Ni el amor ni la pasión ni el odio ni los celos ni la envidia vertebran este libro de Juan Antonio González-Iglesias. El poeta se abraza a una ciudad: Nápoles. No sé si la describe en verso. Hace, eso sí, una prosa poética de sutil belleza y pensamiento profundo.

Para González-Iglesias, “la certidumbre firme, sin palabras, es lo que permanece”. La armonía con la belleza es la suma de muchos sueños, el árbol encendido en las largas noches. Racimos de uvas azules alegran entonces su aventura urbana.

¿Cuántas vidas –se pregunta– encontraron sentido aquí en la breve eternidad que tenemos? Aquí, es Nápoles. Benedetto Croce firmó la última página de su breviario sobre la belleza bajo los cielos napolitanos. González-Iglesias se alza sobre el filósofo y asegura que “el silencio y el amor son lo mío”. Y camina de la mano de Virgilio por el desorden urbano donde prevalece el destello de las bellas taraceas.

Grecia, la Grecia clásica, se mantuvo siempre en la colaboración inteligente con la naturaleza. El Nápoles milenario lo supera todo. Subraya el poeta la literatura medieval, estable y frágil como una copa de vidrio, y recuerda el estremecimiento de Goethe ante la catedral de Estrasburgo. No olvida a Cervantes ni su Viaje del Parnaso ni tampoco al Quijote cuando “en su urdimbre de magna seda el héroe es armado, se enfrenta a los molinos, vuelve sereno a casa”.

No le falta razón a Luis Antonio de Villena cuando escribe: “Este refinado filólogo es en absoluto moderno. Pero también un claro disidente”. Absurdo, en efecto, clasificar a Juan Antonio González-Iglesias. Se trata de un escritor independiente y sagaz, impermeable a las presiones de los circuitos y a la dictadura de los críticos.

Magnífico libro este de González-Iglesias, 'Nuevo en la ciudad nueva', en el que el poeta da gracias a la vida

Destaca el poeta al referirse a los estudiantes napolitanos el “resplandor adolescente”, lo que le conduce a Federico García Lorca. “Consecuencias de gran belleza –escribe– pueden extraerse de esa totalidad que nos habita”. Se considera él materia enamorada.

Piensa que es el jardín mismo que pisamos, agua de frasco ágil, fuego que ondea en la noche oscura, la misma noche oscura del alma que rindió los versos de San Juan de la Cruz, amada en el amado transformada… Pero vuelve enseguida a Nápoles, “la ciudad que es todas las ciudades”, con sus colores difuminados como las acuarelas de Turner, en la secreta armonía de las cosas.

La razón azul y viva se impone en la prosa poética de González-Iglesias porque en la ciudad que ama “todo se muestra suavemente eterno” y así lo entendía Virgilio en la Eneida, así contemplaba el clásico a “los poetas de excelsa inspiración, digna de Apolo...”.

Magnífico libro este de Juan Antonio González-Iglesias, Nuevo en la ciudad nueva (Visor), en el que le da gracias a la vida por la preservación de lo sagrado, por las cosas que dispone el ser humano cuando es humano, por cada arista de cada columna tan gentilmente dórica, por el sol final que vierte oro y serenidad sobre la tierra.

Y está seguro de que cuando despierte, incluso de la muerte, será cuerpo otra vez, carne que ama, abrazo y beso en la antelación de la belleza, en lo visible e incansable, inquieta plata dispuesta a esparcir el primer tesoro.