Puede que ningún episodio ilustre mejor el talento cosmético de los artífices de la Transición que el regreso a España del Guernica, el 10 de septiembre de 1981. Los ímprobos esfuerzos diplomáticos empleados para conseguirlo fueron secundados, puertas adentro, por una operación política y cultural de gran calado cuyo objetivo era resignificar el cuadro y convertir su instalación en Madrid en glorioso trofeo del proceso democratizador que protagonizaba el país.

Recordar las resistencias que hubo que vencer para traer de vuelta el Guernica supone recordar de nuevo aquello que hubo que sacrificar en aras de la Transición: la memoria activa de la Guerra Civil y de sus causas, la vindicación de la República, las reclamaciones históricas de la izquierda y de los nacionalismos periféricos.

“En el mural en que estoy trabajando, que titularé Guernica, y en todas mis obras recientes, expreso con claridad mi odio hacia la casta militar que ha hecho naufragar España en un océano de dolor y muerte”, declaraba en 1937 Picasso, autor de Sueño y mentira de Franco, que en 1944 hizo pública su adhesión al Partido Comunista de Francia y que cumplió su promesa de no regresar a España si no se restauraba en ella la República. Esta misma condición fue la que puso siempre a toda iniciativa de llevar el Guernica al país.

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La operación de maquillaje comenzó en los años sesenta, en Estados Unidos, no mucho después de la visita de Dwight Eisenhower a la España de Franco. En la cartela que acompañaba a la obra en el MoMA se leía: “Ha habido muchas y a menudo contradictorias interpretaciones de Guernica. El propio Picasso ha negado cualquier significación política, indicando simplemente que el mural expresa su aborrecimiento de la guerra y la barbarie”.

Se trataba ya entonces de hacer pasar el Guernica poco menos que por una versión gore de la famosa paloma dibujada por el mismo Picasso para el cartel del Primer Congreso Mundial de Partisanos por la Paz, celebrado en París en abril en el año 1949.

Cuando el 'Guernica' llegó a Madrid, había dejado de ser un símbolo de la lucha contra el fascismo para convertirse en emblema de reconciliación

Poco después se sembrarían las dudas acerca de la sinceridad de su adhesión al comunismo. En 1968, el entonces director general de Bellas Artes de España, Florentino Pérez Embid, uno de los impulsores del regreso del Guernica a España, atenuaba las reservas de Carrero Blanco excusando a Picasso de haber adoptado “actitudes políticas estrafalarias, nunca coherentes ni sostenidas durante mucho tiempo, según es frecuente entre los artistas”.

Ya entrada la década de los setenta, cuando, fallecido Picasso, la posibilidad del regreso iba ganando terreno, el principal inconveniente que oponían los herederos del artista era la condición de que el cuadro solo podía ser devuelto a España el día que la República fuera “restaurada”. Hasta el mismísimo Santiago Carrillo salió al paso para vencer esta resistencia: “No tengo ninguna duda de que el artista se refería al restablecimiento de la democracia, que entonces no se concebía de otra forma que a través de una república”.

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A esas alturas, la posibilidad de que el cuadro fuera depositado en la localidad vasca de Guernica, como pretendían los nacionalistas vascos, apenas entraba en consideración.

Cuando el Guernica llegó a Madrid, había dejado de ser un símbolo de la lucha contra el fascismo para convertirse en emblema de concordia y de reconciliación. El editorial del diario El País de ese día se titulaba “La guerra ha terminado”. Íñigo Cavero, entonces ministro de Cultura, declaró: “Hoy regresa a España el último exiliado”.

Un año después, el cuadro instalado en el Casón de Buen Retiro, había recibido un millón de visitas. Entretanto, como vaticinaba con ironía Francisco Umbral en una columna del año 1979, “el rojerío”, decepcionado, había ido quitando las chinchetas de la lámina del Guernica que tenían colgada en su casa.