Franquicia. Cada día llegan a la Redacción correos de editoriales que anuncian con brío “la esperada” nueva novela negra de Menganito con las últimas peripecias del investigador Zutanito. O de Menganita y Zutanita. No doy nombres reales para significar que uno desconoce por completo con gran frecuencia tanto a los autores como a sus personajes, de modo que nada espera de unos ni de otros y, por tanto, juzga las presuntas celebridad y expectativas como algo hiperbólico, propio de las estrategias incentivadoras de la mercadotecnia. Me estoy refiriendo, y aunque el fenómeno de la novela negra es internacional, a obras y autores españoles, que proliferan a mansalva en el género.

Después, uno reflexiona y concluye que si se trata de la segunda, tercera o quinta novela del autor, la correspondiente editorial la publica porque el escritor y su personaje han alcanzado el éxito y cuentan con un público que supone negocio y justifica la continuidad de la apuesta, encaminada al asentamiento de la franquicia. Es uno el que está en las nubes, y no sabe, hasta que se entera, que, según Statista, empresa de estudios de mercado, las novelas negras (y de espionaje) recaudaron en España, en 2021, más de 70 millones de euros, casi tanto como todo el cine español en 2022.

Abrumador. Se observa que las decenas de cultivadores y cultivadoras de novela negra son, en España, tanto autores nuevos que pugnan por establecerse con el género como, junto a los consolidados y sobradamente conocidos por los lectores generalistas, otros muchos con nombre e incluso renombre literario que desean darse el gusto o, más habitualmente, tratar de enderezar una racha de vacas flacas en sus ventas, probando suerte con un palo que vive un momento dulce y efusivo en la industria y el mercado editoriales.

Hace solo unas décadas se consideraba que el estado, el latido y el entramado social de España, cercana la disuasoria dictadura, no era propicio para que el género negro surgiera y calara entre nosotros

Ante lo abrumador de la oferta, no se sabe muy bien si es fruto de la demanda o si ha sido la pertinaz oferta la que, al fin, ha incrementado la demanda. Lo mismo sucede con la efervescencia de la novela histórica, con la que, pese a sus diferencias, mantiene la negra, salvo acreditadas excepciones, algunas coincidencias de fórmula: creación primordial de nutridos y entretenidos artefactos argumentales, con sus giros y sorpresas; estilo redaccional funcional y sencillo al alcance de cualquier lector; ritmo sostenido; intriga e incertidumbre persistentes y lances de sexo, violencia y, por supuesto, crimen.

Semanas. Ahora se está celebrando BCNegra, y son ya muchas las ciudades –Gijón, Getafe, Valencia, Pamplona, Guadalajara, Tenerife, Granada y varias más– que cuentan con festivales y semanas de novela negra, con un calendario que llena de citas todos los meses del año, pone en el mapa a todos esos municipios e incrementa la facturación de hoteles, restaurantes, bares y transportes, mientras da escaparate y pasarela a editoriales, librerías y autores, tentando sin cesar a la industria del cine y la televisión con versiones de esa clase de relatos.

Todo esto es insólito, y más si se recuerda que hace solo unas décadas, y ante la exigua nómina nacional de escritores de novela negra –salvo el foco barcelonés y su escueta réplica madrileña–, se consideraba con toda seriedad que el estado, el latido y el entramado social de España, cercana la disuasoria dictadura, no era propicio para que el género negro –que tiene sus convenciones y sus emblemas– surgiera y calara entre nosotros.

En Barcelona, sí, se decía, con su puerto, su barrio chino y su tejido económico y fabril. Claro que entonces se pensaba en repicar el modelo del detective o policía de la novela negra clásica norteamericana o francesa, pero surgieron también los nórdicos, italianos o griegos, se abrió el abanico de posibilidades, evolucionaron la vida y las tensiones urbanas (y rurales), y ya ha sido un no parar.