El filósofo Emmanuel Mounier. Foto: archivo Esprit/IMEC

El filósofo Emmanuel Mounier. Foto: archivo Esprit/IMEC

Entreclásicos

Emmanuel Mounier: la revolución será moral o no será

Ante una nueva versión de fascismo, que se pone máscaras como las del neoliberalismo o el nacionalismo, es necesario asumir que la solidaridad es un absoluto innegociable. 

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Hace casi dos décadas, Zygmunt Bauman acuñó una expresión que enseguida hizo fortuna: "tiempos líquidos". Al igual que Fukuyama cuando habló del fin de la historia, Bauman adquirió una extraordinaria notoriedad con su interpretación de nuestro tiempo. Su diagnóstico no era una simple especulación, sino una apreciación irrefutable.

En el albor del siglo XXI, ya no queda nada firme y sólido, al menos en Occidente. Todo se ha vuelto efímero e inconsistente. No hay un paradigma cultural que permita definir claramente el bien y el mal, la justicia y la iniquidad, la belleza y la fealdad. Después de la Ilustración y el Romanticismo, la incertidumbre y el desconcierto han reemplazado a las viejas certezas.

Ya no sabemos quiénes somos ni hacia dónde vamos. O, más exactamente, sospechamos que solo somos algo fugaz, un accidente en la historia del cosmos sin otro destino que la disolución en el no ser. En realidad, esta perspectiva no es nueva. Aparece cada vez que acontece una grave crisis política y social, como la decadencia de Atenas, la caída del Imperio Romano o la Depresión del 29.

En esos momentos, el individuo se siente perdido y se refugia en su interior. No es una mala iniciativa, pero ese ejercicio de introspección solo es fructífero en conciencias abiertas a la reflexión y la autocrítica. En el resto, desemboca en el miedo y el desamparo. La necesidad de nuevas certezas propicia la eclosión de un gregarismo embrutecedor. Es lo que sucedió en la República de Weimar, la Italia fascista o el Japón imperial. La angustia que suscita la sensación de vacío se resuelve con la integración en movimientos de talante nihilista.

Frente a la racionalidad y el diálogo, emergen las consignas primarias que preconizan la exaltación nacionalista, la homogeneidad cultural y la obediencia a un líder carismático. Este fenómeno implica el tránsito de la liquidez a la barbarie, del consenso democrático a la confrontación violenta y la demonización del otro.

En la actualidad, se acusa a los intelectuales de no alzar la voz para impulsar un cambio de rumbo. Ciertamente, muchos escritores prefieren no pronunciarse para no perder lectores, pero otros que sí lo hacen apenas logran influir en la opinión pública. Las masas, abrumadas por la precariedad y el miedo, prefieren escuchar a los demagogos que alimentan el odio y la intolerancia.

Sin embargo, contamos con grandes maestros en un pasado reciente, como Emmanuel Mounier. Eso sí, muy pocos parecen dispuestos a escuchar su voz. Al hombre moderno ya no le preocupa perder su alma. Entre otras cosas, porque ya no cree en su existencia. Piensa que solo somos un organismo con un cerebro hipertrofiado y no la imagen de Dios, como se presumió durante siglos. Lo esencial es luchar por la propia supervivencia, cumpliendo el mandato de la naturaleza. Servir a los demás es un gesto inútil que menoscaba nuestro bienestar.

 Al hombre moderno ya no le preocupa perder su alma. Entre otras cosas, porque ya no cree en su existencia

Aunque casi nadie lo sospecha, Nietzsche y su voluntad de poder son la brújula moral de nuestro tiempo. Las masas ya no esperan nada del porvenir, salvo una hecatombe cósmica. Si la nada es la estación final, cualquier renuncia es absurda. El aquí y ahora es el único absoluto posible. Somos individuos abocados a explotar las posibilidades del instante, no personas que justifican su existir mediante la virtud, la abnegación y el sacrificio.

Emmanuel Mounier opinaba, en cambio, que el ser humano no es un individuo, sino una persona: "El individuo es la dispersión de la persona en la materia". El individuo no percibe ningún horizonte trascendente y carece de sentido de lo comunitario. Vive apegado al presente y se diluye en la masa. Renuncia a su libertad para seguir a la masa y asume acríticamente los valores dominantes. Piensa que no es responsable de sus semejantes y su principal estímulo es la ambición material.

Mounier opone a esa vivencia tan empobrecedora el concepto de persona. "Una persona —escribe— es un ser espiritual constituido como tal por una manera de subsistencia e independencia de su ser; mantiene esta subsistencia por su adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, asimilados y vividos por un compromiso responsable y una conversión constante: unifica así toda su actividad en la libertad y desarrolla por añadido a golpe de actos creadores la singularidad de su vocación".

