La poeta gime mariposas negras y acude al entierro de las abejas. Camina con los pies descalzos hasta la consumación de la carne. De pronto, extrae el hierro de su cintura y le dice a quien le acompaña: “Escríbeme por dentro”. Quiere dormir junto a su sombra mientras escucha a los aviones cercanos que lo arrasan todo derramando naranjas viejas. Al final la escritora enmudece y cuenta con cada uno de sus dedos el amor disperso.

Absurdo desdeñar o ignorar a Carmen Verde Arocha, la poeta venezolana que Visor ha despertado en una Antología erizante. Vuelvo a comentar estos versos que me impresionaron. He disfrutado de nuevo como si fuese un dron al volar de un poema a otro, de una metáfora al más lejano adjetivo y procuraré arrastrar al lector hasta el temor y el temblor lírico de esta singular poeta.

De esta poeta que a cada mordedura que recibe responde con un verso. Aviva siempre el fuego blanco cuando está junto al amado inmóvil. El silencio cicatriza sus heridas mientras recuerda la infancia que despertó sobre flores de cayenas rojas. Entre la castidad y la lujuria, la poeta asegura que es sólo un triste camino. Se sienta en medio de la nieve, detrás de las estrellas que la golpean sin piedad.

Anhela entonces el sabor despacio de la lluvia y el olor de los eucaliptos sin hojas mientras el cielo se le viene adentro de los ojos. Le espanta la tarde calurosa como ala de cuervo y se queda sola con sus voces. Para ella la infancia tuvo algo de sepulcro, pero se escapó de tanta oscuridad atrapada en la misericordia de escribir.

La lluvia sigue allí. Está detenida junto a las casas, enternecida por el asombro de los niños que no pueden dormir y se acompaña con el ruido del agua mitigando la congoja y el ahogo. De pronto la poeta se pregunta: “¿Dónde está Dios?”.

Absurdo desdeñar o ignorar a la poeta venezolana que Visor ha despertado en una Antología erizante

Fray Luis de León se queja de la nube temblorosa que se lo lleva para abandonarnos tristes y solos. San Juan de la Cruz, más profundo, pensaba que su ausencia lo llenaba todo y dejaba su cuidado entre las azucenas olvidado. Teresa de Jesús vivía sin vivir en ella y tan alta vida esperaba que se moría porque no se moría.

Carmen Verde Arocha se pregunta desolada: “¿En qué mesa, en qué cielo están descansando mis huesos?”. Y recuerda a su madre, que la llevaba en su barriga todas las mañanas a comer cambures manzanos.

La tierra fue hecha con un pincel tembloroso. La mentira se transforma en una verdad que no lastima los recuerdos. Camina la escritora con pasos oscuros y mirada de cal. Contempla la lluvia y apresa el aroma del primer beso. Sostiene el agua en el aire con sus manos que tiemblan y se esfuerza por desmantelar los árboles hasta las canas para dejar que brote el amor. La cal se apodera entonces de sus sueños y se entrega al oxímoron conceptual: “Nace una anciana de cabellos blancos”.

Sabe que debajo del lago la voz del agua está agotada y que solo la música de Johann Sebastian Bach templará su sufrimiento entre la tocata y fuga en re menor y los conciertos de Brandeburgo. Una laguna de gozo la despierta. Siente las mejillas abofeteadas por el frío. Piensa en que la edad hace la vida dolorosa y que el amor se acuesta en el estiércol de la luz.

Escribe ya con canela fina sus poemas: “El olor de sus manos a verde hierba me sostiene”. Se pincela entonces los labios de durazno. Le lastima la piel. Le asusta la cicatriz de la muerte. Pero no la teme. La poeta desgrana sus versos y apacigua el sentimiento profundo. Y se esfuerza en la espera inútil de vivir, por enamorar a esta muerte que la consume en silencio.