En aquel Milán del siglo XVI nació Giuseppe Arcimboldo, uno de los grandes pintores y dibujantes de nuestra cultura. Creció en el estudio de su padre, inmerso en el arte de los mosaicos y vitrales, lo que despertó en Arcimboldo la curiosidad por comprender qué compone cada objeto, cada persona. Al fin y al cabo, todo está compuesto por algo más pequeño, que lo define y lo conforma. La forma y la información siempre han estado relacionadas.

Ya de joven, Giuseppe comienza su formación artística en diferentes ciudades europeas, como Viena o Praga donde llega a convertirse en pintor de cámara de la corte imperial. Poco a poco su estilo fue convergiendo hacia la originalidad, reflejando su interés por la anatomía humana, la naturaleza y la relación entre el hombre y el mundo que le rodea.

Hasta que un día llegó a una genial idea: pintar un rostro humano formado por frutas y verduras. Pero la originalidad era aún mayor. Si se daba la vuelta al cuadro, el retrato se convertía en un bodegón de frutas y verduras. ¿Es una cabeza o es un frutero? Según se mire. Eso mismo podríamos preguntarnos hoy. ¿Es nuestra cabeza una cesta de frutas y verduras?

Hace un par de décadas la Universidad de Cork, en Irlanda, presentó unos descubrimientos que hicieron estallar los cimientos de la neurociencia. Según sus estudios, lo que sucede en el intestino afecta a nuestro cerebro. Es decir, la actividad neuronal depende de la intestinal, y por tanto de aquello que ingerimos. Así que aquellas frutas, verduras o alimentos en general tienen su reflejo en nuestra “cabeza”.

La clave está en las bacterias. Dentro de nuestro intestino vive un complejo ecosistema de microorganismos, compuesto principalmente por bacterias, hongos, levaduras y algún virus. Es la famosa microbiota. Estos diminutos seres son imprescindibles para nuestro buen funcionamiento, ya que contribuyen a la regulación del sistema hormonal, inmune y por supuesto el sistema nervioso. Tal es su número e importancia, que hay quien duda de si somos más bicho que persona, ya que tenemos hasta cien veces más microorganismos que células propias.

La microbiota afecta a nuestra capacidad de aprendizaje, estado de ánimo y hasta la percepción del dolor

Los pioneros estudios irlandeses mostraron que la microbiota afecta a nuestra capacidad de aprendizaje, estado de ánimo y hasta la percepción del dolor. Si la microbiota está desequilibrada los golpes nos duelen más. Arcimboldo lo intuía, o quizás lo sabía. Nuestra cabeza se puede describir con los alimentos. O al menos en parte.

Los microorganismos de nuestro intestino regulan los niveles de estrés y hasta nuestras relaciones. Esto no debe sorprendernos, una mesa y un puchero son el lugar de encuentro por excelencia. Sin embargo, uno de los principales retos científicos es descifrar en qué procesos mentales influye lo que suceda en el intestino.

Lo que sabemos hasta ahora, es que la microbiota intestinal es clave para la salud mental. Cuidar la dieta, hacer ejercicio de forma regular o seleccionar bien el entorno conllevarían una microbiota más diversa y saludable, y esto suele acompañarse de mejores recursos neuronales. Una vida marcada por el estrés, por la “comida basura” o una actitud sedentaria deterioran el ecosistema intestinal.

La microbiota es, por tanto, un espejo de nuestro estilo de vida. En ello se apoya la medicina preventiva que hoy desarrollamos, y cuya principal fortaleza es la responsabilidad individual, la voluntad de elegir un hábito saludable frente a otro. Debería ser casi obligatorio cuidarse.

Cuando Arcimboldo se imaginaba una cabeza que al girarla se torna en cesta de alimentos, nos invita a mirar y reflexionar de qué estamos hechos. Al mirar, quizás nos sorprenda nuestra propia cesta.