La reflexión sobre la realidad, sobre lo real de la realidad que nos rodea, no es nueva. Hace mucho que Platón revolucionó el pensamiento de su generación y de las que lo siguieron con el concepto de que, quizá, lo que entendemos como realidad no fuese más que un reflejo de otra realidad más elevada, más auténtica, a la que no teníamos acceso.

La realidad de los sueños y su relación con la vida y las premoniciones fueron objeto de debate durante siglos. También tenemos la realidad de la memoria, conservada en nuestro cerebro, codificada en palabras, fabulaciones, omisiones; y los sentimientos del pasado, que nos llegan a veces envueltos en el manto de una melodía, de un perfume, del tacto de una tela, del color de una luz. Están también las lecturas, las películas, creaciones artísticas que generan recuerdos en nosotros. Todo eso siempre ha formado parte de la realidad, como los deseos, ilusiones que no se cumplieron.

Lo que ha cambiado es que antes uno sabía lo que había sido real y lo que no, mientras que ahora estamos entrando en un momento del desarrollo técnico y científico en el que la realidad empieza a volverse tan flexible que pronto no conseguiremos deslindar claramente lo real de lo no real. Esa era la pesadilla que nos presentaba Philip K. Dick en muchas de sus novelas. ¿Cómo saber lo que es real, si las fabricaciones son indistinguibles de la realidad que conocemos? Es también lo que le pasaba a Don Quijote –recordemos el episodio de Maese Pedro–, pero, en su caso, el consenso común era que estaba loco. Estamos en la era de la realidad aumentada, la realidad virtual, el metaverso, el deep fake. Como planteé yo misma en un relato hace un par de décadas, las nuevas realidades necesitan adjetivación para distinguirlas de la realidad consensuada en la que nos movemos, la que yo llamé “realidad cero”.

Resulta premonitorio, además de inquietante, que en 1984, la terrible distopía de George Orwell sobre el totalitarismo, ya se plantea un futuro donde la cultura ha sido suprimida y toda manifestación artística ha dejado de existir para ser sustituida por máquinas combinatorias, una especie de inmensos caleidoscopios, que fabrican las novelas que leen los "proles" o las canciones que cantan. En la distopía orwelliana, la realidad se ha convertido en algo maleable, adaptable a las necesidades del Partido, el pasado no tiene existencia efectiva porque se puede alterar, y hay un departamento ministerial encargado de manipular los documentos visuales para hacer desaparecer personas o situaciones que quedaron recogidas en fotos y películas y que, en el presente, ya no convienen.

Con el desarrollo de la intelengia artificial, veremos películas con actores difuntos, realidad por directores clásicos 

En el futuro próximo podremos leer obras nuevas de autores ya fallecidos porque, en el momento en que una IA disponga de todos los textos que escribió en vida esa persona, podrá combinar e inferir qué opinión tendría sobre cualquier tema, crear nuevas tramas y personajes "al estilo de" en una prosa con giros y formulaciones habituales en ese artista. También sucederá en la música, y en las artes plásticas. Incluso puedo imaginar que con las nuevas impresoras 3D podremos tener una nueva escultura de Bernini (o una copia de las existentes), y veremos películas con actores difuntos, realizadas por directores clásicos. Por no hablar de que, con el desarrollo de la realidad virtual, podremos vivir parte de nuestro tiempo en un entorno programado a nuestra medida, donde nuestro avatar, en ese nuevo universo, disfrutará de lujos en esa "realidad" que jamás podríamos permitirnos en la realidad cero. ¿Cómo vamos a enfrentarnos a todo esto?

Elia Barceló es escritora. Su última novela es Amores que matan, un noir mediterráneo, segundo volumen de la serie de Santa Rita (Roca Editorial, 2023).