"La novela que intenta reflejar la vida debe tener las soluciones de la vida”, decía Pío Baroja. La frase sirve bien para explicar la peculiar sintaxis narrativa de este escritor: ese modo tan particular que tienen sus novelas de desplegarse, la forma impredecible en que evolucionan sus personajes.

“La novela en general es como la corriente de la historia: no tiene principio ni fin; empieza y acaba donde se quiera”, añadía el mismo Baroja en otro lugar. Y recordaba la célebre frase de Saint-Real atribuida tantas veces a Stendhal: “La novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino”.

['Los Martes de El Cultural': Pío Baroja y sus enemigos en el Círculo de Bellas Artes]

Stendhal fue uno de los autores más queridos y frecuentados por Baroja, cuya literatura comparte muchos rasgos con la de aquél, por mucho que sus respectivos caracteres se sitúen en las antípodas el uno del otro. La metáfora del camino se corresponde bien con el arte narrativo de Baroja, esencialmente itinerante. Decía Manuel Bueno que Baroja hacía “sus digestiones intelectuales a la intemperie, vagando por las calles”. De ahí que encaje tan bien con él este apunte de Elias Canetti: “Él no escribía sus novelas: las caminaba”. En algo parecido pensaría Ortega cuando decía que Baroja hace de cada una de sus novelas un libro de viajes.

Pío Baroja paseando por El Retiro. Madrid, 1950. Fotografía de Nicolás Muller

Pío Baroja paseando por El Retiro. Madrid, 1950. Fotografía de Nicolás Muller

Es sabido que Ortega y Baroja sostuvieron a lo largo de décadas una cordial controversia en torno al arte de la novela, controversia plagada de malentendidos pero también, por parte del primero, de penetrantes observaciones. Mi preferida, entre todas ellas, es la de que todas las asperezas y las limitaciones de Baroja como escritor las compensa con creces “cierto defecto que no hay” en sus novelas. Ese “defecto que no hay” alude sin duda a la sequedad de su estilo, al hecho de que, en aras de una sinceridad extraña a la moral propia de la obra de arte, el estilo de Baroja se depure de todo lastre retórico y, en su flaca desnudez desprovista de adornos, alcance una suerte de incorruptibilidad.

“Uno va buscando la verdad, va sintiendo odio por la palabrería, por la hipérbole, por todo lo que lleva oscuridad a las ideas. Uno quisiera estrujar el idioma, recortarlo, reducirlo a su quintaesencia, a una cosa algebraica; quisiera uno suprimir todo lo superfluo, toda la carnaza, toda la hojarasca”, hace decir Baroja al protagonista de El mundo es ansí.

“Uno quisiera estrujar el idioma, [...] suprimir todo lo superfluo, toda la carnaza, toda la hojarasca”, hace decir Baroja al protagonista de 'El mundo es ansí'

El haberse acercado a este propósito hacía que Juan Benet reconociera en la escritura de Baroja “el mejor altavoz, para el oído moderno, de toda la ridiculez de cierta retórica castellana, sobre todo la de sus contemporáneos; el más riguroso patrón con el que medir las ínfulas de la épica moderna, el Fiel Contraste de la novela española del siglo XX; y tal vez, también el tronco del que tendrán que partir las ramas de la narrativa que él mismo podó”.

No estoy seguro de que Jon Juaristi pensara en esto, pero a lo mejor sí, cuando, en el acto de homenaje a Baroja que días atrás celebró El Cultural en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, insistía en la cualidad lírica de la prosa barojiana, que según él constituye su principal virtud como escritor. Y digo que a lo mejor sí lo pensaba porque, si bien la declaración suena, de buenas a primeras, chocante, ya sabemos el concepto tan poco inflamado de lírica que tiene el mismo Juaristi. Y porque entre las abundantes novedades a que ha dado lugar, durante este año 2022, el 150 aniversario del nacimiento de Baroja se cuenta la reedición del único poemario que publicó, Canciones del suburbio (edición de Manuel García, Cátedra), que da cumplida cuenta de su afición por las formas populares y por las temáticas más “antipoéticas”, por así llamarlas.

