Tarea. Genio, icono, mito, leyenda, clásico. Son palabras y conceptos abaratados por la prodigalidad de su aplicación periodística y coloquial a creadores y obras que no siempre, ni mucho menos, tienen tal cualificación ni merecen tal calificación.

En la historia del cine no hubo que esperar mucho, ni siquiera a la llegada del cine sonoro en 1927, para que un buen puñado de cineastas de diversas latitudes y estilos tuvieran desde el rigor esa consideración. Uno de ellos fue el británico Charles Chaplin (1889-1977).

Desde su debut en Hollywood en 1914 hasta un año antes de su muerte, Chaplin desarrolló una inmensa tarea creativa que dejó un legado de ochenta y cinco películas. Solo once de ellas fueron largometrajes, realizados a partir de El chico (1921), con cuentagotas y extensos intermedios debidos a los avatares inclementes de su complicada vida amorosa, a la persecución política que sufrió en Estados Unidos y al exilio –retorno a Europa– con el que se saldó su cada vez más difícil trayectoria en Hollywood.

Vagabundo. El centenario y la reposición en España de La quimera del oro (1925), nos ha permitido repasar una significativa parte de su carrera en Movistar.

Antes de esa película, su tercer largometraje, y contando con el nivel altísimo de todos los siguientes, Chaplin ya había quedado sobradamente instalado en la historia del cine con sus decenas de cortos y mediometrajes que, desde el mencionado año de 1914, tuvieron como protagonista a Charlot, ese vagabundo con bigotito, bastón, bombín, zapatones y parodia de frac que constituyó su más excelsa creación, así apreciada no solo por el gran público que reía ante sus cómicas, tristes y sentimentales peripecias, sino por infinidad de intelectuales y artistas que vieron en ese hombrecillo un gran símbolo de la condición humana y una formidable expresión del tiempo histórico, social y político en el que surgió.

Charlot, pariente lejano del Pierrot de la comedia del arte italiana, fue mucho más que una máquina de hacer reír

Chaplin, poco a poco, desde la invención e interpretación de su personaje, fue añadiendo la escritura del guión, la dirección, la producción, la composición musical y la supervisión estrecha del montaje de las películas, convirtiéndose en un creador total.

Fueron los años en los que trabajó para las compañías Keystone, Essanay, Mutual, First National y, desde 1918, para United Artists, la gran empresa que creó junto a los actores Mary Pickford y Douglas Fairbanks, en sí misma otra de sus históricas realizaciones.

Procedente del mimo, del music-hall y del teatro de variedades, ese Charlot, pariente lejano del Pierrot de la comedia del arte italiana, fue mucho más que una máquina de hacer reír.

Los gags visuales milimétricos no solo necesitaban de una puesta en escena que jugara con el espacio y el tiempo con enorme precisión, sino toda una filosofía de la vida detrás que Chaplin había adquirido, con dolor, en su durísima infancia de niño pobre, solitario y abandonado en orfanatos y centros de acogida por una madre –ella hizo lo que pudo– mentalmente trastornada y alcohólica y un padre ausente.

Pícaro. Charlot, el vagabundo, es un paria y un pícaro a la fuerza también, que anhela el amor de una chica, disponer de un empleo, una casa y un hogar, pero que, por lo común, se ve rechazado, expulsado y despedido por quienes ostentan el poder y el control: policías, padres que desean un destino burgués para sus hijas, encargados, propietarios de negocios o autoridades varias.

Apaleado física y moralmente por todos, Charlot, que apenas dispone de pequeños interludios de ilusión y esperanza, se toma sus revanchas en forma de pequeños hurtos, trampas, patadas en el culo de sus antagonistas y destrozos.

Encerrado, reprimido o desairado, hambriento y sin una perra gorda, Charlot se compadece de las muchachas desvalidas y de los niños del arroyo y encuentra el modo de seguir su camino, como tantos, en busca de otra oportunidad.