La persona se constituye mediante una comunicación con los demás basada en el amor. El amor no es una abstracción sentimental y descarnada, sino la responsabilidad que concierne al Yo frente al Tú. El amor a la humanidad no se materializa mediante una idea, sino a través del cuidado de las personas concretas. Amar es una experiencia tan fértil que nos hace sentir ligados al conjunto de nuestros semejantes.

Cada vez que una persona se cruza en nuestro camino, entendemos que su vida es sagrada y merece ser respetada. Y si descubrimos que sufre, nos sentimos obligados a socorrerla. El sentimiento ético precede a cualquier otra consideración.

El otro y no el Ser es la gran pregunta, lo que nos empuja a reflexionar y a comprender que la existencia solo adquiere sentido cuando creamos vínculos. La persona no es simple contingencia, sino trascendencia. Su presencia siempre constituye una llamada. Todo lo que tiene rostro humano nos interpela de forma inmediata. Hoy podríamos añadir que esa llamada se extiende a todo lo que sufre, incluida la Tierra, herida por la avaricia de nuestra especie.

La filosofía personalista de Mounier se opone al materialismo, que rebaja lo real a lo meramente cuantificable. El positivismo científico solo ve al hombre desde fuera. Ignora su vida interior y niega cualquier dimensión espiritual. Indudablemente, somos cuerpo, pero sobre todo somos alma y, por tanto, albergamos una esperanza sobrenatural.

Para Mounier, el nihilismo es un sentimiento infantil: "Bien sabéis cómo los seres débiles, los niños, los enfermos, los nerviosos, se desalientan. (...) Pues bien, la angustia de una catástrofe colectiva del mundo moderno es, ante todo, en nuestros contemporáneos una reacción infantil de viajeros incompetentes y alocados". El miedo, motor principal del ascenso de la barbarie, solo se aplaca saliendo de uno mismo, luchando contra el amor propio, superando el narcisismo individualista que nos confina en una perspectiva materialista.

El miedo, motor principal del ascenso de la barbarie, solo se aplaca saliendo de uno mismo, luchando contra el amor propio

Salir de uno mismo significa aprender a mirar con los ojos del otro, acoger al extranjero, abrazar la diversidad, compartir el dolor ajeno, dar sin esperar nada a cambio, perdonar desinteresadamente, cultivar la fidelidad creadora. Esa actitud solo es posible cuando vemos al otro como persona, es decir, cuando entendemos que es carne espiritualizada y trascendida por el amor.

El amor solo puede ser místico. "Ya es hora —escribió Mounier comentando la obra de Charles Péguy— de sacar la palabra mística de los eriales". La sociedad no es una agrupación de individuos, sino una comunidad de almas. Cuando se niega este principio, la existencia deja de ser plenitud para convertirse en una nada aterradora, tal como sostiene Jean-Paul Sartre.

Mounier advierte que la vida no es un problema, sino un misterio que no puede resolverse mediante el saber científico-tecnológico. El materialismo enciende la lúgubre llama de la desesperación. No es una llama que propague claridad, luz, comprensión, sino un fuego corrosivo que transforma el mundo en un paisaje de cenizas. Ese panorama solo puede superarse mediante la esperanza, que nos religa a la vida y preserva nuestra condición de proyectos en permanente construcción.

La alternativa al desarraigo sartriano se halla en el amor, la familia, la comunidad. La vida adquiere sentido y trascendencia cuando se vincula a una perspectiva espiritual. Pero, ¿qué es lo espiritual? Según Mounier, la primacía de lo vital sobre lo material, de la alegría sobre el sufrimiento, del amor sobre el egoísmo. "La revolución será moral o no será", profetiza Mounier. El individuo se ahoga en la barbarie. No crea nada, salvo destrucción. En cambio, la persona es una fuerza transformadora.

El auge de ese nuevo fascismo disfrazado de anarcocapitalismo, neoliberalismo o nacionalismo excluyente solo ha prosperado gracias a la degeneración de la persona en individuo. El nuevo fascismo se ha desprendido de la herencia cristiana y no reconoce los valores de la Ilustración. No esconde su desprecio por el fracaso, la pobreza o la enfermedad. Invoca la libertad para justificar su pretensión de destruir el Estado del Bienestar.

Llama "paguitas" a las ayudas sociales que evitan el desamparo de los más frágiles y vulnerables. Insulta a sus rivales y amenaza con represalias contra sus antagonistas. El máximo representante de esta nueva forma de barbarie es Donald Trump.

Volver a leer a Mounier podría ayudarnos a repensar la condición humana y asimilar que no somos individuos, sino personas. Y lo que caracteriza a las personas es el amor y la esperanza. Las revoluciones son necesarias, pero solo son fructíferas y duraderas cuando son de carácter moral. El futuro depende de nuestra capacidad de mirar hacia dentro y asumir que la solidaridad no es un valor relativo, sino un absoluto irrenunciable.