Charlie Parker

Charlie Parker

Entreclásicos por Rafael Narbona

Julio Cortázar: 'Jam session' con Charlie Parker

Ambos nos dejaron un legado que ensancha la realidad, apuntando hacia un infinito inalcanzable

2 septiembre, 2019 14:22

Según George Frazier, una jam session es “una reunión informal de músicos de jazz, con afinidad de temperamento, que tocan para su propio disfrute una música no escrita ni ensayada”. Otros críticos han hablado de “combates de gladiadores”, pues en una jam session varios instrumentistas mantienen un enconado duelo a partir de una melodía principal o un simple riff, improvisando con total libertad y confrontando técnicas, estilos e ideas. Las primeras jam session fueron batallas entre saxos tenores celebradas en Kansas City durante los años treinta y cuarenta. Las figuras locales se medían con artistas de paso y el público determinaba quién había “trinchado” (carved) o “cortado” (cut) a su adversario, demostrando un mayor grado de inspiración. La fórmula se hizo popular en la calle 52 de New York, abarrotada de locales musicales, preparando el camino a la revolución del be bop, protagonizada por figuras como Dizzy Gillespie, Thelonious Monk, Charlie Mingus y Charlie Parker. Charlie Parker fue uno de los grandes renovadores del jazz. Julio Cortázar desempeñó un papel semejante en el terreno de la literatura. Ambos se encuentran en “El perseguidor”, un cuento del autor argentino incluido en Las armas secretas (1959), donde se desdibuja la frontera entre sueño y realidad, conocimiento e intuición, evidencia objetiva y vivencia onírica. Charlie Parker fue un visionario; Cortázar no se mostró menos clarividente. Los dos nos dejaron un legado que ensancha la realidad, apuntando hacia un infinito inalcanzable, que no debe confundirse con Dios. Lo sobrenatural no precede a lo real, sino que lo acompaña como una escisión del ser. No hay paraísos, sino un devenir prodigioso que revela su riqueza mediante las creaciones artísticas del espíritu humano.

La expresión be bop procede del scat, una improvisación vocal que encadena palabras y sílabas sin sentido, como “scat, skeet, skee, do doodle do, Skeet, skuld, skoot, do doodle do, Skoodulah ball, be-duh-be-dee zoot zoot zu…”. Louis Armstrong, Ella Fitzgerald y Call Calloway despuntaron en este recurso, recuperado en nuestros días por la tristemente desparecida Amy Winehouse en la introducción de su tema “Stronger Than Me”.La expresión be bop aparece impresa por primera vez en 1945 en una grabación de Dizzy Gillespie. El be bop es una innovación basada en ritmos individuales convergentes que producen un torrente de sonido aparentemente caótico. Los instrumentos se dejan llevar por ritmos fríos y nerviosos. Los tempos son vertiginosos. Se desprecia la simetría para abrir paso a los solos individuales. Frente a las armonías limpias y pulidas del Dixieland y las big bands, el be bop ensaya las modulaciones más audaces, traspasando los límites tradicionales del jazz. No es una revolución surgida de la nada. Charlie Parker confiesa: “Improvisé durante mucho tiempo sobre Cherokee (una composición de Ray Noble). Descubrí que utilizando los intervalos superiores de las armonías como línea melódica y colocando debajo armonías nuevas, más o menos afines, podía tocar aquello que llevaba dentro tanto tiempo en mi cabeza”. Se ha hablado de improvisación premeditada, lo cual revelaría que el be bop no era una simple explosión de libertad, sino un estilo con un hondo bagaje estético, fruto de una exigente reflexión sobre las posibilidades del jazz.

