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Ciencia

El ojo y la retina, Cajal y Darwin

El historiador de la Ciencia y académico aborda la fascinación del Nobel por los mecanismos que rigen la vista, ante los que sintió "flaquear" su fe darwinista

8 noviembre, 2021 07:00

Mucho se ha escrito sobre Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), con frecuencia explotando su libro autobiográfico, Recuerdos de mi vida, cuya primera edición apareció en 1901 y que completó en 1923 añadiendo una Historia de mi labor científica (esta versión competa la reeditó Crítica en 2006). Se publica ahora una nueva biografía del gran histólogo: Santiago Ramón y Cajal. Maestro, científico y humanista (Alianza), de Francisco Cánovas Sánchez, historiador y profesor universitario. Se trata de una buena revisión de la biografía de Cajal que, aunque no añade demasiado a lo que ya se conoce de él, se justifica porque ayuda a mantener el interés y el conocimiento de quien, sin duda de ninguna clase, ha sido el científico más importante de la historia de España. Incluye, además, una pequeña selección de atractivos escritos de Cajal de carácter general.

La retina cautivó siempre a Ramón y Cajal. En su sentir, la vida no alcanzó jamás a forjar una máquina de tan sutil artificio como el aparato visual

Al igual que otras biografías de don Santiago, la mayor parte se centra en su variopinta vida, dedicándose únicamente dos capítulos a su ciencia, el V (“Los años decisivos: el descubrimiento de la teoría neuronal y la transmisión del impulso nervioso”) y el VI (“La culminación de la labor científica y el reconocimiento internacional”). Siendo como son de agradecer estos capítulos, en los que aparecen algunos de los médicos, citólogos e histólogos más prestigiosos internacionales, como Golgi, Kölliker, Von Gerlach, His, Retzius o Waldeyer, se echa de menos el profundizar en sus aportaciones, pues solo así, conociendo bien la obra de los “interlocutores” de Cajal, se puede apreciar realmente qué es lo que logró el maestro de Petilla de Aragón. Pero esto, estudiar con detalle las relaciones que Cajal mantuvo con la comunidad neurocientífica de su tiempo, es algo que está por hacer.

Me ha alegrado especialmente que Cánovas Sánchez no se haya olvidado de las investigaciones de Cajal sobre la retina, “el más antiguo y pertinaz de mis amores de laboratorio”, y que mencione explícitamente la serie de artículos que bajo el título “La rétine des vertébrés” publicó sobre este tema a partir de 1892 en la revista La Cellule. Precisamente, la benemérita editorial del Consejo Superior de Investigaciones Científicas acaba de publicar una traducción al castellano de la versión, actualizada, de ese trabajo, que se publicó en 1933 con ocasión del XIV Congreso Internacional de Oftalmología celebrado en Madrid: La retina de los vertebrados. Santiago Ramón y Cajal. Traducido y editado por Nicolás Cuenca, catedrático de Biología Celular en Alicante, y Pedro de la Villa, catedrático de Fisiología en Alcalá de Henares, este primoroso volumen incluye también los prólogos que acompañaron a las traducciones al alemán (1894) y al inglés (1972), así como el trabajo, “Los problemas histofisiológicos de la retina” que Cajal presentó al congreso de 1933, más unas imágenes de las células retinianas realizadas por los editores utilizando las preparaciones de Cajal.

En su introducción, Cuenca y De la Villa citan un pasaje de las memorias de Cajal en el que quiero detenerme. Reza como sigue: “El tema [la retina] me cautivó siempre, porque, en mi sentir, la vida no alcanzó jamás a forjar máquina de tan sutil artificio y tan perfectamente adecuada a un fin como el aparato visual. Por raro caso, además, la naturaleza se ha dignado emplear aquí resortes físicos accesibles a nuestro entendimiento. Ni debo ocultar que en el estudio de dicha membrana sentí por primera vez flaquear mi fe darwinista (hipótesis de la selección natural), abrumado y confundido por el soberano ingenio constructor que campea, no sólo en la retina y aparato dióptrico de los vertebrados, sino hasta en el ojo del más ruin de los insectos”.

El miedo que Cajal sentía por perder su fe en la teoría de la evolución de las especies de Darwin, surgía de pensar cómo habría sido posible que una estructura tan compleja como el aparato ocular hubiera sido el resultado de procesos evolutivos. Esta cuestión era tan obvia e importante que el propio Darwin la consideró en El origen de las especies (1859). Cito lo que escribió ahí: “Parece completamente absurdo –lo confieso abiertamente– suponer que el ojo, con sus inimitables mecanismos para enfocar a diferentes distancias, admitir diversas cantidades de luz y corregir la refracción esférica y cromática, pudiera haberse formado por selección natural. No obstante, la razón me dice que si se ha demostrado que existen numerosos grados, desde un ojo perfecto y complejo a uno imperfecto y simple, todos ellos útiles para su dueño; si, además, el ojo varía siquiera ligeramente y las variaciones se heredan, como ciertamente ocurre; y si estas variaciones o modificaciones en este órgano son útiles para un animal en condiciones de vida cambiantes, entonces la dificultad en creer que un órgano perfecto y complejo pudiera formarse por selección natural, aunque insuperable en nuestra imaginación, difícilmente puede considerarse real. De qué manera un nervio llega a ser sensible a la luz apenas nos concierne más que cómo se originó la propia vida, pero puedo señalar varios hechos que me hacen sospechar que todo nervio sensitivo puede hacerse sensible a la luz”.

Darwin era consciente de que para conocer cómo se ha perfeccionado un órgano es imprescindible considerar a sus antepasados en línea directa, y en su tiempo y con relación al ojo, esto era aún imposible: “En los vertebrados actuales –escribía– encontramos sólo una pequeña gradación en la estructura del ojo, y las especies fósiles no nos revelan nada sobre este punto. En esta gran clase, probablemente deberíamos remontarnos hasta más allá de los estratos fosilíferos más bajos que se conocen para descubrir las primeras fases a través de las cuales se ha perfeccionado el ojo”. Continuaba, sin embargo, ofreciendo ejemplos que sostenían su idea de las raíces evolutivas del ojo, para finalmente añadir: “Si pudiera demostrarse que existió un órgano complejo que no se formó mediante numerosas, sucesivas y ligeras modificaciones, mi teoría fracasaría por completo”. Para disgusto de los defensores del denominado Diseño Inteligente, que sostienen que únicamente un Dios todopoderoso pudo crear órganos tan complejos como el ojo, la ciencia ha ido demostrando que la teoría darwiniana se aplica incluso en este caso. Para gloria, y tranquilidad, de Darwin y de Cajal.