Cada año, por estas fechas, temo la llegada del correo en el que mi querida Nuria Azancot me pide que escriba un balance de mis lecturas. Es como la declaración de Hacienda: uno siempre teme hacer mal las cuentas. Y es que la impresión que suelo tener es la de haber leído poco o nada, sobre todo en lo que a novedades se refiere.

Ya otros años he tratado de explicarles que buena parte de mis lecturas las orientan los textos de los que me ocupo como editor (ahora mismo Kafka, Sergio Pitol, Sánchez Ferlosio…).

Otra parte importante la acaparan las lecturas determinadas por el compromiso de impartir una charla o de escribir un prólogo (el último, a la insólita, visionaria y descacharrante Sartor Resartus, de Thomas Carlyle…). Luego están los libros que publican los amigos, cuando no –¡maldición!– los manuscritos que uno acepta leer.

Para dar cuenta de mis lecturas del año opté en enero por ir apuntándolas. Y me he llevado una sorpresa. En mi mala memoria, eran muchas menos

Y finalmente la lista interminable de lecturas pendientes, los libros de esa biblioteca imaginaria que uno aspira a completar como lector, y en la que se encuentran clásicos ineludibles (este año Lucrecio, Hebel, Trollope, Gógol, un nuevo Melville, otro Henry James), grandes autores contemporáneos (este año Bernhard, Anna Seghers, Brodsky, Christa Wolf, Salter… ya ven ustedes qué batiburrillo), más aquellos libros que prolongan líneas de interés que uno arrastra desde que era estudiante o con los que va saldando viejas deudas (La Galaxia Gutenberg, de Marshall McLuhan; La musa aprende a escribir, de Eric Havelock; las memorias de Christopher Hitchens; Un hombre, de Oriana Fallaci…).

Confieso que, para enfrentarme al papelón de tener que dar cuenta de mis lecturas del año, opté el pasado mes de enero por ir apuntándolas. Y, la verdad, me he llevado una sorpresa. En mi mala memoria, eran muchas menos. Hubiera jurado que apenas me queda tiempo para leer casi nada. Pero está visto que, entre una cosa y otra, me las arreglo más o menos. Si bien el caudal de lecturas de lo que se entiende por novedades, en un sentido estricto, resulta en definitiva escaso.

[Napoleón y las noches de París]

De hecho, para que me decida a leer un libro recién publicado tienen que concurrir, más allá de las obligaciones de la amistad, algunos de estos factores determinantes: 1) que me sea recomendado con insistencia –por no decir con vehemencia, imperiosamente– por un lector de mi confianza, cuyo gusto y criterio he contrastado; 2) que se trate de la novedad de un autor favorito, de los pocos de los que hago un seguimiento puntual; 3) que, por cualquier razón, a menudo extraliteraria, lo que he oído decir del libro en cuestión me suscite la curiosidad o el morbo; 4) que el libro incida en cuestiones de interés más o menos candente para mí.

Al primer factor obedece mi lectura de El sótano, novela póstuma de Begoña Huertas (Anagrama), que aprecié mucho y ha sido justamente aplaudida. También de Las perfecciones, de Vinzenzo Latronico (asimismo de Anagrama), gélido retrato generacional que, como la desgarradora reflexión de Huertas sobre la enfermedad, superó mis expectativas.

La muerte de Milan Kundera me impulsó a releer ávidamente varios de sus soberbios ensayos sobre la novela

Al segundo factor obedece mi lectura de Santander, de Álvaro Pombo (Anagrama), autor que me gusta incluso cuando no acierta, incluso cuando se distrae o se estrella (por cierto, ¿a qué demonios esperan para concederle de una maldita vez el Cervantes?). También la de La figura del mundo, de Juan Villoro (Random House), libro emocionante que aborda a contrapelo de las tendencias imperantes el asunto de las relaciones padre-hijo. O la de La casa junto al mar, de nuestra amiga –porque es nuestra amiga, ¿verdad?– May Sarton (Gallo Nero), última entrega, por el momento, de su muy, muy recomendable diario.