El be bop trasladó el jazz desde las pistas de baile a las salas de conciertos, donde se imponía una escucha reflexiva y atenta. No fue una transición sencilla. Durante mucho tiempo, el be bop permaneció en las catacumbas, recluido en circuitos marginales, a los que sólo accedía una minoría cómplice. No es insólito, pues se enfrentaba a todo lo que el público mayoritario aplaudía: orquestas numerosas, ejecuciones disciplinadas, temas conocidos, sentido del espectáculo. El primer paso fue acabar con los compases que marcaban el paso a los bailarines. No se tocaba para llenar la pista, sino para invitar a la escucha. Era música para oír en una atmósfera de recogimiento que hasta entonces parecía reservada a los conciertos de música clásica. El be bop sólo parecía apropiado para las jam sessions de madrugada en clubes que apostaban por la nueva vanguardia musical. En esos escenarios, resplandecía Charlie Parker, un astro de vida efímera, pero tan brillante que marcó un nuevo rumbo en la historia del jazz.

Charlie "Bird Parker", el nuevo ícaro

Charles Christopher Parker Jr. nació el 29 de agosto de 1920 en Kansas City, una ciudad con una gran tradición jazzística y fuertemente influenciada por el blues. Sólo New Orleans, New York y Chicago superan su aportación a la historia del jazz. Desde pequeño, Charlie tocaba la tuba de forma autodidacta, pero no tardó en pasarse al saxofón, imitando el estilo de sus ídolos musicales: Lester Young y Buster Smith. A los quince años abandona la escuela y logra un empleo como saxofonista, mintiendo sobre su edad. Completa su formación musical en el combo de George Lee. Algo más tarde, contrae matrimonio y empieza su destructivo idilio con la heroína. Mientras acababa la década de los treinta, viajó a Chicago y New York, donde trabajó de lavaplatos en el club donde tocaba el pianista Art Tatum, al que admiraba y del que aprendió muchas cosas. No tardaría en encontrar trabajo como saxofonista en la orquesta de Jay McShann. El apodo de “Bird” o “Yarbird” se lo adjudican sus compañeros de gira, cuando atropellan a unas gallinas mientras regresaban de una actuación en Nebraska. Charlie obligó a parar el automóvil y recogió el cadáver de una gallina para cocinarla. El azar quiso que un mote banal se convirtiera en la síntesis de su fecunda trayectoria musical. Conoce a Dizzy Gillespie y comienza a tocar en clubes como el Minton’s Playhouse y el Monroe’s Uptown House. A finales de 1942, Parker y Gillespie son contratados por la big band del pianista Earl Hines. La big band se disuelve enseguida, pero su cantante Billy Eckstine funda su propia orquesta, aventurándose en las innovaciones más arriesgadas. Muchos críticos opinan que ahí surgirá el be bop como estilo de una identidad bien definida. Por desgracia, apenas se conservan registros de ese momento fundacional. La orquesta de Eckstine tendrá una existencia efímera, pero Charlie Parker saldrá fortalecido, con una idea más clara de lo pretende hacer. Cuando realiza la primera grabación para Savoy Records, Parker ya es el dueño de un sonido fresco y original. La apariencia de desequilibrio por las incontables acentuaciones, contrastes y semitonos, evoca la prosa de Faulkner, el cine de Orson Welles y los cómics de Will Eisner, donde se exploraran nuevas formas para reflejar una época de crisis. No es descabellado afirmar que la discontinuidad rítmica del be bop nace del mismo impulso que la libre asociación del psicoanálisis. Se trata de ceder la voz al automatismo de una creatividad sin cortapisas, a una experimentación sin fronteras, donde la razón retrocede ante una imaginación feraz y desbocada.

