Image: La vida verdadera de Ramón Gaya

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Arte

La vida verdadera de Ramón Gaya

Antes de morir, el historiador Alfonso Pérez Sánchez, pidió que le colocaran frente a él, en un atril, el libro del pintor a quien tanto había admirado

8 octubre, 2010 02:00

Gaya en Roma, en 1992. Homenaje a Margarita van Eyck y autorretrato, 1996. Fotografía: J. Ballester

El historiador del arte Alfonso Pérez Sánchez aún llegó a ver publicada la Obra completa de Ramón Gaya, aparecida ahora hace tres meses. Quien lo cuidó esas últimas semanas, conociéndolo bien y conociendo el aprecio que el profesor sentía por el pintor, le llevó ese tomo de los escritos ejemplares de Gaya como un regalo escogido. Pérez Sánchez, ya muy enfermo, lo sostuvo en sus manos, lo abrió, lo hojeó de modo somero y, sin fuerzas ya para otra cosa que mirarlo, le pidió a su amigo que, con el fin de tenerlo a la vista, lo colocara en un pequeño atril frente al lecho del que ya no se levantaría.

Y allí se estuvo ese libro unos días más, velando, se diría, la agonía de aquel hombre que, muchos años atrás, había hecho de Gaya uno de los elogios más generosos que haya uno oído a nadie de ningún colega, ya que lo refería Pérez Sánchez no a la pintura de Gaya, por la que sentía la mayor estima, sino por aquellos escritos sobre unos pintores (Tiziano, Velázquez, Murillo) de los que él, como estudioso decisivo y director del Prado, se había ocupado a menudo. Se lo oímos en una conferencia en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Dijo textualmente: "Ramón Gaya es un gran pintor, uno de los más grandes, pero es, además, el escritor sobre arte más importante que ha tenido España en todo el siglo XX".

Si se refirió a él como "uno de los más grandes pintores", sin entrar en detalles, fue, creo, para poder afirmar a continuación, con la autoridad propia de quien sabe de lo que habla, que, como escritor sobre arte, era "el más importante", situándose él mismo, Pérez Sánchez, al fin y al cabo escritor sobre arte también, en lugar subalterno. Y no fue tanto que en esa afirmación estuviese Pérez Sánchez aludiendo a otros autores (era evidente que estaba pensando en Ortega y Gasset y su literario ensayo sobre Velázquez), sino a la condición de quien había hablado del arte desde un puro sentir, sin mayores apoyaturas en la erudición, la historia o la ciencia, como es habitual en la universidad, los museos o la especialización. Y habló Pérez Sánchez acto seguido de algo que cuantos se han asomado a las pinturas y los escritos de ese creador único que ha sido Gaya podrán señalar como fuente de todo su quehacer: la vida.

En efecto, no encontraremos ni una pincelada ni una palabra en la obra de Gaya que no haya tomado de la vida antes de serle devuelta a la vida nuevamente, pues el arte es naturaleza, nos dirá una y otra vez, y o es vida natural expresada con naturalidad, o no es nada, o menos que nada aún, ese arte artístico, cultural o culturalista que acaba banalizando el arte.

En un siglo como el suyo, ese siglo XX al que se refería Pérez Sánchez y que ha sido por antonomasia el paraíso de las banalizaciones (la del mal dio origen a las vanguardias políticas, bolcheviques o nacionalsocialistas, que condujeron al holocausto y al gulag; y la del arte, a todas las vanguardias que han vaciado de sentido, y por tanto de sentimiento, al arte, para poder llenar los museos de todos los "sustos baratos" a los que se refirió también el propio Gaya), la voz única de Gaya fue inaudible al principio, sí, pero, a medida que ha pasado el tiempo, ha acabado siendo más y más reconocible, elocuente y seductora para todos aquellos que se atreven a saber, a sentir y a decir las cosas, aunque sea como las dijo siempre él mismo, "con la voz apagada" (la expresión es de su amigo Bergamín), lejos de toda esa gritería propia de las sectas y de ciertas historiografía y crítica del arte.

Como era de esperar, éstas han tratado de hacérselo pagar (no "entró" en el Museo Reina Sofía sino por la puerta de atrás, después de muerto a los noventa y cinco años y con un cuadrito vanguardista y circunstancial de sus dieciocho), sin comprender desde luego que la moneda que unos y otros manejan, creadores e historiadores y críticos, suele ser distinta. "Lo más patético del crítico de arte -de música, de poesía, de pintura- no es tanto que se equivoque y no entienda, sino que entiende de una cosa que… no comprende", nos dirá, y aunque Gaya lo expresó de una manera menos belicosa que Tolstoi ("crítica es cuando los tontos hablan de los inteligentes"), es evidente que al expresarlo de ese modo habrá fidelizado la hostilidad de algunos unos cuantos años más, traducida en ataques rabiosos o en ninguneo, tanto da. Pero a quien, vivo, le importó poco la corriente general (pudo decir con Leopardi que "el olvido cae sobre el que a su propia época ofende"), ¿qué pueden importarle ahora, cuando vive su verdadera vida en las obras que dejó, estas pequeñas cuitas nuestras? Y lo que dijo, no por estar dicho a destiempo y a redropelo dejó de decirlo suavemente, sin dogmatismo y con la serena expresión de los clásicos. Así lo sintió acaso su amigo Pérez Sánchez, pidiendo hace unas semanas tenerlo cerca de sí en el momento más comprometido de su vida, y así nos gusta recordarlo ahora.

Pintor y poeta marcado por el exilio, Ramón Gaya nació en el Huerto del Conde, en Murcia, el 10 de octubre de 1910. Amigo de Luis Cernuda, José Bergamín o María Zambrano, se exilia a México tras la guerra civil y no volverá a España hasta 1960. Pero fue durante los años 80 y 90 cuando se suceden los reconocimientos y las exposiciones antológicas: en el Museo de Bellas Artes de San Pío V en Valencia en 1984, el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid en 1989 y el IVAM de Valencia en 2000. Obtuvo la Medalla de Oro a las Bellas Artes (1985) el premio Nacional de Artes Plásticas (1997) y el premio Velázquez (2002). En octubre de 2005 fallece en su casa de Valencia, a los 95 años.