José Manuel Sánchez Ron está considerado como uno de los más destacados científicos españoles. Es, además, con diferencia abrumadora, el mejor historiador de la ciencia. A diferencia de la mayor parte de sus colegas científicos escribe con claridad. No es farragoso ni distante. Su escritura acredita en él una calidad literaria que supone copiosas lecturas de novela, poesía y ensayo.

Hace treinta años publicó El poder de la ciencia, una historia de referencia, que completó con estudios especializados sobre Albert Einstein, Newton, Marie Curie, Humboldt y Darwin, amén de un utilísimo Diccionario de la ciencia. Se trata de un libro que permite la consulta inmediata de cuestiones y personajes que las redes sociales solo tratan tangencialmente. Publica ahora Sánchez Ron la tercera edición de El poder de la ciencia (Crítica), historia notablemente ampliada de la ciencia en los siglos XIX, XX y XXI. En mil doscientas páginas en cuarto recorre el desarrollo del conocimiento científico que forma una de las cuatro columnas sobre las que se asienta la cultura universal junto a las Letras, las Artes y la Música.

Me gustaría exponer los defectos que sin duda tendrá la gran obra publicada por Sánchez Ron. Sé que, sin crítica, el elogio se empequeñece. Pero me falta conocimiento científico para subrayar defectos u omisiones en obra de tamaña envergadura y me parecería miserable subrayar algunas deficiencias literarias que apenas arañan la solidez del libro publicado.

Establece José Manuel Sánchez Ron el imperio de las ciencias en la época napoleónica, estudia la medicina como ciencia experimental del siglo XIX, dedica espacio extenso a las mujeres en la profesión científica, acentúa los dos Premios Nobel (en física y en química) que ganó Marie Curie y se muestra cicatero con la bioquímica Margarita Salas, discípula predilecta de Severo Ochoa, excelente escritora y compañera suya en la Real Academia Española. Mantuve en su día largas conversaciones sobre ciencia con Margarita Salas. Era una mujer sencilla y constructiva, ajena a toda petulancia, capaz de explicar y que se entendiera incluso “la especificidad anomérica de la glucosa-6-fosfato isomerasa”. El mundo científico internacional reconocía sus estudios sobre biología molecular. Falleció de forma prematura, rodeada del reconocimiento general. Su prestigio no conocía fronteras.

Se recrea Sánchez Ron en su conocimiento de Einstein y su obra gigante. También en Darwin. No olvida a Newton ni a Faraday ni a Pasteur ni a Cajal, ni a mi admirado Planck ni a Heisenberg ni a Crick. Y desarrolla la influencia de las guerras en el desarrollo de la ciencia, haciendo afirmaciones especialmente certeras. Sánchez Ron se refiere a este asunto con prudencia y seriedad. Todas las guerras son atroces. No hay guerras santas ni patrióticas ni justificables. Pero ciertamente aportan a la ciencia investigaciones profundas y progresos indudables.

Se extiende, en fin, el científico historiador en la era digital, la nueva medicina, la revolución del ADN, la mecánica cuántica, la tectónica de las placas, las cartografías genómicas y el Crispr. Y resalta la irrupción de China en la vanguardia científica actual, subrayando sus hallazgos en el Verschränkung, el entrelazamiento vislumbrado por Schrödinger en 1935, es decir en “la propiedad de que dos partes de un sistema cuántico están en comunicación instantánea, sin importar la distancia que las separe, de manera que accionar sobre una parte tiene efectos instantáneos en la otra”. En su célebre carta a Max Born en 1947, Albert Einstein se refirió a esta cuestión. José Manuel Sánchez Ron, en el mejor hallazgo, tal vez, de su libro, afirma que se abre así el camino hacia una “internet cuántica”.