Muchos estarán de acuerdo conmigo si digo que nuestra sociedad da muestras palpables de haberse infantilizado. Aunque se percibe el fenómeno en todas las edades, resulta especialmente visible entre los veinteañeros.

Hubo un tiempo en que la mayoría de los niños, obligados a trabajar ya en la segunda década de sus vidas, no tenían adolescencia. Nació esta etapa intermedia cuando se acordó, para fines educativos, una prolongación de aquella primera ociosidad subvencionada. Tras terminarse en algún momento de la tercera década, el joven debía elegir una persona con quien fundar una casa y un oficio con el que ganarse la vida. Con la doble elección entraba en la fase de la producción y la reproducción.

Este sencillo esquema de psicología evolutiva está cambiando como efecto de una prórroga parcial de la adolescencia. Ahora los veinteañeros buscan porfiadamente oficio pero desestiman tener hijos, lo que retrata a esta generación de la producción sin reproducción: competentes en lo profesional y adolescentes tardíos en lo emocional. Una progresión incompleta desprende el presente aroma general de infantilismo. ¿Es ahora el turno de las lamentaciones del moralista contra el extravío de la juventud? Ni por pienso. En lugar de llamar al linchamiento prefiero ensayar una explicación: el joven presiente que va a vivir de media un siglo –la esperanza de vida aumenta dos meses por año– y tiene mucha menos prisa que antes por entrar en un mundo que, además, ha perdido una parte de su anterior seriedad.

Los veinteañeros buscan oficio pero desestiman tener hijos, lo que retrata a esta generación de la producción sin reproducción

No es osado pronosticar que, gracias a la tecnología, en Occidente se adoptará no tardando la jornada laboral de cuatro días y se liberarán amplias reservas de tiempo libre para el ciudadano en plena madurez. Y otro tanto más tarde. Hasta hace poco, la gente, que vivía hasta los sesenta y cinco años y se jubilaba conforme a la ley a los setenta, se moría trabajando. Ahora, por mucho que en el futuro se retrase la edad de jubilación, desde que ésta se produzca le quedará al jubilado al menos un buen cuarto de siglo. Y gracias de nuevo a los avances tecnológicos, acariciamos la quimera de una bella longevidad sin envejecimiento. Como dijo aquél, la cosa no va sólo de dar más años a la vida, sino más vida a los años.

Estas transformaciones están derogando el viejo adagio hipocrático ars longa, vita brevis. Nuestros jóvenes saborean la perspectiva de una vida larga, cambiante, incierta, necesitada de permanente recreación, exuberante de posibilidades existenciales y emancipada de las servidumbres de los ciegos ciclos biológicos.

Nadie les exonera de tener que tomar en algún momento algunas decisiones trascendentales sobre casa y oficio, pero ya no sujetas a un orden prefijado y externamente impuesto como antaño, sino integrándolas en el proyecto de libre configuración de sus biografías, llamados como están por las nuevas circunstancias a ser artistas de sí mismos y a practicar la autopoiesis, esa confección personalizada de su destino individual. No será cierto para ellos que sólo se vive una vez: vivirán varias vidas sucesivas, contarán con más oportunidades, tendrán tiempo para equivocarse –bendito privilegio– y, aprendiendo de los errores, podrán volver a empezar sin el precio de las consecuencias irreversibles.

Mi padre, usando ese tono de irónica distancia tan suyo, solía pronunciar frases campanudas en ocasiones señaladas. El día que cumplió ochenta dijo: “Entro en una década de la que pocos salen”. Y no salió, pues falleció a mitad de ella. Y, sin embargo, cada día que pasa esa sentencia paterna es, por fortuna, menos válida. Últimamente, la noticia de que ha muerto alguien de su edad nos produce la rara impresión de que su ciclo vital se ha interrumpido antes de tiempo. Si nos parece que el octogenario tiene todavía camino por delante, qué no sentirá el veinteañero antes de empezar a recorrerlo. ¿Infantilizados? Se lo pueden permitir.