Magnífica velada. El otro día estuve en el Museo Universidad de Navarra presentando y comentando en directo el documental mudo Encuentros de Pamplona 1972, del pintor y cineasta donostiarra José Antonio Sistiaga, ineludible testimonio de aquellas jornadas, que siguen coleando estos días con exposiciones (Alexanco, Valcárcel Medina, artistas navarros post-72..) y otros actos. Ojalá hayan leído ya en estas páginas la estupenda crónica personal de Ramón Andrés, comisario del memorable evento de hace un mes que continuó el impacto del celebrado hace medio siglo.

Al día siguiente, acudí al mismo museo a la proyección de cinco cortometrajes de Georges Méliès (1861-1938), con acompañamiento musical en vivo de la orquesta de cámara zaragozana OCAZEnigma. Magnífica velada. ¿Por qué Méliès? Porque sus películas ya se programaron en los Encuentros del 72. Los organizadores –Luis de Pablo y José Luis Alexanco– pusieron a dialogar entonces las últimas muestras del arte más vanguardista con manifestaciones artísticas ancestrales: la danza hindú de Kathakali de Karala, la txalaparta de los hermanos Artze, la música vietnamita de Trán Van Khé, el flamenco purísimo de Diego del Gastor

Infatigable. La cuestión es: ¿hay una conexión oculta entre las formas artísticas más remotas y las vanguardias más renovadoras? ¿Hay en lo que abre el futuro un punto de retorno –pescadilla que se muerde la cola– al pasado más lejano? Va a ser que sí. Recordamos la pasión de muchos pintores y escultores de las vanguardias del primer tercio del siglo XX por el primigenio arte africano, asiático o precolombino. ¿Y Méliès fue vanguardia? Sí, y lo percibimos más cuando vemos hoy sus películas. Quince de ellas pueden adquirirse en DVD en un estuche metálico. También podemos leer sus entusiastas memorias, Vida y obra de un pionero del cine (Casimiro).

Méliès suplió con su deslumbrante inventiva las muy rudimentarias condiciones tecnológicas del recién nacido cinematógrafo

El infatigable y todoterreno Méliès hizo sus más de 600 películas cortas, entre 1896 y 1913, supliendo con su deslumbrante inventiva las muy rudimentarias condiciones tecnológicas del recién nacido cinematógrafo. El cine, quizá por su excepcional dependencia de una tecnología y de una ciencia en diaria efervescencia, ha vivido en poco más de cien años una evolución que a otras artes les ha llevado cientos e, incluso, miles de años. Y, curiosamente, en su edad prehistórica y antigua, se concentraron, como nunca después, sus manifestaciones más vanguardistas, precedentes de la consolidación de su tradición, cuando lo normal es que la vanguardia venga después del clasicismo y la tradición para romperlos.

Pero ahí estuvieron, antes de 1930, en sintonía con sus colegas de otras artes, los cineastas expresionistas alemanes, los revolucionarios soviéticos, los impresionistas y surrealistas franceses y hasta los cómicos norteamericanos del mudo.

Trucajes. Y ahí estuvo, antes que nadie, el director de Viaje a la Luna (1902). Vistas ahora, sus películas son vanguardia pura, sí, cuando en su momento respondían a una tradición del music hall, del teatro de revista y variedades, del ilusionismo y la magia de los cabarés y las barracas de feria. ¿La novedad? Definitiva: Méliès ponía una cámara delante de los espectáculos que concebía al detalle. Y filmaba. Filmaba, con el desconocimiento que entonces había del corte y del montaje, en planos largos y con la cámara quieta. Y con una carta en la manga genial: los trucajes, ingrediente clave de sus películas.

El variopinto cosmos y la cuasionírica fantasmagoría de sus personajes, surgidos de la gran olla de la fantasía teatral, literaria y pictórica, nos seducen y nos divierten hoy sobremanera. Y están vivos en el cine de Tim Burton o, por solo citar dos muestras, en las películas dirigidas (y dibujadas) por Terry Gilliam para los Monty Python.