El Cultural

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Mínima molestia

Yo, él

1 junio, 2020 10:27

Aunque empezó a escribir bastante tarde, con más de cuarenta años, P. D. James decía que siempre quiso ser escritora. Tener que sacar adelante a su familia, debido a la invalidez de su marido, herido durante la Segunda Guerra Mundial, lo retrasó todo. Pero ella supo desde muy pronto, al parecer, que quería ser escritora. Preguntada en una entrevista –la que le hicieron en 1995 para The Paris Review– acerca de cómo lo sabía y cómo pensaba que lo iba a conseguir, contestó:

“Creo que nací sabiéndolo. Ya de pequeña les contaba cuentos llenos de imaginación a mis hermanos pequeños. Vivía en el mundo de la imaginación y hacía algo que otros escritores me han contado que también ellos hacían de niños; me narraba interiormente en tercera persona: ‘Se cepilló el pelo y se lavó la cara, después se puso el camisón…’, como si estuviera fuera de mí y observándome. No sé si esto es relevante, pero sí creo que escribir fue lo que quise casi desde que supe qué era un libro”.

Estas palabras parecen ilustrar ejemplarmente lo que decía Roland Barthes en el prefacio a sus Ensayos críticos (1964), donde hace una aguda caracterización de la problemática relación de los novelistas con el pronombre Yo.

Ese yo en que parece haberse enquistado parte de la narrativa contemporánea no dejaría de constituir una convención más: un él de vuelta. El revés de “Madame Bovary soy yo”, ¿se acuerdan?

Dice Barthes: “Como el niño que dice su propio nombre al hablar de sí, el novelista se designa a sí mismo por medio de una infinidad de terceras personas; pero esta designación dista mucho de ser un disfraz, una proyección o una distancia […] se trata, por el contrario, de una operación inmediata, llevada de un momento abierto, imperioso […] La tercera persona no es pues una argucia de la literatura, sino el acto de institución previo a cualquier otro: escribir es decidirse a decir Él (y poder hacerlo). Ello explica que cuando el escritor dice Yo (lo cual ocurre a menudo), este pronombre ya no tenga nada que ver con un signo indicial, sino que sea un signo sutilmente codificado: este Yo ya no es nada más que un Él en segundo grado, un Él de vuelta (como probaría el análisis del Yo proustiano)”.

Si esta parrafada se les antoja demasiado espesa, regresen a las palabras de P. D. James, que equivalen a una traducción de lo que dice Barthes, en términos intuitivos pero bastante más claros. Y una vez lo hayan entendido más o menos, continuemos con Barthes:

“Si el novelista, como el niño, decide codificar su Yo bajo la forma de una tercera persona, es debido a que este Yo aún no tiene historia […] Del mismo modo que al hablar de sí mismo en tercera persona el niño vive ese momento frágil en el que el lenguaje adulto se le presenta como una institución perfecta [..] el Yo del novelista, para encontrarse con los otros, va a ampararse bajo el Él, es decir, bajo un código pleno, en el que la existencia todavía no cabalga el signo”.

Otra vez un párrafo espeso, me hago cargo, disculpen. Al menos sacado de contexto. Pero qué bonito –no me digan que no– eso de que “la existencia todavía no cabalga el signo”, cualquiera cosa que se quiera entender por ello.

Y bueno, todo esto para sugerir, por medio de Barthes, que ese Yo en que parece haberse enquistado buena parte de la narrativa contemporánea no dejaría de constituir una convención más: un Él de vuelta.

El revés de “MadameBovary soy yo”, ¿se acuerdan?

Dice Barthes que “el problema, para el escritor, no es ni el de expresar ni el de enmascarar su Yo, sino el de darle abrigo, es decir, a un tiempo ampararle y alojarle”.

El Yo del que parecen incapaces de abstraerse tantos novelistas contemporáneos continúa siendo un abrigo, como lo eran esa “infinidad de terceras personas” con que en otro tiempo se designaban a sí mismos.

Sigue siendo una estrategia como otra cualquiera –por muy investida que se presente de sinceridad o de autenticidad– para “transformar su Yo en fragmento de código”.

En la mayoría de las ocasiones, y pese a las apariencias, sigue siendo un signo en el que “todavía no cabalga” la propia existencia. Y sólo en la medida en que es así es literatura