
Ambrose Bierce retratado por J. H. E. Partington, Arthur Rimbaud en una fotografía de 1872 realizada por Étienne Carjat y Vincent Van Gogh en un autorretrato de 1887
Tres destinos: Ambrose Bierce, Rimbaud, Van Gogh
Los dos escritores y el pintor tuvieron vidas marcadas por el infortunio y la genialidad, pero sus obras siguen vivas.
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Hay vidas que parecen marcadas por el destino. Vidas donde nada aparenta ser casual, sino fatalmente necesario. Vidas que parecen haber sido escritas y no fruto de las circunstancias. Las vidas Ambrose Bierce, Rimbaud y Van Gogh responden a ese designio. Más cerca del infortunio que de la dicha, sus peripecias han dejado una profunda huella en la posteridad. El dolor y la ambición esculpieron su paso por el mundo y aún hoy constituyen un desafío para los que solo anhelan paz y bienestar. El precio de perdurar en la memoria a veces es demasiado alto, pero caer en el olvido no es menos amargo.
Ambrose Bierce no es tan conocido como Rimbaud y Van Gogh, pero su biografía no es menos asombrosa. Bierce se extravió en la confusión del México revolucionario. Había cumplido setenta y un años. A pesar de su edad, su experiencia como combatiente en la Guerra Civil americana le ayudó a cabalgar con las tropas de Villa.
No hay testimonios que nos hablen de sus últimos años, pero nada es improbable en un hombre que contempló cómo se ahorcaba su padre, amputó un pie a un hermano mientras jugaban con un hacha, sufrió el abandono de su madre, se inició en el sexo a los trece años con una mujer de sesenta, perdió a su esposa y a su amante de forma trágica e inventó algunas de las frases más ingeniosas de la literatura norteamericana.
Lo insólito era un rasgo de familia. Uno de sus hermanos ejerció de forzudo en un circo y otro —el que había sufrido la mutilación— se hizo jesuita. Su vocación religiosa contagió a otra hermana, que escogió las misiones y murió en África, devorada por los caníbales. El propio Ambrose estuvo a punto de fallecer a consecuencia de sus heridas en la guerra. No es extraño que la saturación de acontecimientos adversos le hiciera afirmar que la paciencia no es más que desesperación disfrazada de virtud.
Es tentador imaginar a Bierce participando en esos inauditos rodajes de la Film Company que captaban las escaramuzas de Pancho Villa. Villa solo intervenía cuando había luz suficiente y la cámara podía filmarlo luciendo un elegante uniforme de general que había encargado para la ocasión. Al parecer, se comprometió a repetir los ataques para mejorar las tomas y nunca despreciaba una sugerencia que enriqueciera el espectáculo, advirtiendo la dimensión estética de la violencia. La presencia de Ambrose en esas pantomimas se compadece con su trayectoria anterior. Solo cabe deplorar que la realización de esta mascarada no hubiera estado a cargo de Sam Peckinpah, que habría impregnado cada imagen de poesía y tragedia.
Arthur Rimbaud también se internó al final de su vida en un territorio exótico. No eligió el México revolucionario, sino el continente africano, el lugar que consideró más adecuado para dedicarse al tráfico de armas y quizás de esclavos. Tras abandonar la creación literaria antes de cumplir los veintidós años, conoció la experiencia de la guerra y el placer de vagabundear sin rumbo. Se integró en un circo hasta que la enfermedad impuso una tregua, pero al recuperarse se marchó a Abisinia.
Los escrúpulos nunca le estorbaron. No apreciaba mucha diferencia entre comerciar con rifles o seres humanos. Se conservan algunas fotografías de esa época. En una de ellas, está de pie, con la pierna derecha ligeramente adelantada y una mano sobre el muslo. No se advierte nada de esa insolente hermosura que fascinó a Verlaine. Su piel oscura contrasta con el blanco de sus ropas. Sus facciones son borrosas, pero se insinúa una sonrisa. La melena romántica ha desaparecido. El pelo corto afila los pómulos, que sobresalen bajo una frente alta y unos ojos en sombra. Posa sobre unas rocas, con unos arbustos al fondo. El pie indica que se encuentra en un jardín de café.