Al tercer factor mencionado obedece una lectura como la de Soy fan, de Shee-na Patel (Alpha Decay), un sombrío, desgarbado y carcajeante artefacto sobre una relación tóxica atravesada por la adicción y dependencia de las redes sociales.

Y al cuarto, libros como El primer siglo de la literatura española, última lección del siempre magistral Francisco Rico (Taurus); como Cultura y política, apasionante rescate de trabajos dispersos de Raymond Williams (Lengua de Trapo); como Los últimos días de Roger Federer, de Geoff Dyer (Random House), un tratado sobre el envejecimiento, de lectura amenísima y sustanciosa (siempre que sea uno capaz de sobreponerse a la fastidiosa autosatisfacción y a la coquetería que segrega la voz del autor); como El arte del saber ligero, de Xavier Nueno (Siruela), audaz y oportuno ensayo sobre nuestra relación –personal e histórica– con los “demasiados libros”; o como el mínimo e instructivo Un cuento de Navidad, de Alejandro Zambra (Gris Tormenta), sobre sus hilarantes relaciones con quien ha sido el editor-cuidador de buena parte de sus libros.

Esbozo este inventario y me doy cuenta de que de casi todos los libros que vengo enumerándoles les he hablado, de un modo u otro, en las columnas que he ido publicando en esta misma revista. Me remito a ellas para satisfacer curiosidades más exigentes. La verdad es que estas columnas dejan un rastro sesgado pero significativo de mis lecturas, lo que convierte este resumen en una especie
de quizás innecesario sumario.

[Un nuevo macartismo]

Otras razones pueden impulsar mis elecciones. Así, la muerte de un autor al que aprecio suele remover mis ganas de oír su voz, de rendirle un homenaje leyéndolo. Eso me ocurrió con Charles Simic, fallecido en enero, lo que me movió a leer, con enorme agrado, su autobiografía, Una mosca en la sopa (Vaso Roto). También con Milan Kundera, cuyo fallecimiento el mes de julio me impulsó a releer ávidamente varios de sus soberbios ensayos sobre la novela (Tusquets), con los que disfruté y volví a aprender como hace treinta años.

En cuanto a la muerte, el pasado mes de mayo, de Martin Amis, me pilló cuando todavía estaba rumiando –sigo haciéndolo– los dos formidables tomos de sus memorias: Experiencia y Desde dentro (Anagrama), que leí en secuencia el año pasado, lleno de admiración.

Que se cumplieran a la vez 70 años del nacimiento de Roberto Bolaño, 20 de su muerte, 50 del golpe militar de Pinochet y 25 de la publicación de Los detectives salvajes hacía temer que iban a ser numerosas e insistentes las invitaciones a discurrir sobre él, y por este motivo releí algunos títulos de este autor –Llamadas telefónicas, Amuleto– cuyo recuerdo, pensaba, empezaba a empalidecer en mi memoria. Me equivocaba: ahí siguen, intactos, desbordando encanto, con toda su velocidad y su energía, con toda su poesía.

Por cierto que no he mencionado ningún libro de poesía (aunque sí a varios poetas). Pero es que se trata de un género que frecuento de forma tan asidua como caótica, saltando en el tiempo, mezclando tonos, ensayando acordes. Cómo decirles. Así y todo, escribo estas líneas bajo el impacto aún reciente de un poemario anonadadoramente intenso, recién publicado por Ultramarinos: Crush, del norteamericano Richard Siken. No se lo pierdan.

Y aún me queda por terminar, pues empecé a leerlo hace sólo un par de días, El arte de encender las palabras, de Berta García Faet (Barlin Libros), un desinhibido y saltarín tratado sobre “la dimensión conmovedora de la poesía” que por el momento cumple, todo lo alocadamente que era de esperar, las altas expectativas que siempre despierta esta autora.