Foto: Museo Nacional del Prado / Luis Asín

Foto: Museo Nacional del Prado / Luis Asín

Arte

Crítica de la exposición de Juan Muñoz en Madrid: esculturas que miran los cuadros del Museo del Prado

La pinacoteca presenta una excepcional exposición donde las obras del escultor dialogan con las pinturas clásicas de Velázquez o Goya.

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¡Se ríen de nosotros! Hablo de las figuras sentadas en unas gradas dispuestas en la madrileña explanada de Goya. La hilaridad que les agita es tan grande que algunos que están a punto de caerse continúan con su carcajada. El título de Trece riéndose unos de otros apunta a que los protagonistas de esta serie escultórica están en realidad respondiendo a un humor que es ajeno a nosotros.

Juan Muñoz, historias del arte

Museo del Prado. Madrid. Comisario: Vicente Todolí. Hasta el 8 de marzo

Se trata de uno de los trabajos más conocidos del artista madrileño Juan Muñoz (Madrid, 1953-Ibiza, 2001), quien protagoniza una muestra en el Museo del Prado, dialogando con la histórica pinacoteca.

Muñoz fue uno de los artistas más destacados durante los años ochenta y noventa, y su muerte temprana en 2001 no anula esta vigencia. En su trabajo a menudo tomó prestados elementos de la gran tradición de la historia del arte, con referencia particular a Velázquez y Goya.

El comisario Vicente Todolí, exdirector de la londinense Tate Modern, ha juntado su obra con este particular árbol genealógico. Todolí dice haberse hecho una pregunta: ¿qué haría Juan Muñoz en el Prado?

La exposición está distribuida en el Claustro de los Jerónimos y en el edificio de Villanueva, donde conversa con la colección permanente. En la Sala de las Meninas, Sara con mesa de billar (1996), una mujer con displasia ósea contempla en una mesa de luz imágenes de sí misma, mientras parece ser observada por los personajes del famoso cuadro de Velázquez, estableciendo una relación implícita con Maribárbola.

Una de las obras de la exposición 'Juan Muñoz. Historias de Arte', en la explanada del exterior del museo. Foto: Museo Nacional del Prado

Una de las obras de la exposición 'Juan Muñoz. Historias de Arte', en la explanada del exterior del museo. Foto: Museo Nacional del Prado

En la Galería Central, las figuras-globo de Escena de conversación III (2001) fuerzan a los visitantes a rodearlas para seguir su recorrido. Desde la escalera que va hacia las pinturas negras de Goya vemos dos figuras acrobáticas suspendidas del techo por una cuerda.

Una está sujeta de una pierna, mientras que la otra agarra el cabo con los dientes. La sensación de fragilidad, el movimiento congelado, el mundo de la magia y la angustia existencial plantean la vida como un juego de equilibrio muy precario.

Pese a que Juan Muñoz fue uno de los responsables del retorno de la escultura figurativa al arte contemporáneo, sus obras también incorporan el legado de las artes expandidas de los años setenta, incluyendo a menudo una espacialidad que remite al minimalismo.

Desde mediados de los años ochenta el universo de Muñoz introduce sus llamados “suelos ópticos”, cuya geometría dibuja espacios infinitos e ilusiones visuales. No en vano el creador amaba la obra de los arquitectos Bernini y Borromini, que jugaron a ampliar el espacio con trampantojos y juegos ópticos.

Decía creer que “a los grandes artistas del Barroco se les pedía lo mismo que a los artistas modernos: construir un lugar ficticio, hacer el mundo más grande de lo que es”.

A menudo Muñoz construye fragmentos de teatros. En El apuntador (1988), la figura de George, un hombre con displasia ósea, ocupa el lugar de quien recuerda el texto de una obra a los espectadores. Sin embargo, este se encuentra ante un escenario vacío donde solamente hay un tambor silencioso.

Amaba la obra de Bernini y Borromini, quienes ampliaron el espacio con trampantojos y juegos ópticos

Como en la vida, nadie nos dice cuál es el guion. Si el mundo es un teatro, es un teatro del absurdo. La escena hace pensar también en el cineasta David Lynch, quien al parecer recibió la influencia del artista madrileño. Muñoz afirmó haber querido “crear una casa de la memoria, la mente que nunca se ve pero que siempre está ahí”.

A lo largo del recorrido contemplamos un catálogo de personajes ensimismados que participan en escenas congeladas en el tiempo y poseen un misterio insondable. Figuras asiáticas cuyo rostro repetido está tomado del molde de un único busto art nouveau. Acróbatas, cuyas facciones se corresponden con las de una escultura de un rey egipcio del siglo IV a.C. a la que rompieron la nariz para quitarle su poder espiritual.

Juan Muñoz: 'Cinco figuras sentadas', 1996. Foto: Museo del Prado / Luis Asín

Juan Muñoz: 'Cinco figuras sentadas', 1996. Foto: Museo del Prado / Luis Asín

La presencia reiterada de dos personas con displasia ósea, Jorge (bautizado como George en la obra del artista) y Sara, sirvieron de modelo a Muñoz. A todos ellos les rodea un sonoro silencio, un ruido ahogado, hecho de carcajadas o gritos que no podemos oír y complicidades entre las esculturas que nunca incluyen al espectador ni en su mirada ni en su ademán.

Como espectros, parecen habitar en otro universo paralelo al nuestro. Y a pesar de ser visible, su mundo nos resulta impenetrable. Dice la leyenda que una de sus piezas que forma parte de la colección del Museo Reina Sofía era uno de los objetos que por las noches movía Ataúlfo, un supuesto fantasma que habita el edificio.

La propia noción de la memoria tiene algo de fantasmagórico: está hecha de los pasados que habitan nuestro presente. Las gradas con las que comenzaba la exposición nos remiten a proyectos de espacialización del tiempo como el Teatro de la Memoria del humanista italiano Giulio Camillo, quien en el siglo XVI concibió una arquitectura ficticia para clasificar todo el conocimiento disponible en su momento.

Estas afinidades podemos verlas en la biblioteca del artista, una parte de la cual ha venido a la muestra como en una serie de notas al pie. Sin embargo, seguir el rastro de las referencias no nos lleva a resolver la ambigüedad indescifrable de las esculturas de Muñoz, cuyo sentido se sitúa más bien en ayudarnos a aceptar que el signo de puntuación de nuestra existencia siempre será el interrogante.