El 26 de noviembre de 1945 se reunieron Gillespie y Parker para grabar para Savoy Records lo que algunos consideran el manifiesto del be bop. Con la participación de Max Roach y un jovencísimo Miles Davis, la obra maestra de la sesión fue “Ko-ko”. Gillespie acompaña las improvisaciones del saxofonista desde el piano, abandonando momentáneamente la trompeta. La batería de Max Roach y el contrabajo de Curly Russell completan la pieza, creando una atmósfera musical anárquica, pero secretamente sostenida por un genial equilibrio. Para muchos, es el manifiesto definitivo del be bop, pues los instrumentistas ya no dependen de la orquesta, sino de sus intuiciones. Su libertad abre nuevos caminos, al igual que la pluralidad de perspectivas de las novelas de Faulkner y Joyce. En la interpretación de Parker, se aprecia angustia y quizás soledad.

La heroína y el alcohol no han cesado de minar su salud. Se acumulan las patologías: úlcera de duodeno, insuficiencia cardíaca, obesidad, un derrame cerebral. Parker no acude a los ensayos o toca colocado. A veces, se duerme o vende el instrumento para comprar una dosis. Su relación con Gillespie se deteriora. En medio del caos, surgen momentos de calma. Parker realiza grabaciones asombrosas: “Yarbird Suite”, “Ornithology” y “Loverman”. Algunos estiman que el registro de “Loverman” es la cumbre del arte del saxofonista, pero Parker, que realizó la grabación bajo el efecto de la heroína y los fármacos, fantasea con destruir todas las copias de la pieza, pues considera que muestra claramente su decadencia física y artística. Las intervenciones policiales en la calle 52 para combatir el tráfico de estupefacientes convierten la droga en una mercancía inaccesible. Parker lucha contra el síndrome de abstinencia, bebiendo grandes cantidades de whisky. Incendia la habitación de un hotel y ofrece resistencia a la policía. El juez ordena su reclusión en el sanatorio estatal Caramillo, donde pasó seis meses en la planta de salud mental. Durante su estancia, no pudo consumir heroína ni alcohol, pero apenas pisó la calle volvió a beber whisky.

Sus nuevos temas evocan su estancia en el hospital: “Relaxin’ at Camarillo”, “Cheers, Carvin’ the Bird”, “Stupendous”. En todos se aprecia su declive físico y su pérdida de facultades. Sin embargo, se recupera y realiza nuevos registros rebosantes de inspiración para Dial Records y Savoy. Su fama crece. Gana la tradicional encuesta de la revista Metronome. Ya no es un saxofonista de las catacumbas vanguardistas. Actúa en el Onix de la calle 52 y el Royal Roost de Broadway. La celebridad no interrumpe los escándalos. Prodiga sablazos para costear su toxicomanía, abandona los estudios de grabación a mitad de una pieza o acude en un estado lamentable, casi incapacitado para tocar. Paradójicamente, el 15 de diciembre de 1949 se abre Birland, un lujoso local que utiliza su apodo como reclamo. El éxito no favorece a Parker. Los clubes, los organizadores de conciertos y los productores musicales no están dispuestos a aguantar sus excentricidades. El cool, mucho más asequible para el público, empieza a desplazar al be bop. Su viaje a Europa encadena actuaciones calamitosas por culpa de su mala salud. En marzo de 1954, mientras realiza una gira por la Costa Oeste, muere su hija Pree, fruto de su relación con Chan Richardson. Poco después, toca con una orquesta de cuerdas en el Birland. El público considera esa formula una herejía y protesta ruidosamente. Parker se intenta suicidar y pasa diez días hospitalizado.

Durante una nueva actuación en el Birland con un quinteto de lujo en el que figuran Kenny Dorham, Charlie Mingus, Art Blakey y Bud Powell, protagoniza un nuevo escándalo. Discute con Powell en el escenario, que se marcha indignado. Parker le llama a gritos y Mingus se disculpa con los asistentes, abrumado. El 9 de mayo de 1955 se refugia en la lujosa casa de la Quinta Avenida de la baronesa Nica de Koenigswarter. Preocupada por su estado, la baronesa llama a un médico, que recomienda la hospitalización urgente de Parker, pero este se niega. Después de tres días agónicos, sufre un infarto mientras se ríe a carcajadas ante un gag televisivo de los hermanos Dorsey. El médico que certifica la muerte calcula que se trata de un hombre de sesenta años. Dizzy Gillespie aclara a la posteridad que el genio de “Bird” no se alimentaba de su lamentable estilo de vida: “La heroína y el alcohol no hicieron a Charlie mejor músico. Sólo lograron que se muriera con treinta y cuatro años”.

