenedizos. Pero les pones un mando ergonómico con dos joysticks y dieciséis botones y el terror más absoluto les paraliza. Un escenario virtual con una tasa de refresco de 60 frames por segundo y son incapaces de avanzar por él manteniendo los ejes de la cámara subjetiva mirando al frente. Se sienten torpes, ignorantes, sus flamantes egos atropellados. Sienten un rechazo visceral, que les sube por el esófago como una bilis acuosa y que necesitan expedir a la mayor celeridad posible.

Los videojuegos, como medio, son un blanco fácil. Son complicados, pero al mismo tiempo inequívocamente populares. Requieren de una participación activa y se mueven en el terreno de la simulación, por lo que invitan a todo tipo de paralelismos cuestionables. Tienen muchas barreras a la entrada, no solo psicomotrices sino también de alfabetización en su lenguaje específico. Tienen todo un submundo de aficionados –que no son muchos pero que suelen armar mucho ruido– que se mueven entre lo frívolo y lo deleznable. Muchas de las grandes empresas que los explotan comercialmente demuestran una y otra vez una voracidad insaciable y un cinismo asfixiante. Y entre tantos miles de millones de copias desperdigadas por el mundo, alguna siempre acaba llegando a las manos de un desaprensivo que comete una tropelía, dando pie a paneles de expertos sensacionalistas capaces de transformar lo circunstancial en causal. Pero precisamente por eso merecen foros donde se pueda acometer un debate riguroso, donde primen las opiniones cualificadas y los datos científicos frente a las falacias de argumentos de supuesta autoridad. Donde se aborden los temas con un sincero interés de llegar a la verdad, no con una mentalidad de trinchera que busque doblegar al que se considera contrario y al que se desprecia por su juventud. Donde se huya de posiciones maximalistas y de afirmaciones gruesas y donde se dé la bienvenida a algo tan indispensable como el matiz sosegado. Donde no se caiga en burdas provocaciones desde la tribuna y donde no se responda con exabruptos de emotividad desde la audiencia. Sin discursos inquisitoriales que promuevan la censura preventiva como solución final, pero tampoco sin caer en las arengas populistas a las masas de las cámaras de eco virtuales. Y siempre, siempre, con honestidad intelectual.

Si algo ha demostrado el 5.º Congreso de Periodismo Cultural es la urgencia de espacios donde se pueda aprender, debatir y sostener una mirada crítica sobre los videojuegos. Lo irresponsables que han sido los medios de comunicación al exiliarlos a las secciones de tecnología, obviando su irreprimible vocación cultural, y la doble culpa que arrastran las grandes empresas del sector, pobladas de ejecutivos resultadistas de un cinismo abominable, que ganan en desprecio hacia los que compran su “producto” a los guardianes de la cultura y la moral (quizá para sorpresa de muchos); y que siempre intentan navegar entre dos aguas, más allá de toda crítica. Los videojuegos están en medio de una transición fascinante, y en lo que llevamos de década ha hecho méritos para redimirse de sus peores impulsos. Es el medio del siglo XXI, y vivir de espaldas a esa realidad es una irresponsabilidad. Es necesario formarse y dejar las fatwas a los ayatolás.

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