Autorretrato de Rimbaud en Harar, Etiopía, en 1883.
Hay otra fotografía donde aparece con los brazos cruzados y un sencillo fez en la cabeza. De fondo, un jardín de bananos. Ya no hay una sonrisa, sino un gesto de determinación. El escenario cambia en una tercera imagen. Se encuentra en una terraza, sosteniendo una pipa. El pantalón blanco y una casaca oscura, tal vez azul. El papel está lleno de manchas, puntos negros que ocultan parcialmente el rostro y el paisaje.
En los tres casos, se fotografió a sí mismo. Imagino que utilizó un trípode y un dispositivo retardado. Era 1883 y aún no había cumplido los treinta. En aquella época, convivía con una nativa y sólo hablaba de su obra para manifestar su desprecio hacia ella. Comparaba sus poemas con el agua sucia de una palangana y no mostraba ningún respeto por la literatura. Sus pasiones eran otras. Al parecer, nunca se separaba de una escopeta de dos cañones. Aunque disponía de una mula, le gustaba avanzar a pie, con el arma en la mano.
El apego por su escopeta se confirma en otra fotografía, donde posa con ella en compañía de otros europeos que también exhiben sus armas. Rimbaud ha apoyado la escopeta en el suelo y mira hacia abajo, mientras la mano izquierda permanece elevada a la altura del pecho. Esta vez posa con la cabeza descubierta. A sus espaldas, la residencia de Hassan Ali, en Cheiki Toman, diez kilómetros al norte de Adén. A sus pies, tres hombres sentados en unas escaleras miran al fotógrafo o hacia un lado, con la arrogancia del conquistador que no se avergüenza de sus privilegios. De pie, a su izquierda, otros dos hombres exhiben el mismo gesto de superioridad. Rimbaud parece ajeno a ese engreimiento. La barbilla hundida en el pecho sugiere un extraño ensimismamiento, que podría confundirse con pudor o timidez.

Rimbaud (arriba a la izquierda) junto a otros europeos en Adén, ciudad de Yemen que en el siglo XIX era colonia británica
Esta impresión se debilita al leer la denuncia que presentó contra él un almacenero de Adén. Rimbaud explica en una carta exculpatoria que su insolencia le obligó a abofetearlo, pero niega haberlo amenazado con un cuchillo. La reyerta redunda en su fama de inadaptado con tendencias antisociales. Es fácil relacionar ese incidente con su tormentoso idilio con Verlaine, que desembocó en los tribunales.
Un tumor obligó a Rimbaud regresar a Marsella. Su hermana Isabelle se ocupó de su “cuerpo sufriente y desfallecido” y le hizo varios retratos: estudios de su cabeza, que reflejan dolor y agotamiento, y un montaje (calcó una ilustración de la revista Le Tour du Monde) donde aparece tocando el arpa abisinia. También lo dibujó en su lecho de muerte. La amputación de una pierna no frenó la extensión del tumor, que extinguió la vida del poeta a los treinta y siete años. No deseaba morir. Internado en un hospital, le comentó a su hermana: “Dentro de unos días, yo estaré bajo tierra y tú caminarás bajo el sol”. En el último momento, aceptó confesarse con un capellán.
Al igual que Rimbaud, Van Gogh utilizó su talento para expresar los estados del alma. Los verdaderos artistas —escribe el pintor— no recrean las cosas como son, sino como las sienten. Sus inexactitudes, defectos y arbitrariedades son “más verdaderas que la verdad literal”.
Al fomentar el mito del genio loco, se ha olvidado el carácter altamente reflexivo de Van Gogh. En su correspondencia con su hermano Theo, explica su trabajo, su lucha para captar el volumen, la luz, el sentimiento. En más de ochocientas cartas, escribe sobre el dibujo, el color o las nuevas escuelas. Su ardor es el ardor del conocimiento, que acepta cualquier padecimiento interior para conseguir recrear un campo de trigo o los cielos nocturnos, donde las estrellas parecen oro incandescente y los árboles lenguas de fuego.
