Entre un año y el siguiente hacemos balance de muchas cosas: altibajos emocionales, amoríos, cambios laborales y, en el caso de las lectoras empedernidas, también de los libros leídos. Tenemos nuestras listas, nuestras aplicaciones de móvil, nuestros registros: nos aferramos a cualquier cosa que deje constancia de las páginas devoradas, de cierto itinerario intelectual que, cada diciembre, cotejamos con los demás. Ponemos estrellitas, dejamos comentarios, subimos a redes sociales un cartel que reúne las cubiertas de todos los libros que hemos leído en los últimos doce meses.

Hace tiempo que leer dejó de ser únicamente un acto solitario y pasó a ser una manera de definir nuestra identidad. Elegimos y planeamos nuestras lecturas como quien diseña el candidato político perfecto o un perfil de Tinder. Hay libros que cotizan al alza, hay libros que no importan a nadie. Aquello que leemos (y mostramos) informa quiénes somos. O, más bien, quiénes queremos ser; quiénes queremos ser en comparación con los otros.

Con cada comienzo de año me interrogo acerca de mi relación con la lectura. El año pasado no compartí con el mundo mi inventario de libros leídos (aunque disfruto viendo los del resto), pero no puedo evitar elaborar la lista en las últimas páginas de un cuaderno pequeño, negro, discreto, donde anoto desde 2019 el título, autor y editorial de cada libro que termino. Me digo que tiene sentido, que es posible que olvide los títulos si no hago esto. Y es verdad, porque soy despistada y cuando alguien me pregunta qué me ha gustado de aquello que he leído últimamente mi cabeza se nubla y parece que no he leído un libro en la vida.

Pero también es evidente que al elaborar esa lista estoy ejerciendo un acto de vanidad. Con el ansia por intentar leer más que el año anterior muchas veces me olvido de leer mejor. ¿Por qué esta obsesión por la cantidad frente a la calidad? ¿Acaso porque es más fácil comparar números que comparar reflexiones, ideas, impresiones?

Me pregunto qué lugares del engranaje cultural nos ayudan a ser mejores lectores y qué lugares nos animan al consumo rápido, a engullir los libros por miedo de quedarnos atrás en la conversación, a simplemente tachar de la lista (¿qué lista? ¿Quién la decide?) ciertas novedades editoriales o ciertos libros del canon.

A veces parece que la industria cultural conspira contra aquello que de verdad nutre la lectura: la quietud, la calma, la soledad

Está claro que todo va a cien por hora y la industria editorial no es una excepción; las editoriales deben rellenar sus excels de títulos nuevos, alimentar al mercado, a la bestia, a nuestra propia ansia lectora. Pero leer mejor implica de manera inequívoca leer despacio y para hacerlo hay que despojarse del ego, de la carrera, de la competición. Yo, concretamente, de la efímera satisfacción que me produce ver que el número de libros terminados este año es algo mayor que el número del año anterior (por no hablar de la satisfacción de comprobar que he leído más que Pepito Pérez, semi desconocido de internet).

Quizás los pódcasts de prescripción cultural (culpable) y las listas de mejores libros del año sirvan para cribar y seleccionar lecturas que merecen la pena, pero indudablemente también crean necesidades. Cuántas veces los oyentes de los pódcasts culturales les dicen a sus prescriptoras de confianza: “es que no me da tiempo a leer todo lo que recomendáis”, en un tono que a veces es casi acusatorio.

Claro que no da tiempo, apenas nos da tiempo a nosotras. Así, a veces parece que la industria cultural conspira contra aquello que de verdad nutre la lectura: la quietud, la calma, la soledad. Leemos para cumplir objetivos en vez de para, como diría Pau Luque, ensanchar los límites de nuestra comprensión moral. Ojalá este año sepamos leer menos para leer mejor