Image: Claros en el bosque de Aalto

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Arquitectura

Claros en el bosque de Aalto

9 octubre, 2015 02:00
Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

Biblioteca de Viipuri (Víborg), Carelia (actualmente Rusia), Alvar Aalto, 1927. Foto: © Armin Linke, 2014

CaixaForum Madrid dedica una gran exposición a Alvar Aalto 1898-1976. Arquitectura orgánica, arte y diseño, una particular, y fragmentada, retrospectiva del maestro finlandés que puede verse hasta el 10 de enero.

El mensaje brota en la pantalla: "No siento nada, tío". Q visita el estudio de Alvar Aalto y teclea su decepción: agobiado por los turistas y los precios de Helsinki, lo que debería ser una experiencia mística se le escurre entre los dedos. Desde este lado del teléfono, cunde la schadenfreude. El pobre Q es víctima del conocido Síndrome Aalto-Negativo: la imposibilidad de una epifanía que revele instantáneamente las bondades del arquitecto. Botón responder: "Espera a ver más cosas, ten paciencia".

Finlandia tiene un héroe complejo, sí, y la paciencia es un arma necesaria para visitar Alvar Aalto 1898-1976. Arquitectura orgánica, arte y diseño, la exposición recién inaugurada en el CaixaForum del Paseo del Prado, previo paso por Wilhelm am Rhein (Alemania) y Barcelona. Paciencia para leer la compleja trayectoria de un autor que le cambió la cara a la modernidad desde la periferia, y paciencia para navegar por el interesante, pero parcial, enfoque de la muestra. Hay un Aalto culto, brutal, refinado, rudo... y que pone en duda, incluso, el androcentrismo atávico de la modernidad: Aino Marso Aalto, su primera esposa, fue socia en equidad hasta su fallecimiento en 1949; y Elisa Aalto (con quien se casó en 1952), la encargada de culminar, tras la muerte del maestro, obras tan notables como la ópera de Essen (Alemania). La vida y la obra de Aalto se confunden; toleran mal las simplificaciones.

Brillantez disciplinar

Aalto, el ciclón: a los treinta años ya había expuesto en el MoMA y a los cuarenta, tras romper con la ortodoxia del Movimiento Moderno, firmó una obra maestra de la arquitectura del siglo XX, Villa Mairea. No fue la primera ni la última. Sus cinco décadas están regularmente surtidas de edificios incuestionables: desde el clasicismo nórdico de la iglesia de Muurame (1927) al Ayuntamiento de Saynätsalo (1952) -que traslada al ártico el pintoresquismo de las ciudadelas italianas-, o de la aurora boreal del Pabellón de Finlandia en Nueva York (1939) a los centros cívicos de Seinäjoki y Rovaniemi, en los 60. Es, desde los datos, inabarcable, pero -y esta es pregunta para quien se acerque a la exposición madrileña- ¿sigue siendo pertinente?

Fuensanta Nieto y Enrique Sobejano, galardonados con la Medalla Alvar Aalto 2015, explican su vigencia desde la disciplina: "Sus grandes obras, hoy en día, hablan por sí mismas: son una arquitectura que se aprecia en su condición más perceptiva. Observó con una mirada nueva la naturaleza, transformó las cubiertas de sus edificios en paisajes construidos, e hizo de la luz cenital y la sección del edificio los protagonistas del espacio. El paisaje, la luz, las cubiertas y la geometría oculta en la naturaleza... territorios que aún hoy abren caminos a seguir".

Es cierto que Aalto redefinió la rigidez de la arquitectura moderna en sus propios términos, con una característica mezcla de desatado sensualismo y ambigüedad espacial. En sus manos, las cajas blancas se fracturaron mediante ondulaciones en planta, dramáticas secciones y rebeldía, frente a la rutina funcionalista. Aalto supo dotar de dramatismo a un auditorio o a la nave de una iglesia, pero reveló su auténtica maestría en la reinterpretación de los espacios aparentemente inermes de un proyecto: la escalera de la residencia de estudiantes Baker en Boston (EEUU, 1949), los pasillos del Politécnico de Otaniemi (Finlandia, 1955) o el lobby del palacio de Congresos Finlandia de Helsinki (1975) se asemejan, con la generosidad de sus dimensiones, su iluminación natural y la presencia de vegetación, más a experiencias urbanas que a meros lugares de paso. Son ambigüedades difíciles de transmitir sin una observación muy, muy pausada.

Aino Aalto en una silla Paimio, 1930. Foto: © Alvar Aalto Museum, Artek Collection, VEGAP

Un constructor de identidades, Aalto, además, no se agota en la arquitectura. Diseñador industrial de incuestionable talento -muchas de sus lámparas y sillas siguen produciéndose hoy en día-, amigo de Fernand Léger y Jean Arp (ambos, con obras presentes en la exposición), se hizo universal hablando de lo que conocía. Desarrolló su carrera al compás de los vaivenes identitarios de Finlandia, un país joven que supo valorar su trabajo.

Andrés Jaque lee al personaje como un constructor etéreo: "su valor principal no está en la belleza de los objetos aislados, sino en cómo su obra rearticuló en diferentes escalas todo un contexto político, productivo y cultural. Aalto contribuyó a inventar la materialidad de las instituciones finlandesas, como parte de un proyecto en el que la industria se hacía sensible al uso eficiente y duradero de los recursos naturales, en el que la cotidianidad se convertía en un observatorio del día a día, y en el que las entradas de los hospitales y los ayuntamientos se llenaban de macetas con plantas o pasamanos forrados de piel para aportar un recibimiento cálido, y ventanas para encontrar lo hogareño en lo compartido". Así es: el confort ambiental de sus espacios diluye, en ocasiones, lo público y lo privado; además, esa obsesión material era producto de una decisión contextual muy inteligente: al dar un sentido contemporáneo -tanto técnico como estético- a la materia prima más abundante en Finlandia, la madera, Aalto logró un extraordinario nivel de aceptación popular.

Impresiones táctiles

Más que de edificios, Aalto está hecho de intangibles y, por tanto, el formato expositivo ha de sobreponerse a determinadas limitaciones. Atraparle en sus dibujos -bellísimos por otro lado- es el equivalente a explicar una tormenta. Su arquitectura se compone de multitud de impresiones táctiles, olfativas, espaciales.. y su reducción a un documento abstracto rara vez permite entenderla con claridad. En cuanto a las fotografías, la situación mejora, pero esos espacios -esos ambientes- no están hechos para el observador estático. Con todo, intentarlo es necesario, y el esfuerzo, plausible.

Pero la exposición del CaixaForum queda herida de cierto desequilibrio. Aunque la arquitectura predomine frente al resto, la sala de mayor tamaño está dedicada a patentes industriales, desde el conocidísimo jarrón Savoy hasta sus diseños de lámparas. Es decir, a cosas que podemos comprar -y que, casualmente, fabrican los patrocinadores de la muestra-. La figura de Aalto es caleidoscópica y se comprende la necesidad de mecenas, pero esa concesión fuerza a comprimir sus últimos cuarenta años de carrera -tan fértiles- en apenas una sala, fiados al socaire de apuntes incompletos. ¿Recuerdan la frustración de Q?