Opinión

A un río le llamaban Dámaso

Los Alucinados

13 febrero, 2000 01:00

Dámaso ha quedado como el gran crítico del 27. No hay una gran generación sin un gran crítico. Azorín lo fue del 98. Alguien tiene que poner orden y origen en tanta creación

Dámaso Alonso era vecino mío en Costa Fleming y algunas tardes me invitaba a cubata con chicas. Quiero decir que el cubata lo ponía él y las chicas eran las que pasaban por la calle, al otro lado de la verja. "A un río le llamaban Dámaso".

-¿A usted no le gusta ver pasar las chicas, Umbral?
-A mí me encanta ver pasar las chicas, Dámaso.
-Pues entonces aquí vamos a estar muy bien.

A Dámaso le había mandado el médico pasear mucho, y se daba muchas vueltas al barrio, de paso que hacía recados. Yo me lo encontraba en todas partes: en el Banco, en la panadería, en la imprenta... Dámaso, por las mañanas, salía a pasear, en el buen tiempo, como si fuese a la Academia. Pero a una Real Academia del XIX. Sombrero, cuello duro, chaleco, todo. Luego, a medida que daba vueltas al barrio, subía el sol a su sitio y él empezaba a sudar, se iba desamarrando de cosas. El cuello, la corbata, la chaqueta, el sombrero... Algunas veces subía a casa, a mediodía, cuando estábamos comiendo, y me llevaba todos sus libros dedicados. Por ahí se veía la frustración poética de Dámaso Alonso, que es el hombre más inteligente del 27, pero dudoso poeta, por más que quieran salvarle en mogollón. él fue el gran crítico y desempedrador de Góngora, que sirvió a aquellos poetas jóvenes una vanguardia que venía de atrás, pero de poeta poco.

Sin él no hubiera sido posible el 27, por el mundo que alumbró. Con él, tampoco. Aquellos hombres necesitaban a Dámaso como se necesita la droga. él les surtía de sueños gongorinos: "Mariposa en cenizas desatada..."
Gracias a Dámaso, que hizo de sacristán sabio, al 27 se le aparece Góngora, que está incluso en el primer Guillén. Ya he citado en este libro un ejemplo máximo: "óperas de incógnito". Pero Dámaso, inevitablemente, también quería ser poeta, como el pintor necesita ser el pintor, el protagonista, y acaba metiéndose en el cuadro (Velázquez). Hijos de la ira es un libro que quiere estar al día, al viento airado de la posguerra, pero me lo dijo otro gran amigo suyo, otro gran poeta:

-Llama "hijos de la ira" a sus pequeños pecadillos, una masturbación, un pellizco.

Efectivamente, en cuanto a pecados no era Baudelaire. Ni en cuanto a Alejandrinos. Pero un sabio como él, recebado de los clásicos, no podía caer en una poesía erudita, y entonces se fue al extremo opuesto, "los puñeteros mosquitos". Por más que se empeñe, los mosquitos no son hijos de la ira, ni siquiera en agosto. Por otra parte, Dámaso veía venir la poesía social y se apuntó el primero. Es aquello de André Gide:

-¿Por qué se empeña usted, maestro, en que la juventud corra detrás de usted?
-Soy yo el que corre detrás de la juventud.

Dámaso se puso delante con su libro para que la juventud corriese detrás de él, pues ya la veía correr.
Pero su poesía es mala, incluso poesía prosaica (otros la hicieron buena). Dámaso es un gran prosista crítico, narrativo de la literatura, irónico y lleno de gusto ensayístico, pero la poesía no le sale ni en prosa. Buen engaño es eso de la poesía en prosa. Ahí caen todos los que no son poetas y creen que la poesía en prosa es un pantano.

Claro que Dámaso ha hecho también otros libros, otros versos. Así, el soneto Oración por la belleza de una muchacha. Sería un bello soneto si no aportase moraleja. La moraleja es que Dios, que hizo una criatura perfecta, no la hizo eterna. Y esto, en pleno 27, que había huído siempre de toda enseñanza moral.

Le dí a leer mi novela Los males sagrados.

-Está muy bien eso, Umbral, pero no se sabe cuál es la edad exacta del protagonista.

Mi primer juego, como novelista, era haber mantenido ambigua, dentro de unos límites, la edad del niño/adolescente. Esto me permitía ciertos juegos poéticos con el tiempo, pero Dámaso no se había enterado. O no era lector de novela o no entendía la poesía fuera de un soneto, el suyo, tan didáctico. Hasta que un día se murió en su chaletito, rodeado ya de rascacielos, como el de La muerte de un viajante, más los restaurantes japoneses y los bingos. Al velatorio fui con Cela, que le pegó una bronca a Alvear por no haber llevado bien el protocolo de la muerte. Cela venía con el Nobel entre las manos y un sombero negro, duro, que se había comprado para el frío de Estocolmo. Alberti, de gorra marinera, me pidió que le presentase a Cela, y éste, de costadillo, le ofreció dos dedos, "cómo estás, Rafael". Rafael había dicho en la prensa que Cela era un poco joven para el Nobel. Manda huevos.

Como los muerteros tardaban en venir, a Dámaso le rezaron un rosario. Alberti y yo, como no teníamos rosario, anduvimos barzoneando por el huerto. Cuando se llevaron el cadáver, Cela me invitó a llevarme al cementerio en un taxi. Por el camino me dijo que al día siguiente, que había junta, le iban a oir:

-Pero es que mañana es lo mío, Camilo, mi candidatura.

Se quedó callado. Ahora cuenta que nos barrieron en las votaciones. A él le habrían barrido aunque presentase a Larra. Primero les había breado bien breados. Delibes le dijo a Laín:

-Umbral tiene que ser académico.
-Sí, ¿pero por qué a la primera?

Su candidato, Sampedro, lo fue a la primera.

Dámaso Alonso ha quedado como el gran crítico del 27. No hay una gran generación sin un gran crítico. Azorín lo fue del 98. Alguien tiene que poner orden y origen en tanta creación. Mientras enterraban al muerto y Cela reñía a García Nieto, me fui a unos nichos abandonados a mear la diuresis del Whisky del velatorio. Toda la prensa dio mi meada en un nicho. A la sepultura de Dámaso se cayó un espontáneo y casi se cae Eulalia, la novelista esposa de Dámaso. éramos los hijos de la ira enterrando a nuestro padre.