En el mencionado acto de El Cultural concurría también Pío Caro Baroja, sobrino nieto del escritor. De su mano proceden otras dos novedades barojianas aparecidas este año. Una es la oportuna reedición, al cuidado de él mismo, de Familia, infancia y juventud (Cátedra), hermoso texto desgajado del ciclo memorialístico Desde la última vuelta del camino, que se brinda acompañado de un rico material gráfico.

El otro es El cuaderno de la ausencia (de nuevo Cátedra), elegante y emotivo diario de duelo y de evocaciones escrito en el transcurso del año que siguió a la muerte de Pío Caro Baroja padre, cineasta y escritor él mismo, hijo de Carmen Baroja y de Rodrigo Caro Raggio, hermano de Julio Caro Baroja. Disculpen el lío onomástico. Sólo faltaba que Pío Caro Baroja hijo se revelara como escritor para terminar de complicar las cosas.

Me preguntaba yo, durante ese acto de homenaje, si en la vigencia de Pío Baroja –que el mismo Pío Caro acreditaba con cifras concluyentes sobre el número de ejemplares que se siguen vendiendo de sus obras– no ha desempeñado un cierto papel la circunstancia insólita de una dinastía de artistas, escritores, editores e intelectuales que, a lo largo de más de un siglo, no sólo se ha ocupado de mantener vivo el legado familiar de un modo fehaciente y responsable (como siguen haciendo en la actualidad Pío Caro Baroja hijo y su hermana Carmen), sino que además no ha cesado de hacer contribuciones al mismo.

Como sea, da que pensar la ininterrumpida vigencia de Baroja, su envidiable posteridad. Ya lo adivinaba Ortega, a la altura del año 1916: "No sería inverosímil que dentro de cincuenta o sesenta años gentes selectas y curiosas buscasen las huellas, los hechos y los dichos” de Baroja. Y bien, ese plazo ha transcurrido ya. Y así es, en efecto.

Por numerosos que sean sus detractores, la obra misma de Baroja ha sido ininterrumpidamente apreciada y reivindicada por las sucesivas hornadas de narradores españoles

Muy a comienzos de este año, se lamentaba Juaristi en un artículo de las reticencias con que las autoridades españolas han tratado la memoria de Baroja, de quien decía que siempre “cayó mal a todos los sectarios de derecha y de izquierda”. Su individualismo anarcoide y su irredimible pesimismo lo indispusieron con todas las facciones, empezando por el clero y la Iglesia y continuando con los nacionalistas de toda procedencia.

No es de extrañar que quien prodiga en sus escritos palabras como “imbécil”, “canalla”, “estúpido” o “repugnante”, convirtiendo su peculiar idiosincrasia en patrón de toda materia sujeta a opinión, se enajene con facilidad querencias y voluntades. Es difícil atribuir a la figura de Baroja –y eso la hace también, a su manera, incorruptible– ninguna clase de ejemplaridad.

Así y todo, por numerosos que sean sus detractores o quienes se empeñan en juzgarla con displicencia, la obra misma de Baroja –otra cosa es su personalidad gruñona y su ideario voluble y lleno de aristas– ha sido ininterrumpidamente apreciada y reivindicada por las sucesivas hornadas de narradores españoles, por escritores tan representativos y dispares como Cela, como Benet, como Eduardo Mendoza.

Cuesta dar con un caso parecido en una tradición tan llena de repudios y de contestaciones como la española. Una tradición respecto de la cual decía Manuel Bueno que la obra de Baroja –a menudo equívocamente adscrita al realismo, que a su modo pervierte y supera– tiene “un no sé qué de exótico, de distante, que desconcierta”.

De ese desconcierto se nutre la atracción que sigue ejerciendo.