El perseguidor: "Esto ya lo toqué mañana"

Julio Cortázar apreció en el jazz la voluntad de trascender lo real. No para alcanzar un hipotético más allá, sino para liberar a la imaginación, sometida por la razón. Al igual que los poetas visionarios, como William Blake o Mallarmé, el jazz desdeña los conceptos, prefiriendo dejarse llevar por la intuición. Esa forma de proceder revela que la esencia de la vida no es la armonía, sino el caos. La razón no soporta ese hecho e intenta ocultarlo, pero el arte saca a la luz el fondo último de lo real. Los monstruos del inconsciente están más cerca de la verdad que las construcciones más sofisticadas del pensamiento conceptual. Cortázar suscribe los hallazgos del surrealismo y postula una especie de anti-literatura que desmonte los artificios tradicionales de la gramática y la retórica. Aunque no es un autor surrealista, concibe el hecho literario como una visión privilegiada de la realidad que se alimenta del inconsciente y el mundo fantástico de los sueños. Sólo el artista puede traspasar el velo de lo cotidiano, que oculta la verdadera faz del ser, y acceder a lo otro, a ese infinito que se atisba de forma incompleta en la obra de arte. Johnny Carter, el saxofonista que protagoniza “El perseguidor”, advierte que su música nunca podrá captar totalmente ese infinito, lo cual le produce una amarga frustración.

La música es un lenguaje que nos abre las puertas de un vasto dominio, pero siempre hay algo esencial que se escapa. Johnny Carter es una inequívoca recreación de “Bird”, contemplado desde los ojos de su amigo y crítico de jazz Bruno V., un guiño que apunta al polifacético Boris Vian, el músico y escritor de incontables heterónimos que se relacionó con Duke Ellington, Miles Davis y Charlie Parker. Cortázar intuía que todas las vidas están conectadas de una forma íntima y misteriosa: “Aparte de nuestros destinos individuales, somos parte de figuras desconocidas. Pienso que todos nosotros componemos figuras… Siento continuamente la posibilidad de ligazones, de circuitos, que se cierran y que nos interrelacionan al margen de toda explicación racional y de toda relación humana…”. Esas conexiones no pueden explicarse de forma clara e inequívoca, sino mediante imágenes con “el más alto grado de arbitrariedad” y “elevadas dosis de contradicción”, por utilizar dos expresiones de André Breton que pueden describir indistintamente la literatura de Cortázar y los solos de Charlie Parker. El escritor argentino invoca la figura de Alfred Jarry, “para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en leyes, sino en las excepciones a esas leyes”. El arte no es una creación de la razón, sino una anomalía: “la gran mayoría de mis cuentos –afirma Cortázar- fueron escritos, como decirlo, al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi conciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena”. Johnny Carter también toca como si fuera un médium. Le parece absurdo seguir una pauta. Le recrimina a Bruno que se dedique a contar el tiempo. El tiempo es algo inaprensible y discontinuo, no un flujo lineal que pueda dividirse en compartimientos estancos, separando pasado, presente y futuro. Durante un ensayo en el que participa Miles Davis, Carter deja de tocar de golpe, exclamando: “Esto ya lo toqué mañana”. Sus compañeros se quedan estupefactos, incapaces de comprender lo que intenta decir.

