El Cultural

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Entreclásicos por Rafael Narbona

Pier Paolo Pasolini, testigo del mundo

Pasolini era uno de esos “monstruos”, una voz intempestiva que rompió las costuras de la Italia corrupta e hipócrita

22 septiembre, 2020 09:06

La muerte de Pier Paolo Pasolini fue tan cruenta como una crucifixión. La noche del uno al dos de noviembre de 1975 un joven de diecisiete años llamado Giuseppe Pino Pelosi, al que apodaban “el Rana”, le apaleó brutalmente en un descampado de Ostia. Después pasó por encima de su cuerpo con el Alfa Romeo plateado que utilizaba el director de cine para recorrer los barrios marginales, buscando chaperos. Dejó su cuerpo convertido en una masa informe. La señora que lo encontró lo confundió inicialmente con los restos de un animal. “El Rana” alegó que se había negado a mantener relaciones sexuales con Pasolini y que eso provocó una riña con un desenlace trágico. Después de casi diez años de reclusión, Pelosi concedió varias entrevistas, insinuando que la Mafia, la Curia romana y la Democracia Cristiana habían urdido conjuntamente un complot para deshacerse de un personaje incómodo. Alberto Moravia habló en el funeral de Pasolini, confesando haber soñado con su amigo unos días antes. El escritor y director de cine le perseguía, pero “carecía de rostro”. La imagen parecía la premonición de algo horrible. No fue el único presagio fatal. Unas horas antes de morir Pasolini concedió una entrevista a Furio Colombo, declarando: “Todos estamos en peligro”. ¿Se refería a la simple incertidumbre existencial o algún tipo de amenaza concreta contra su vida? Pasolini siempre vivió al límite. Atrapado por contradicciones irresolubles, hambriento de experiencias nuevas e insatisfecho con sus logros artísticos. Osciló entre la amargura y el éxtasis. Su indiferencia hacia los tabúes, su talento para incomodar y su desprecio por los valores de la burguesía le situaron en una peligrosa tierra de nadie. Siempre tuvo un pie al borde del abismo. Su muerte parecía el inevitable corolario de una trayectoria marcada por los escándalos y los problemas con la justicia. Ninetto Davoli, que había alcanzado la fama apareciendo en las películas de Pasolini y del que se decía que era amante del director desde los quince años, comentó con frialdad poco después del asesinato: “¿Por qué asombrarse? En Roma se mata”. 

El pasado dieciséis de noviembre murió Enrique Irazoqui. La noticia ha pasado desapercibida. Su efímero tránsito por el cine nunca lo convirtió en una estrella. Solo participó en cuatro películas. A los diecinueve años hizo de Jesús de Nazaret en El Evangelio según Mateo (lo de “san” lo añadió en España la censura franquista). Estrenada en 1964, escandalizó a los cristianos más conservadores. Durante el cuarto Festival Internacional de Cine de Venecia, un grupo de jóvenes fascistas insultó a los espectadores y arrojó octavillas. Sin embargo, la Oficina Internacional de Cine Católico dio su visto bueno: “El autor, de quien se dice que no comparte nuestra fe, ha dado pruebas de respeto y delicadeza en la elección de los textos y las escenas. Ha hecho una buena película, una película cristiana que produce una profunda impresión”. Pasolini dedicó El Evangelio según Mateo “a la feliz y familiar memoria de Juan XXIII”, promotor del Concilio Vaticano II. La nueva primavera vaticana impulsada por Francisco provocó que en 2015, con motivo del cincuenta aniversario del film, L'Osservatore Romano, periódico oficial de la Santa Sede, alabara su estilo “actual, práctico revolucionario”, ideal para atraer a los espectadores del mundo de hoy: “Es una película sobre una crisis, una obra maestra y, probablemente, la mejor película jamás hecha acerca de Jesús”.

