A ratos perdidos, fui leyendo durante estas últimas semanas la correspondencia entre Gustave Flaubert y George Sand. Fue publicada en 2010 por Marbot Ediciones, en una esmerada traducción de Albert Julibert, autor también de un sustancioso epílogo. En el prólogo, el filósofo francés André Comte-Sponville dice de esta correspondencia que es “muy posiblemente la más bella que haya leído nunca”.

Comparto esta apreciación, que me mueve a considerar la relativa escasez de epistolarios entre hombre y mujer que no sean de carácter erótico o amoroso, sino que, como esta, se desarrollen en pie de amistad (y de igualdad, también). Me viene al recuerdo la correspondencia de Juan Benet y Carmen Martín Gaite (Galaxia Gutenberg, 2011), excelentemente editada por José Teruel, y asimismo extraordinaria. También allí, como en las cartas de Flaubert y Sand, es “ella” quien sale más favorecida, sobre todo desde el punto de vista de lo que cabe entender muy vagamente por ‘humanidad’.

El caso es que he terminado enamorándome casi de George Sand, escritora por la que nunca había sentido un gran interés. Qué mujer sabia, inteligente, bondadosa. Qué personalidad tan atractiva y poderosa emerge de sus cartas a Flaubert, a quien da cien vueltas en el arte de vivir y de pensar.

George Sand se plantea qué tipo de interacción se establece entre el editor y el público. ¿Quién influye sobre quién? ¿Le cabe al editor "educar" al público?

Pero no es cuestión aquí de glosar la riqueza y enjundia de un epistolario que abarca una década, de 1866 a 1876. Me limitaré de momento a destacar el interesante intercambio de opiniones que Flaubert y Sand cruzan a propósito de los editores, con motivo de las quejas que uno y otro comparten acerca de su común editor, Michel Lévy.

Escribe Sand: “Desde el momento en que la literatura es una mercancía, el vendedor que la explota no aprecia más que al cliente que compra, y si el cliente desprecia el producto, el vendedor le dice al autor que su mercancía no gustó. La república de las letras no es más que una feria donde cada uno vende sus libros. No hacer concesiones al editor es nuestra única baza, conservémosla y vivamos en paz, incluso cuando pone mala cara, y reconozcamos también que él no es el culpable. Tendría más criterio si el público lo tuviera”.

A lo que Flaubert apostilla: “O si el público lo forzara a tenerlo, pero eso es pedir lo imposible”.

Flaubert se enreda a continuación en una retórica disquisición sobre cuáles podrían ser los motivos que mueven a un escritor a publicar “en estos tiempos abominables que corren”: “¿Para ganar dinero? ¡Qué ridiculez! ¡Como si el dinero pudiera ser la recompensa del trabajo! […] Queda, entonces, el valor comercial de la obra. Habría que suprimir todo intermediario entre el productor y el comprador…”.

Pero dejemos al bueno de Flaubert con sus jeremiadas, de las que él mismo se ríe, y volvamos a la cuestión que tan certeramente plantea la mucho más sensata y realista George Sand. Me refiero a eso de que “el editor tendría más criterio si el público lo tuviera”.

Una cuestión que invita a plantearse qué tipo de interacción se establece entre ambos, el editor y el público. ¿Quién influye sobre quién? ¿Le cabe al editor “educar” al público? ¿O se limita a modular sus intereses y apetitos? Pero en ese caso, ¿quién los determina? ¿Y qué pinta la crítica en todo esto, si es que pinta algo? ¿Cómo se construye el criterio? ¿O más bien se instruye? ¿Consiste el papel del editor en canalizar las demandas del público o, por así decirlo, en sembrarlas y pastorearlas?

Lo mismo cabe preguntar acerca del escritor y del crítico. Y a los tres –escritor, editor y crítico–, considerar en qué medida es el público el que, sin ellos saberlo, determina su criterio, o al revés.