—¡Qué alegre y deliciosa sería la vida si pudiéramos librarnos de los contactos humanos! –exclama Henry Wimbush.

Está conversando con el joven poeta Denis Stone, a quien ha invitado a pasar el fin de semana en su mansión campestre.

–Pero ¿y los contactos deseables, como el amor y la amistad? –replica, escandalizado, Denis.

–Los placeres de esos contactos se han exagerado mucho –responde Wimbush–. Me parece muy dudoso que sean semejantes a los placeres de la lectura y la contemplación. Si los contactos humanos han sido tan altamente valorados en el pasado, se debe a que la lectura no era entonces cosa corriente, y los libros eran escasos y difíciles de reproducir. El mundo, recuérdelo bien, está empezando ahora a leer. A medida que la lectura se haga más habitual y se difunda más, cada vez más personas descubrirán que los libros pueden proporcionarles todos los placeres de la vida social sin ninguno de sus insoportables aburrimientos. De momento, la gente que quiere entretenerse tiende naturalmente a reunirse en grandes rebaños y armar barullo, pero en el futuro su natural tendencia será buscar la soledad y la quietud. La ocupación propia de la humanidad son los libros.

Estamos en la Inglaterra de entreguerras. Wimbush, hombre culto y adinerado, expresa a Denis la fatiga que le produce tratar a unos y otros, sin casi nunca sacar nada en limpio. A través de los libros, en cambio, le bastan unas cuantas semanas para familiarizarse con caracteres tan atractivos como César Borgia o el Doctor Johnson, evitándose “el tedioso y desagradable sistema de conocerlos personalmente”.

[Huxley y las sagas científicas]

La escena pertenece a Crome Yellow (1921), la primera novela de Aldous Huxley, traducida al castellano como Los escándalos de Crome. Más de un siglo después, en un mundo caracterizado por la hiperconectividad, da la impresión de que el diagnóstico de Wimbush yerra completamente. El mundo parece haber evolucionado en el sentido contrario al que él pronostica. Pero démosles una vuelta a sus palabras. Puede que resulte exagerado, en efecto, decir que los libros son “la ocupación propia de la humanidad”. Pero no lo es tanto pretender, en la línea de Wimbush, que esa ocupación bien podría ser parecérseles.

Pensémoslo bien. Entre pitos y flautas, la lectura y la contemplación vienen a ser, en la práctica, nuestra ocupación principal. Lo mismo da que se trate de libros o de, pongo por caso, mensajes de Whatsapp o Twitter. La mayoría dedicamos buena parte de nuestro tiempo a leer, además de escribir y, por supuesto, consumir todo tipo de contenidos audiovisuales.

En los libros ya estaba prefigurado, desde siglos atrás, el Metaverso y cuantas construcciones parecen destinadas a obviar
el contacto con la realidad

No anda Wimbush tan errado al suponer que los placeres de la vida social se han exagerado a costa de disimular “sus insoportables aburrimientos”. Consideremos la cantidad de veces que, en una reunión cualquiera, los asistentes prefieren revisar los mensajes de su smartphone que atender a lo que dicen –o a lo que callan– sus compañeros o compañeras. A ratos se diría que, en contra de las apariencias, todos optan, como Wimbush, por abstraerse del “tedioso” trato personal.

El libro fue el primer dispositivo técnico capaz de generar, a través de la lectura, experiencias virtuales. Bien considerado, desde entonces no hemos hecho más que progresar en esa dirección, casi siempre a costa de desplazar de manera creciente el contacto humano. Desde este punto de vista, los libros abrieron a la humanidad un camino no tan diferente al que Wimbush vislumbraba. En ellos ya estaba prefigurado, desde siglos atrás, el Metaverso y cuantas construcciones parecen destinadas a obviar el contacto directo con una realidad de la que se tiende a prescindir. Una realidad que, entretanto, los libros —y puede que esta sea la razón para celebrarlos— han contribuido más que ninguna otra cosa a comprender y disfrutar.