¿Cómo se convirtió Enrique Irazoqui en el Jesús de Pasolini? A principios de los sesenta, Irazoqui viajaba por Italia buscando a intelectuales y artistas dispuestos a hablar en las universidades españolas sin cobrar por ello. Secretario general de un sindicato clandestino universitario de Barcelona, conoció en Roma a Rafael Alberti y se entrevistó con Pasolini. El director de cine le hizo pasar al salón de su casa y, tras observarle, exclamó: “¡He encontrado a Jesús! ¡Jesús está en mi casa!”. Irazoqui, que con el tiempo se dedicó al ajedrez y a la enseñanza de la literatura, nunca tuvo fe. Hace unos años apareció en mi muro de Facebook e ironizó porque yo utilizara su imagen de Jesús para ilustrar mis reflexiones sobre el Evangelio. No lo hizo con malicia, sino con el sano descaro de un espíritu libertario. Siempre se mantuvo fiel a sus convicciones izquierdistas y a su escepticismo religioso. Pasó por el mundo con discreción y sin histrionismos, pero será difícil olvidarlo. Su Jesús es el más humano que se ha filmado. Eso significa que fue el más cercano a ese Evangelio en el que él no creía. El arte es fecundo en paradojas

Pasolini no fue discreto ni mesurado. Vehemente y polemista, votar a los comunistas no le impidió censurar la libertad sexual, afirmando que la promiscuidad era la antesala del terrorismo. Discutió con todos los intelectuales de su tiempo, desde Alberto Moravia hasta Natalia Ginzburg. Se opuso ferozmente al estalinismo, pero contempló con simpatía el regreso al mundo rural promovido por la Revolución cultural china. Luterano por su espíritu de protesta, corsario por sus feroces incursiones en el debate político y social, antiilustrado por odio al progreso y la economía de mercado, deploraba que los jóvenes se dejaran el pelo largo y elogiaba la castidad femenina. Definió el aborto como un “homicidio legalizado”, lo cual le costó que muchos de sus amigos de izquierdas le dieran la espalda. Su condena del aborto no era tanto una defensa de la vida como una exaltación del coito, un acto sagrado al que la sociedad de consumo había despojado de su trascendencia. Pasolini afirmaba que el consumismo es un nuevo ídolo “completamente irreligioso, totalitario, violento, falsamente tolerante, más bien, más represor que nunca, corruptor, degradante”. El fascismo había cambiado de apariencia, sustituyendo los desfiles con estandartes por las hileras de comercios que suscitaban una avidez irracional. Frente a la orgía consumista, reivindicaba la pobreza. Pensaba que los pequeños rateros de los suburbios eran los heraldos de una crisis que sacudiría los cimientos de la civilización europea. Se trataba de “un subproletariado precristiano, estoico, que impulsa en cierto modo a la acción, a luchar contra el mundo de la cultura superior, aunque solo sea para comer. De ahí nace la dureza, la delincuencia, la consciencia confusa de ciertos derechos”. Será uno de esos muchachos “estoicos” y “precristianos” quien acabe con su vida en circunstancias aún confusas.

Enrique Irazoqui en 'El Evangelio según Mateo Pasolini'