Cortázar caracteriza a Johnny Carter con rasgos extraídos de la biografía de “Bird”. Alcohólico, heroinómano, mujeriego e irresponsable, empeña su saxofón para comprar droga y sobrevive a base de sablazos. Protegido por Tica, una aristócrata, pierde a una hija e intenta suicidarse. Pasa temporadas en psiquiátricos y muere ante una pantalla de televisor, sacudido por estruendosas carcajadas. Aunque su amigo Bruno recuerda a Boris Vian, la semejanza no es tan estricta. De hecho, Bruno no es un creador, sino un crítico que se lamenta de que su trabajo consista en comentar las creaciones ajenas. Al igual que “Bird”, Johnny Carter no es un intelectual: “la verdad es que no comprendo nada. Lo único que hago es darme cuenta de que hay algo”. La sombra de Heidegger, un leve trasfondo en la obra de Cortázar, sobrevuela el relato, introduciendo una nota mística. Johnny Carter es un perseguidor, un artista hambriento de absoluto, un espíritu que vuela hacia un infinito inalcanzable. Bruno sólo es un testigo. No sueña con la perfección, quizás porque intuye que es una quimera donde se queman las mentes más inquietas. Johnny busca un más allá con sus improvisaciones: “la música me sacaba del tiempo, aunque no es más que una manera de decirlo. Si quieres saber lo que realmente siento, yo creo que la música me metía en el tiempo. Pero entonces hay que creer que este tiempo no tiene nada que ver con… bueno, con nosotros, por decirlo así”.

Bruno escucha a Johnny con atención, consciente de sus limitaciones para comprender sus intuiciones. El lenguaje de la crítica se basa en conceptos y los conceptos son abstracciones que simplifican la diversidad. ¿Cómo traducir lo que Carter consigue con su instrumento? No es suficiente hablar de notas y acordes. Johnny concibe su música como un viaje por el tiempo donde se pone de manifiesto que todo es elástico y relativo. Al igual que “Bird”, pasa noches enteras viajando por el metro. Allí ha aprendido que todas las explicaciones son insuficientes. Sería más honesto reconocer que “la verdadera explicación sencillamente no se puede explicar”. Johnny Carter no piensa; siente, sospecha, vislumbra: “yo no pienso nunca; estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo”. Durante un pequeño trayecto en metro, el saxofonista piensa en su madre, en una de sus amantes y en Hamp, un vibrafonista (probablemente, Lionel Hampton). Calcula que sus pensamientos ocupan un cuarto de hora, pero sólo ha discurrido minuto y medio. Los relojes y los calendarios no pueden explicar ese fenómeno, que abre una hendidura en la realidad, insinuando que la realidad no se agota en las apariencias. De hecho, Johnny no se percibe como un solo ser, sino como dos. Siempre experimenta la proximidad de su doble, que es como un ángel o un hermano.

Sin llegar a nombrarlo, Cortázar define el be bop como una explosión fría y silenciosa. Johnny Carter es “Bird”, pero en él se aprecian rasgos de dos precursores del be bop, Johny Hodges y Benny Carter. Bruno admite que Johnny Carter se ha convertido en una idea y que sus amigos sólo intentan preservar esa idea, olvidando al ser humano que hay detrás. Johnny no concibe la música como una idea o una fuga, sino como una forma de tocar el suelo y echar raíces. No se conforma con el jazz tradicional y no se siente cómodo con el blues. Quiere avanzar, rechazando la fácil sensualidad de una balada. Su estilo no quiere saber nada de nostalgias o arrebatos. Su música es “desasida”, “metafísica”, pero no abstracta. En sus solos, se prefigura el cool, ese jazz desnudo que se aproxima al universo de Stravinski o a la música atonal de Arnold Schönberg. Sus reiteraciones y divagaciones con el saxo alto son una exploración nada sentimental, pero muy humana.