Van Gogh no conoce otra patria que el “país de los cuadros”. Su alma es una hoguera, pero los otros solo perciben un humo negro y enfermizo. Su soledad le atormenta, pero su propósito moral es no dejar que transcurra un solo día sin pintar.
Van Gogh se compara con los campesinos, imita su paciencia y escoge su indumentaria de faena. Miguel Ángel o Durero dibujaban con un trozo de grafito en bruto. Siguiendo su ejemplo, Vincent consigue mejores efectos con un lápiz de carpintero o una tiza que con un Faber del número uno.
Dibujar o pintar es una manera de sentir las cosas en sí mismas. Es permitir que una hilera de sauces desmochados o un camino ceniciento se muestren en su plenitud. La belleza de las cosas reside en su precariedad. La muerte hace más hermosa la vida. La figura del segador que realiza hacia el final del verano de 1889 refleja esta interpretación de la belleza. Se trata de un personaje indefinido que trabaja en medio de un calor abrasador. Es la imagen de la muerte, que avanza implacable a través de los campos, “pero no hay nada triste en esta muerte. Sigue su camino a plena luz del día, mientras el sol lo inunda todo con su puro resplandor dorado”. Es una imagen “casi sonriente”.
Van Gogh despreciaba el academicismo, la preocupación por el contorno, la proporción o el tema. No es la técnica, sino el sentimiento lo que impulsa al genuino creador. Van Gogh nunca concibió la pintura como evasión, sino como realización. Artaud ya advirtió que en el arte solo hay un precepto: la crueldad. El artista que se apiada de sí mismo nunca será grande. El genio del artista consiste en enfrentarse a lo insoportable y ofrecerle un cauce.
La pintura de Van Gogh es una epifanía que muestra la solidaridad de la belleza con la muerte. La aguda introspección de sus autorretratos, su brutal sinceridad (solo comparable con la de Rembrandt), su capacidad de captar el alma de los objetos, su conocimiento de la naturaleza, surgen de una sensibilidad exasperada, que repara en todos los matices, comprendiendo que el arte solo puede existir porque la realidad no cesa de morir y transformarse. Algo semejante se podría decir de Nietzsche al describir el ser como devenir. Nietzsche y Van Gogh se consumieron en su propio fuego, pero Artaud sostiene que nadie entrega su vida sin que otro le despoje de ella.
“Nadie está solo al morir”, asegura Artaud, nadie se precipita a la nada sin que “un ejército de seres maléficos” propicie un acto tan opuesto a la inercia de preservar la vida. Van Gogh deplora su mala salud, el deterioro de Gauguin y el de otros pintores, preguntándose cuándo surgirá una generación de artistas con cuerpos sanos.
A sus treinta y cinco años, se considera un fracasado, un hombre que ha malogrado su vida por la enfermedad de la pintura. Se compara con un cántaro roto o con un caballo de tiro que vive para el goce ajeno, arrastrando a la gente hacia los campos incendiados por la primavera. El talento no existe. Solo es paciencia, tenacidad, rigor. “En la vida del pintor, tal vez morir no sea lo más difícil”. Todo indica que Van Gogh se suicidó, pero últimamente circulan teorías sobre un posible accidente. No es posible saber qué pasó realmente. Sin embargo, sí sabemos que el pintor ardió en la llama de la ambición artística, inmolando su felicidad al ideal.
Tres destinos. Tres vidas que fructificaron en obras admirables, gracias a las cuales creció el caudal de belleza del mundo. Tres peripecias salpicadas por el infortunio. Tres viajes por paisajes inciertos, donde se alternaron lo fecundo y lo terrible, lo hermoso y lo estéril. Tres aventuras que siguen curando heridas, pese a que se forjaron en el sufrimiento. Bierce, Rimbaud y Van Gogh triunfaron sobre la muerte. Sus creaciones siguen muy vivas, recordándonos que somos algos más que materia precaria. El arte es uno de los rostros de la esperanza, pese a que muchas veces emerja de los abismos más profundos.