Me gusta cómo conduce Juan Carlos Laviana, para esta misma revista, su sección “Jardines colgantes”, en la que enhebra con swing declaraciones más o menos afortunadas, más o menos lamentables o risibles, proferidas por toda suerte de agentes culturales. No es nada fácil lo que hace, y suele resultar bastante enjundioso.

Semanas atrás citaba unas dramáticas palabras del cineasta ruso Viktor Kossakovsky, quien, a su paso por Pamplona para participar en unos intensos Encuentros celebrados allí recientemente, bajo la dirección de Ramón Andrés, dijo a propósito de la guerra de Ucrania: “En estos momentos, cualquier conversación, cualquier charla que no sirva para parar la guerra, que no sirva para acabar con el derramamiento de sangre, no tiene sentido”.

Pero aquí seguimos todos, hablando de naderías.

“Rusia –añadía Kossakovsky– está viviendo ahora uno de sus momentos históricos más tristes y trágicos, el putinismo, que es posible gracias a los rusos, a todos, y en primer lugar a los artistas rusos: la culpa es también de los artistas rusos porque no supieron convencer a la gente y hacer frente a esta propaganda y esta mentalidad… Yo también soy artista y me considero también culpable, un cómplice de todo lo que está pasando. Me considero criminal”.

Recogía estas frases la periodista Laura Puy en el Diario de Navarra, tras la rueda de prensa que precedió a un diálogo que Kossakovsky mantuvo con su amigo y director de cine ucraniano Sergei Loznitsa. En su crónica, Puy contaba cómo Ramón Andrés intervino para matizar las palabras de Kossakovsky, aduciendo que la culpabilidad que éste achacaba a escritores y artistas es relativa, dado que “todo el sistema está destinado a que la cultura sea un mero entretenimiento”, razón por la que “el artista ha perdido la importancia en cuanto a emisor de un discurso serio”.

Algo semejante venía a decir Juan Mayorga en su discurso en los Premios Princesa de Asturias: que las palabras pueden “declarar una guerra o detenerla”

De eso mismo, sin embargo, es de lo que parecía estar quejándose Kossakovsky: de que artistas y escritores hayan consentido desempeñar el papel de simples comparsas de unos poderes fácticos que emplean la cultura como herramienta de distracción, de enmascaramiento o de legitimación del statu quo.

Las palabras de Kossakovsky me hicieron recordar el imponente discurso sobre “La profesión de escritor” que pronunció Canetti en Múnich en 1976. Está recogido en La conciencia de las palabras, y todos deberíamos releerlo. Constataba entonces Canetti la devaluación que venía experimentando esa palabra, la de “escritor”, y recordaba una extraña anécdota. Se trataba de la nota de un autor anónimo que él mismo había encontrado azarosamente. Llevaba la fecha del 23 de agosto de 1939, es decir, una semana antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, y decía: “Ya no hay nada que hacer. Pero si de verdad fuera escritor, debería poder impedir la guerra”.

Canetti contaba la irritación que, de buenas a primeras, le produjo la nota, que sin embargo, pasado el tiempo, se le antojó que, con toda su grandilocuencia y fatuidad, cifraba de manera insensata el tipo de responsabilidad que debería asumir cualquier escritor que se plantee seriamente su derecho a serlo.

“Cabría recordar aquí –decía Canetti– que también fueron ciertas palabras, una serie de palabras recurrentes empleadas en forma consciente y abusiva, las que causaron esa situación de inevitabilidad de la guerra. Si eso pueden provocar las palabras, ¿por qué no pueden impedir otro tanto? No es extraño que quien frecuenta las palabras más que otros también espere más de sus efectos que otra gente.”

Algo semejante, aunque más a la ligera, venía a decir Juan Mayorga en su reciente discurso en los Premios Princesa de Asturias: que las palabras pueden “unir a un pueblo o dividirlo, declarar una guerra o detenerla”.

Pero si se entiende que así es, se entienden también la exigencia de Canetti y la intransigencia de Kossakovsky.