Pasolini era ateo, comunista y homosexual. ¿Por qué hizo una película sobre Cristo? En 1962 acudió a un congreso celebrado en Asís donde se debatía sobre marxismo y cristianismo, buscando afinidades y contrastes. El diálogo fue fructífero y Pasolini se marchó con una impresión muy positiva. No fue el único factor que le impulsó a rodar una película sobre el Evangelio de Mateo. Su amigo Lucio S. Caruso dejó un ejemplar del Nuevo Testamento al lado de su cama. Pasolini leyó el Evangelio de Mateo de principio a fin como si se tratara de una novela. Jesús no le pareció un líder religioso, que pontifica y condena, sino un sencillo hombre del pueblo que recorre los caminos anunciando que hay esperanza para los pobres, los parias, los enfermos y los excluidos. Su palabra es profética y liberadora, pues habla de un mundo nuevo donde se hará realidad la utopía de la mesa compartida. “Me interesa el extremismo de Cristo –confesaría Pasolini tiempo después–, su modo tajante de cerrarse en banda, su radicalismo total y absoluto… Cristo perdona fácilmente los pecados individuales pero es intransigente con los pecados sociales”. Un año después de su estancia en Asís, Pasolini viajó a Palestina buscando exteriores, pero el conflicto entre árabes e israelíes había transformado el paisaje, sembrando la región de alambre de espino, controles militares y muros con torretas de vigilancia. El director de cine volvió a Italia y viajó al sur, donde encontró lo que buscaba: paisaje mediterráneo salpicado de humildes pueblos habitados por gentes sencillas. Su visión de Cristo como un libertador que se había enfrentado al poder imperial y religioso se vio corroborada por el espíritu del Concilio Vaticano II, un ambicioso intento de renovar el legado del joven rabino de Nazaret. 

Expulsado del Partido Comunista Italiano por “comportamiento indecente”, Pasolini apreció en Jesús la misericordia que le habían negado sus camaradas. El galileo compartió mesa con prostitutas, recaudadores de impuestos y personas de dudosa reputación. Las mujeres le acompañaron por los caminos, agasajándolo y perfumándolo. Lavó los pies a sus discípulos, una tarea reservada a los esclavos. Su muerte en la cruz fue particularmente infame, pues era un castigo reservado a rebeldes, piratas, extranjeros, salteadores de caminos y esclavos desobedientes. Jesús se había movido por esos ambientes turbios y menesterosos que los burgueses evitan, sin esconder su repugnancia. “Yo bajo al infierno y sé cosas que no turban la paz de otros –declaró Pasolini-. Pero, cuidado. El infierno está subiendo adonde vosotros estáis… No os hagáis ilusiones”. Pasolini fue un testigo del mundo, una mirada afilada por la experiencia del desasosiego que le persiguió desde su infancia. Clarividente y sincero, contempló con espanto la creciente homogenización del mundo moderno, que tendía a suprimir los rasgos diferenciales gracias a los cuales se forjan las identidades individuales: “la tragedia es que ya no hay seres humanos”. Eso le hizo sentir nostalgia del pasado, adoptando un timbre inequívocamente reaccionario: “Un mundo represivo es más justo, mejor, que un mundo tolerante, dado que en medio de la represión surgen las grandes tragedias, brotan la santidad y el heroísmo”. 

Pasolini siempre soñó con rodar una película sobre Pablo de Tarso. No en vano era un artista pagano, uno de esos gentiles a los que Pablo convocó, anunciándoles la buena nueva. No nos dejó una película sobre “el Apóstol”, pero sí sobre el mundo de Sade. La insoportable crudeza de Saló o los ciento veinte días de Sodoma es un homenaje a la pasión transgresora. Albert Camus ya había advertido que no había nada liberador en Sade. Su mundo, que rebaja al otro a mero objeto de goce, muestra un inconfundible parentesco con los campos de concentración, donde lo humano se procesa como un residuo desechable. Es curioso que Pasolini no advirtiera la crueldad inútil de Sade, especialmente después de declarar: “En el mundo en el que vivo yo soy más bien la oveja en medio de lobos. Y lo demuestra lo que ha sucedido en estos años en que he sido literalmente despedazado”. En sus reproches a la Iglesia, a la que acusa de no haber hecho nada por mitigar la pobreza, Pasolini parece una especie de Francisco de Asís, pero su fascinación por los holocaustos paganos, que –de acuerdo con las mitologías arcaicas– preservan el equilibrio del mundo, le acercan al gabinete de Sade. 

