Emilio Lledó es el más destacado filósofo español, hoy. Su prestigio en la Universidad, lo mismo entre los catedráticos que entre los estudiantes, ha alcanzado cotas insuperables. Sencillo, amable, razonador, inmensamente culto, ojos de centinela, su capacidad para la seducción intelectual alcanza a todos. Profesor en universidades de Alemania, Estados Unidos y España, ha penetrado hasta el fondo en la reflexión sobre el ente. Sus ensayos en torno a la palabra desbordan a Noam Chomsky.

Xavier Zubiri definió en Sobre la esencia la ontología, la metafísica general, como la ciencia del ser en cuanto a tal ser, no reducida a una esfera particular de entes. Martin Heidegger, que por cierto no conocía a Zubiri, afirma lo mismo en Sein und Zeit. Emilio Lledó se ha adentrado en los más varios aspectos de la filosofía. Publica ahora un libro, Identidad y amistad (Taurus), cuya lectura me ha conmocionado.

Nuestro ser individual, nuestro azar en la naturaleza, recae, según Lledó, sobre el ser del lenguaje, némine discrepante. En La genealogía de la moral, Nietzsche reflexiona sobre la palabra. Y lo hace desde el relativismo, Así hablaba Zaratustra, o desde el profundo nihilismo, porque Dios ha muerto. Lledó se plantea lo mismo que Sócrates cuando pregunta a Calicles cómo hay que vivir, y relata a modo de respuesta el pasaje con que Platón ilustra a Glauco, refiriéndose a la tesis de los filósofos reyes. Cita entonces la Ética nicomáquea: “¿Aman los hombres lo bueno o lo que es bueno para ellos?” Cada uno ama no lo que es bueno en sí, sino lo que se lo parece.

La vida consiste para Emilio Lledó, como para Aristóteles, “en sentir y pensar”

La belleza, para Emilio Lledó, memoria del saber entero, está relacionada con lo que se ve y se rinde a la percepción de lo que se es. “Todos los seres humanos están hechos para mirar y saber”, escribió Aristóteles en su Metafísica. Y en el libro que comentamos, el autor profundiza en la metafísica de dos entes particulares: la amistad y la identidad. Describe la calidad humana de Aquiles, cuando Príamo le ruega con voz entrecortada piedad para su hijo muerto y el héroe de la Ilíada, el guerrero de Troya, “se deja conmover por el anciano”.

Discrepante de gran parte de los filósofos de su época, avidez de la ceniza, Schleiermacher atribuye a Aristóteles los Magna moralia y desde ellos Lledó reflexiona sobre el amigo como el alter ego y el amor propio. Los primeros atisbos de la reflexividad y de la mismidad están ya en Platón y Aristóteles. La idea de conocerse a uno mismo se concretó en el Primer Alcibíades bajo la expresión “verse a sí mismo”. La duda zarandea siempre al filósofo, como a Sócrates que le pregunta a Protágoras su opinión sobre la ciencia, “que no afirma, ni nos guía, ni domina”.

Es la palabra la que vertebra la amistad y la identidad. Sin ella, solo existiría un silencio sombrío, una áspera oscuridad interior: “El apagón –escribe Lledó– del ser deslizado ya hacia la nada, una insipiencia, una inconsciencia insuperable”. Cita el autor la égloga IV de Virgilio para definir la paz, “un término vacío que no señala realidad alguna”. Un cineasta de éxito, Buñuel, coincidía con Nietzsche al referirse al olvido que permite pensar que se está en posesión de la verdad, porque se trata, según Lledó, de “una nueva forma de iluminación del propio ser”.

El sentido real de la libertad destierra el agobio y la esterilidad del lenguaje dogmático. “Necesita libertad la palabra para ser comunicación”. Somos lo que hemos ido siendo, “y en este ser discurrido en el tiempo, alcanzamos a ser lo que somos”. No hay que reprimir los deseos. Sócrates descubre en Calicles un claro radicalismo que le sitúa más allá del bien y del mal.

La vida consiste para Emilio Lledó, como para Aristóteles, “en sentir y pensar”. El pensamiento de la oligarquía perturbada no funciona porque “solo ve y entiende lo que le conviene”. Hay que refugiarse en la amistad y reflexionar sobre la propia identidad como se enseña en este libro excepcional que define la profundidad mental de un filósofo sin fronteras: Emilio Lledó.