El autor austriaco Eberhard Petschinka decidió que Romeo y Julieta despertaran después de cincuenta años. La rivalidad de los Montescos y los Capuletos no dejó que los dos enamorados se amaran y, ya ancianos, resucitan para hablar del amor y la soledad, del temor y el temblor, de la pasión y de la muerte, en un esfuerzo por reconstruir la relación devastada. Soberbio hallazgo literario el de Petschinka, si bien la obra se ve oscurecida a ráfagas por la confusión hasta que las espléndidas escenas finales devuelven al público el estremecimiento teatral.

Ortega y Gasset, primera inteligencia del siglo XX español, desarrolló su idea del teatro durante una conferencia pronunciada en 1946 en el Ateneo madrileño rebosante de público. El teatro es, para el autor de La idea de principio en Leibniz, un edificio, género coral en el que el autor, las actrices, los actores, los directores, los escenógrafos y los figurinistas, junto a los espectadores, se integran en una arquitectura literaria que descarga la reflexión, el interés y el sentimiento.

A José Luis Gómez y Ana Belén les acompañan en el Teatro Español José Luis Torrijo, Jesús Noguero, Irene Rouco, el director sabio Rafael Sánchez, el traductor Luis Carlos Mateo, el director musical David San José, el iluminador Carlos Marquerie, la figurinista Ikerne Giménez y el prodigio de Miriam de Maeztu que lo organiza todo, así como un público expectante rendido a la calidad de la interpretación.

Sigo a Ana Belén desde que empezó. Y con asombro que nunca ha decaído. Es una mujer auténtica, sencilla, solidaria. La he visto en más de treinta obras. Ha desmenuzado a Shakespeare, García Márquez, Eurípides, Vargas Llosa, Séneca, Lorca, Rafael Alberti, Calderón, Zorrilla, Chéjov, Jean Anouilh, Tirso de Molina, Lope de Vega, Cervantes, Molière… y Delaney con sabor a miel.

En este Romeo y Julieta resucitado, Ana Belén es símbolo de sencillez, de naturalidad, de perfecta vocalización, de exacta expresión corporal. Como en la luz de Gamoneda, hay en ella cales vivas en láminas abrasadas, hervor germinal, saliva con yodo y polución de alheña, ebriedad azul y cansancio lleno de pétalos y rosas. La música que nace en sus ojos es la labranza del aire. No penetra en ázimos hurmiento, pero en su corazón que tiembla, mete sus dedos la desgracia de Julieta. Es “la caída en el uno” de Heidegger, la densidad sensorial de la imagen.

José Luis Gómez está reconocido hoy como el primer nombre del teatro español. No se puede interpretar mejor al Romeo anciano. Sesenta años de experiencia rejuvenecen todos los días en la palabra de José Luis Gómez, álamo sonoro, sangre iluminada, académico de la Real Academia Española. El gran actor lo ha hecho todo en el teatro, lo ha dirigido todo, ha demostrado, como afirma Emilio Lledó, el completo dominio del idioma y se ha proyectado internacionalmente en los paisajes pálidos de la tierra y del alma. Es, en fin, José Luis Gómez un sabio del teatro de indiscutido prestigio.

Y regreso al milagro de Ana Belén sobre la escena, con los versos de mi inolvidado amigo Pablo Neruda, porque el sol que hace las frutas, el que cuaja los trigos, el que tuerce las algas, hizo su cuerpo alegre, sus luminosos ojos y su boca que tiene la sonrisa del agua. Ella es la voz suelta y delgada, la actriz inacabable, “dulce y definitiva como el trigal y el sol, la amapola y el agua”.