El otoño ya estaba bastante avanzado. Las hojas amarillentas comenzaban a amontonarse y pudrirse. Los pasos del caminante se acompañaban del crujido de las hojas secas. Era un día cualquiera en el otoño de finales del siglo XIX en el bosque del Château de Marly, en Francia.

Meses antes, el pintor Camille Pissarro se había instalado, de nuevo, en esa región a las afueras de París, no muy lejos de Versalles. Acababa de regresar de Inglaterra, donde había residido para escapar de la guerra franco-prusiana. Ardía en deseos por volver a pintar aquellos paisajes naturales, donde reflejaba con maestría los efectos de la luz en los caminos que atraviesan los bosques. Así se lo habían enseñado los maestros de Barbizon, una prestigiosa escuela francesa de paisajistas.

Camille Pissarro es hoy considerado uno de los padres del impresionismo. Nacido en París en julio de 1830, su obra se centra principalmente en retratar la vida campestre francesa y sus paisajes. Entre sus discípulos más destacados se encuentran Paul Cézanne, Paul Gauguin o Mary Cassatt.

En 1871 pinta el cuadro El bosque de Marly, hoy expuesto en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid. La obra muestra un tramo del camino que recorre el bosque, visto desde Porte du Phare. Y lo hace con sutiles toques de pincel, logrando transmitir las migajas de luz que reposan en las hojas y acompañan al caminante.

En el cuadro se distinguen cuatro siluetas, mujeres todas ellas, que pasean curiosas o laboriosas por el bosque. Podríamos suponer, sin mucho riesgo de equivocación, que alguna de ellas rumiaba en su interior algún conflicto sentimental. Presa de la emoción, su diálogo interior giraba de forma casi obsesiva en la reconstrucción o imaginación del enfrentamiento o del duelo. Lo que, seguramente, ella desconocía es que el bosque estaba paliando su dolor.

Haber paseado por el bosque añade menos leña al fuego emocional. La reacción del cerebro ante una tensa situación será más moderada

Precisamente en otoño, pero del año 2022, el instituto de investigaciones para el desarrollo humano Max Planck de Berlín publicó un estudio científico que relataba los beneficios cerebrales y psicológicos de un paseo por el bosque. Su experimento era bastante sencillo, consistía en comparar los cerebros de las personas que pasean por un bosque con los de aquellas que recorren una transitada calle de la ciudad.

Las pruebas de neuroimagen mostraron que caminar durante una hora por un paisaje natural, en este caso un bosque, pero bien podría ser un tupido parque, reduce la actividad del área cerebral amígdala y, con ello, la sensación de ansiedad y estrés.

Pero el experimento era aún más complejo. Después del paseo, por el bosque o por la calle, sometieron a los participantes a una situación emocionalmente intensa, y evaluaron la respuesta neuronal al conflicto. Haber paseado por el bosque añade menos leña al fuego emocional. La reacción del cerebro ante una tensa situación es más moderada si hemos visitado el bosque. La ruidosa y ajetreada ciudad incrementaría la cantidad de neuronas que dedicamos a la ansiedad.

Este estudio, publicado en la revista Molecular Psychiatry, nos propone los bosques, o los parques, como ingredientes para una buena salud mental. Nos hace reflexionar en la necesidad de espacios verdes en las ciudades, en los colegios, en los centros sanitarios. Tanto Pissarro como la investigación científica actual nos invitan a volver a la naturaleza, a recorrerla con presencia, a respirarla y dejarnos abrazar por ella. La naturaleza como analgésico emocional, tan necesario hoy en día.