En El Evangelio según Mateo Pasolini se propuso traducir el texto en imágenes, sin insertar nada que pudiera distorsionarlo o menoscabar su altura poética. En ningún momento se planteó rodar una apología cristiana, pues carecía de fe: “Yo no creo que Cristo es el hijo de Dios, porque no soy creyente -por lo menos no conscientemente-. Pero yo creo que Cristo es divino. Yo creo que Es, que en Él la humanidad es tan amable y tan ideal que sobrepasa los límites comunes de la humanidad”. Pasolini deseaba que su película se pudiera proyectar “el domingo de Pascua en todas las salas de cine parroquiales en Italia y en el mundo”. El rodaje comenzó a principios de la primavera de 1964. Pasolini escogió a su madre para interpretar el papel de la Virgen y descartó la posibilidad de contratar a actores profesionales. Su intención era situar a Jesús entre rostros anónimos que reflejaran la postración de la clase obrera, maltratada y humillada por los poderosos de la tierra. “Hereje de todos los credos” y “prófugo de todas las patrias”, según el crítico Virgilio Fantuzzi, Pasolini deseaba solidarizarse con los más desdichados, con esas vidas cuyo sufrimiento le resultaba tan cercano por su condición de artista execrado y maldito. La fotografía en blanco y negro de Tonino Delli Colli contribuyó a crear la atmósfera necesaria para ese propósito. Lejos de la grandilocuencia y artificio de las superproducciones, la película se inscribe en la estética neorrealista. Se trata de una obra artesanal y deliberadamente imperfecta. Pasolini escogió como escenarios la región de Basilicata (Potenza y Matera), el volcán Etna (Sicilia) y Viterbo (Lacio), y los estudios Incir de Paolis (Roma). Las imágenes se rodaron cámara en mano, incurriendo en bruscas transiciones que desprenden sinceridad y espontaneidad. El Jesús de pelo corto de Irazoqui contribuye a reforzar una autenticidad que nos aproxima al tono documental. En todo momento, notamos la soledad del personaje, que recorre sin descanso un paisaje árido y desnudo. La banda sonora, coordinada por C. Rusticelli y L.E. Bacalov, incluye fragmentos de Bach y Prokofiev, combinados con el “Gloria” de la Misa Luba (una adaptación de la misa en latín a los estilos tradicionales de canto de la República Democrática del Congo) y el espiritual negro 'Sometimes I Feel Like Motherless Child'. El vestuario está inspirado en la pintura de Piero della Francesca. No hay guión. Solo pasajes del Evangelio de Mateo. 

El Jesús de Pasolini parece un revolucionario que habla a multitudes desesperanzadas, pero también un contemplativo con una profunda espiritualidad. ¿Se identifica el director de cine con él? ¿Proyectó sobre su figura su turbulento mundo interior? Años más tarde, Pasolini declaró: “Entre todo lo que he hecho, El Evangelio según Mateo es lo más estrechamente ligado a mí mismo, a mi tendencia a ver siempre algo de sagrado y de mítico y de épico en cada cosa…”. Suele olvidarse que Jesús no vino a predicar a los satisfechos, sino a esos marginados a los que a veces se consideraba monstruos, seres abyectos de vida desordenada y concupiscente. Pasolini era uno de esos “monstruos”, una voz intempestiva que rompió las costuras de la Italia corrupta e hipócrita, despertando el odio de las elites. En uno de sus poemas, escribió: “Monstruo es quien ha nacido / de las entrañas de una mujer muerta. / Y yo, feto adulto, voy girando, / más moderno que todos los modernos, / buscando a esos hermanos que ya nunca estarán”. ¿Quizás una alusión a Guido, el hermano asesinado por partisanos yugoslavos durante la Segunda Guerra Mundial? Pasolini no buscó la belleza, sino la verdad y la verdad, lejos de ser amable, a veces nos deja el alma hecha trizas. No murió en la cruz, pero su cuerpo desfigurado en un descampado de Ostia nos muestra con elocuencia la crueldad de un mundo que expulsa a los márgenes todo lo que no comprende o le produce inquietud. Jesús, Pasolini, Pelosi, tres destinos simétricos que siguen escandalizando a los poderes de la tierra.   

@Rafael_Narbona

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