Johnny Carter es un filósofo involuntario, un pensador que mira a la realidad desde una perspectiva insólita, sin necesidad de abastecerse de conocimientos teóricos. Al observar un pedazo de pan, comenta: “Es una cosa sólida, no se puede negar, con un color bellísimo, un perfume. Algo que no soy yo, algo distinto, fuera de mí. Pero si lo toco, si estiro los dedos y lo agarro, entonces hay algo que cambia”. Algo que cambia en el mundo, pues lo objetivo, lo externo, pasa a formar parte de lo subjetivo e íntimo. Ser y pensar son realidades indisociables. Por utilizar la jerga de Heidegger, mantienen una relación de co-pertenencia. Las intuiciones de Johnny reproducen varios siglos de especulación filosófica. Bruno se siente insignificante a su lado, un hombre hueco, pero al mismo tiempo celebra no ser el saxofonista: “Cualquiera puede ser como Johnny, siempre que acepte ser un pobre diablo enfermo y vicioso y sin voluntad y lleno de poesía y de talento”. Su excepcionalidad reside en que “persigue en vez de ser perseguido”. Es un ser real entre criaturas irreales, un hombre sin estudios que no se separa de su librito de bolsillo con poemas de Dylan Thomas. Soporta sobre sus espaldas los sueños de una humanidad que anhela la belleza y el saber, pero no está dispuesta a pagar el precio por alcanzar o rozar la perfección. Johnny no reconoce ningún límite. Es “el chimpancé que quiere aprender a leer, un pobre tipo que se da con la cara contra las paredes, y no se convence, y vuelve a empezar”. Cuando pierde a su hija, se describe a sí mismo como “un pobre caballo amarillo” con los ojos devastados.

Johnny se burla de las interpretaciones de Bruno. Interpretar una obra es una forma de mutilarla. No hay un único punto de vista. Ni en la realidad ni en el arte. Y cualquier significado es relativo, susceptible de ser invertido, anulado y reinventado. Una y otra vez hasta desembocar en paradojas irresolubles. Las interpretaciones no reparan en que el arte siempre está incompleto, inacabado: “no he sabido tocar como debía, tocar lo que soy de veras…”. Johnny se muestra escéptico sobre la existencia de Dios. Está muy lejos de Mahalia Jackson. No le interesa el Dios cristiano, ni el de ninguna otra tradición: “Yo hago mi Dios... el jazz no es sólo música, yo no soy sólo Johnny Carter”. Eso no significa que haya descubierto certezas indubitables. De hecho, su única certeza es que va a morir.  

En 1988, Clint Eastwood, un gran amante del jazz y un digno pianista, estrenó Bird, un brillante adentramiento en la figura de un Charlie Parker interpretado por Forest Whitaker, que ganó merecidamente el premio al Mejor Actor del Festival de Cannes. La película desprende una atmósfera parecida a la del relato de Cortázar. Bird no es un mero saxofonista, sino un perseguidor que busca la perfección en cada nota. No se conforma con lo posible. Intenta ir más lejos, pero sabe que llama a una puerta que jamás se abrirá. Por eso, bebe y se inyecta, llegando a pisotear el saxofón o a lanzarlo contra el cristal de la sala de grabación. Siente que está muy cerca de lo que busca, casi puede tocarlo, pero nota que se resbala entre sus manos. Lo imposible puede entreverse, no palparse. Pretender lo contrario es como intentar nadar sin agua.

Charlie Parker fue un músico genial y un hombre desdichado. Su saxofón ha inspirado a escritores, cineastas y, por supuesto, saxofonistas, entre los que merece la pena destacar a Julian “Cannonball” Adderley, el “nuevo Parker”. Todos los que siguen su rastro son perseguidores, eternos insatisfechos que sueñan dolorosamente con lo imposible. Jack Kerouak describió a “Bird” como el rey y fundador de la generación del bop. Un rey que nos enseñó a oír con la mirada y a mirar con el oído, a encajar un cuarto de hora en minuto y medio, y a volar con las alas de Ícaro, aceptando que el salario del arte a veces es una dolorosa caída.

@Rafael_Narbona

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