Image: ¿Han desertado las musas de nuestros museos?

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Arte

¿Han desertado las musas de nuestros museos?

17 mayo, 2007 02:00

Foto de archivo

El Día de los Museos se celebra mañana en todo el mundo. El Museo no es ya lugar privilegiado ni órgano legitimador, pero sigue centrando la opinión de todos: políticos, artistas, profesionales y aficionados. Román Gubern, catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona, analiza para El Cultural la situación de estos espacios convertidos hoy en centros sociales, al vaivén de las polémicas.

Decididamente, los parques temáticos y la realidad virtual inmersiva están mordiendo espectacularmente el terreno al modelo de museo tradicional, descendiente de aquel Museo Británico fundado en 1753 en Londres, depositario de un patrimonio heteróclito, en el que se mezclaban los frutos de la rapiña colonial -desde Alejandría a Atenas- y las donaciones de próceres, como el doctor Sloane o la biblioteca de Jorge III. Su identidad un poco monstruosa se fue formando por agregación, del mismo modo que las capas geológicas erigen una montaña en el paisaje, en este caso en el paisaje de cemento y humo londinenses. Distinto fue el caso del Museo del Louvre, que se alzó erigido en 1791 como primer "archivo de imágenes" público de la historia de la humanidad. Este modelo fue, en realidad, un depósito o almacén que los poderes públicos revolucionarios abrían al pueblo (léase la burguesía ilustrada) para que pudiera admirar los bienes artísticos incautados a la realeza y a la aristocracia en el torbellino social republicano. Se tardó mucho tiempo en organizar racionalmente el interior de esta gran vitrina, agrupando ordenadamente sus piezas por épocas, escuelas o artistas.

Los museos fueron durante mucho tiempo eso que los franceses llaman, tan expresivamente, un bric à brac, un revoltijo de curiosidades en los que las obras maestras de épocas pasadas se codeaban con los orinales de sus majestades. Y todos padecían el pecado original de la agregación compulsiva, de la acumulación de piezas en sus paredes saturadas, de modo que acabaron pareciéndose a una gigantesca colección de sellos postales enganchados en los muros, avasalladores e irritantes por su apiñada densidad para el visitante de aquellas paredes. Quien mejor ridiculizó este modelo acumulativo e indiscriminado de coleccionismo fue Jean-Luc Godard, quien en Bande à part (1964) hizo que sus jóvenes protagonistas ganaran el record de velocidad en su visita al Louvre al recorrer sus salas a la carrera en menos de tres minutos. Faltaban sólo cuatro años para la magna contestación cultural de1968.

Esto se ha terminado y parte de la responsabilidad de esta inflexión procede del "efecto Disneylandia", que desde 1955 fue carcomiendo, como las silenciosas termitas, las bases de tan respetables instituciones culturales. Todo empezó en la era Reagan, cuando muchos museólogos y expertos decidieron que había que sustituir la erudición por el consumo y la cultura por el entretenimiento. Esta mutación era buena para la popularidad mediática de los políticos, patrocinadores, gestores o inauguradores de los nuevos espacios, buena también para las recaudaciones en la taquilla y buena finalmente para las guías turísticas que promocionan las atracciones locales en sus páginas. Y así, por ejemplo, al diseñarse el Guggenheim de Bilbao se decidió conscientemente que el continente iba a ser más importante que el contenido y que su aparatoso caparazón metálico sería el imán que atraería al turismo de masas, en su condición de escultura rutilante al aire libre, como Disnelylania atrae el turismo a Orlando o la torre Eiffel a los peregrinos globales hacia París. Y las colas que dan la vuelta a la manzana, convirtiendo a los propios visitantes en espectáculo y reclamo publicitario para otros visitantes, redondean la operación mercantil.

Creo que la primera vez que tomé conciencia de este fenómeno fue en 2001, cuando visité en el Pompidou de París una exposición titulada Los años pop que, por su puesta en escena, era literalmente una fiesta, en la que se mezclaban Marilyn Monroe y Godard, Andy Warhol, James Bond, las minifaldas de Mary Quant y las piscinas de Hockney, junto a los ceniceros, despertadores, cortinas de ducha, sofás y lámparas de mi juventud. Este impacto colorista y hedonista me trasladó a treinta años atrás, cuando visité por vez primera en mi vida las instalaciones de Disneylandia en Aneheim (California), de las que Terenci Moix decía que sólo se podían visitar si se dejaba al entrar el sentido crítico en la taquilla. Aunque en esta visita descubrí también que los Mickey Mouse o Pato Donald dibujados eran mucho más interesantes y convincentes que sus muñecos tridimensionales y móviles, gracias a los sufridos portadores de sus disfraces. En pocas palabras, que la ilusión era más interesante y atractiva que su simulacro tridimensional y naturalista con vocación interactiva.

He aquí la palabra mágica de la posmodernidad: la interactividad participativa. Un término divulgado por la práctica de la tecnología informática ha acabado por convertirse en consigna y en meta en la arena cultural. Todo el mundo puede participar en la fiesta colectiva. Es algo que no me parece mal en los museos de la ciencia y de la técnica, en los que la verificación empírica de los fenómenos contiene un gran potencial didáctico. Distinto es el caso de los museos artísticos, en donde la consigna es "No Tocar", salvo en las exposiciones para ciegos, en las que los paseantes son invitados a tocar los objetos, como alguna de esculturas que ahora recuerdo haber recorrido en Estados Unidos, con mis ojos velados por las gafas opacas que se entregaban a la entrada.

La fiebre de los parques temáticos y de la realidad virtual inmersiva, para visitantes provistos de un casco visualizador y guantes con sensores, ha hipostasiado la meta suprema de la interactividad. La interactividad, surgida en las elites de los laboratorios, se ha convertido en el juguete de moda para las masas. La contemplación atenta ha sido destronada por la manipulación juguetona del objeto de interés. Pero, ¿cómo podemos interactuar con el autorretrato senil de Rembrandt o con las bailarinas de Degas? Sólo podemos interactuar con sus imágenes a través del sentido de la vista, como hacían nuestros padres y antes que ellos nuestros abuelos. De mismo modo que sólo podemos interactuar con Beethoven o con Mahler a través de los oídos. El fetichismo de la interactividad se ha expandido velozmente en un mundo posmoderno que problematiza el concepto mismo de historia y de cultura y establece la primacía de la individualidad soberana.

Y ante estas modas populares muchos políticos, gestores culturales o comisarios de exposiciones han cedido a la línea de menor resistencia y han subordinado la cultura al espectáculo y la reflexión al sensacionalismo. Este problema ya fue debatido cuando en agosto de 1998 el Museo Guggenheim de Nueva York presentó una controvertida exposición de relucientes motocicletas que convocó hasta cinco mil visitantes. En el marco de aquel debate sobre el comercialismo oportunista en la gestión museística The New York Times diagnosticó: "Los directores (de museos) empiezan a parecer desesperados. Pasan el tiempo cortejando a personajes de la alta sociedad y viudas ricas, esperando a la vez una bonanza de donaciones financieras como la que se produjo en los años ochenta". Es decir, se pretendía retornar a la bonanza de los años en que el reaganismo hizo del mercantilismo la razón de ser de la vida, de la sociedad y de la política. Y desde entonces el panorama no ha cambiado demasiado, sino que más bien ha empeorado, con la ayuda eficaz de las nuevas tecnologías informáticas e interactivas.

Con ello no pretendemos un retorno a un puritanismo represivo y anticuado, pues la cultura no está reñida con el placer, sino con su instrumentalización mercantil y con su trivialización.