¿Cuál fue el secreto de la inmensa eficacia de Cajal? Esa es la pregunta que el doctor Gregorio Marañón se hacía al repasar la segunda edición de su libro: Cajal, su tiempo y el nuestro. La respuesta, para él, era clara: su resorte era el entusiasmo. Su biografía lo confirma, vivió la vida con entusiasmo por aprender, por engrandecer el conocimiento de la biología y por esculpirse para dar la mejor versión de sí. Ese era Santiago Ramón y Cajal.

Nacido en un pequeño pueblecito de Navarra, su infancia y adolescencia estuvieron marcadas por el carácter nómada y exigente de su padre. Sus talentos, porque eran muchos, convivían en un niño curioso, intrépido, travieso y apasionado.

Se podría decir que su mayor afición era el dibujo, tarea a la que se entregaba sin descanso con asombrosa destreza. Cajal quería ser pintor. Su padre quería que fuese médico. Ganaron ambos. Después de licenciarse y doctorarse en Medicina por la Universidad de Zaragoza, desarrolló una sobresaliente carrera investigadora. Pero nunca dejó de pintar.

Todo aquello que observaba en el microscopio, lo pintaba a mano alzada. Gracias a sus dibujos, la ciencia pudo contemplar cómo es el cerebro, cómo se distribuyen las neuronas o por dónde transita la información eléctrica en el tejido neuronal. Los dibujos de Ramón y Cajal son arte que inspiraron e inspiran a artistas de ayer y de hoy.

Después de Zaragoza, se traslada a la Universidad de Valencia, la de Barcelona y finalmente Madrid. Allá donde estuvo destacó por su ímpetu y determinación. 1887 fue un año clave en su carrera, ya que publica un célebre artículo científico que cambia el curso de la historia de la ciencia.

Cajal vivió la vida con entusiasmo por aprender, por engrandecer el conocimiento de la biología y por dar la mejor versión de sí

En aquel momento la comunidad científica asumía que el cerebro estaba formado por unas unidades llamadas neuronas. Eso sigue siendo así, nuestro cerebro está formado por 86 mil millones de neuronas. Pero se asumía la teoría reticular, que suponía que las neuronas estaban pegadas unas a otras, como un continuo.

Esto lo defendían, entre otros, el investigador Camilo Golgi, conocido por descubrir una técnica de tinción que permitía “teñir” el cerebro marcando así sus confines. Sin embargo, Cajal intuía el cerebro de otra forma. Se lo imaginaba como uno de esos bosques que a él le gustaban tanto.

El bosque está formado por árboles, recordaba Cajal. Si uno ve el bosque desde arriba, sobrevolándolo, podría concluir que el bosque es un continuo de árboles ya que sus copas se solapan. Diría, acertadamente según su examen, que los árboles están pegados unos a otros. Eso es lo que proponía la teoría reticular. Pero no es así. Los árboles son independientes unos de otros, aunque estén muy juntos. Esa era la propuesta de Cajal.

Para poder demostrarlo Cajal se decidió por investigar el cerebro de los embriones. Así, al estudiar un bosque joven, sería más fácil comprobar que los árboles están separados. ¡Eureka! En 1889 Ramón y Cajal presenta sus resultados en el congreso de la Sociedad Alemana de Neurociencia. De ahí al prestigio mundial. En 1906 gana el premio Nobel de Medicina, que comparte con Camilo Golgi.

Pero Cajal iba mucho más allá de las neuronas. Era un apasionado de otros campos científicos, pero también de la filosofía, la literatura y las artes en general. Era un sabio de los que reconocen su responsabilidad social. Decía en una de sus charlas de café, en Madrid, que “solo merecen la gloria quienes, mediante su acción inteligente y altruista, embellecieron, mejoraron y esclarecieron algo del mundo que habitamos”. Ramón y Cajal merece la gloria.