Imagen | ¿Podría caerse internet?

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¿Podría caerse internet?

¿Podría caerse internet? ¿Qué ocurriría en un hipotético apagón? ¿Altamente improbable? ¿Apocalíptico? Recogemos dos visiones que analizan la vitalidad de la red y la corriente que la ha llevado a convertirse ya en un auténtico mito contemporáneo

20 diciembre, 2021 10:20

Antonio Bahamonde
Catedrático de Inteligencia Artificial de la Universidad de Oviedo

La tela de araña que nos atrapa

Cuando en la década de 1960 se estaba creando una red de comunicación entre ordenadores, las líneas telefónicas no eran muy fiables. Por este motivo se diseñó una red resistente a fallos. El método consistía en crear un soporte redundante: debía poder conectar dos puntos usando varias alternativas, esperando que no todas fracasaran a la vez. Incluso se dice que estas precauciones de diseño se hicieron para evitar que a las conexiones les afectase un potencial ataque nuclear soviético; este extremo suele negarse hoy en día.

El planteamiento básico de internet sigue siendo el original, pero se han añadido algunos interruptores que pueden apagar la red en una región. Esto debilita su carácter robusto

La realización práctica de esta red, que se llamó internet, fue una especie de tela de araña (web en inglés). Hoy tenemos claro que, además de la redundancia, la metáfora de la web también señala a su capacidad para atraparnos. Fuimos cayendo entre sus hilos hasta límites que algunas personas se resisten a aceptar. Los móviles, las televisiones, los comercios, la sanidad, muchos entretenimientos y mil cosas más, funcionan gracias a la red de redes.

El planteamiento básico de internet hoy sigue siendo el original, pero se han añadido algunos interruptores que pueden apagar la red en una región. Esto debilita el carácter robusto; aunque podría argumentarse que los interruptores podrían defendernos de ataques maliciosos (tampoco previstos en el diseño inicial). Esta posibilidad ha hecho que en ocasiones se haya apagado la red por motivos políticos (durante un tiempo o de manera permanente) para alguna aplicación. Episodios como la Primavera Árabe marcaron también hitos en los cortes selectivos de internet. Los servicios propios de la red están bajo una cadena de intermediarios dando lugar a las aplicaciones como WhatsApp o Google, entre otras. El usuario no toca la parte más interna de la red que, desde el punto de vista del software se estructura en capas. Así, las aplicaciones, al depender de una empresa (por muy poderosa que ésta sea) pueden fallar y dar lugar a otra forma de caída de internet. Cuanto más complejo sea un sistema informático, la recuperación de sus aplicaciones resultará más costosa. En los últimos meses hemos sufrido algunos episodios de caídas de este tipo. Pero hay más opciones de comunicación y se usan con una estrategia redundante, como en el diseño inicial de la red.

De nuevo, la política actúa a veces en el apagón de algunas aplicaciones. Por ejemplo, en China, Facebook y Google tiene grandes dificultades. Hasta el punto de que ambas aplicaciones han sido sustituidas por versiones locales que suscitan menos recelo en las autoridades.

La propia naturaleza de internet y de sus usuarios dificulta su oscurecimiento total. Un planteamiento apocalíptico es, en teoría, posible pero tremendamente improbable. Solo alguna catástrofe natural de enorme envergadura podría ser responsable de una caída mundial de la red. Y entonces, la falta de datos en nuestros móviles y ordenadores sería el menor de nuestros problemas.

Agustín Fernández Mallo
Físico y escritor

Un presente imaginario

Cada objeto construido genera un mito al instante. No hay creación que no traiga su mitología asociada. Por ejemplo el ordenador, máquina compuesta por circuitería electrónica y diversos materiales extraídos de la Tierra, materialidad que es una suerte de perfecto presente: dice lo que dice y no dice nada más. Pero su atractivo diseño, sus prestaciones interactivas, su publicitación y promesas de futuro van construyendo un relato más o menos ilusionante al que podemos llamar su presente imaginario: el ordenador está ahí, no más oscuro ni luminoso que un trozo de roca, pero investido de una clase de magia que lo convierte en un trozo de mundo proveedor de cuanto podamos imaginar, una materia atrapada en una religiosidad. O internet, objeto complejo que tiene su principio y final en un terminal personal llamado smartphone, generador por igual de fanáticas dependencias como de viscerales repulsiones –el odio también es una dependencia–, prótesis corporal cuya sola privación nos produce ansiedad, angustia incluso. Si el pan y la sal han sido históricamente los objetos útiles más mitologizados en la cultura Occidental, el smartphone y su conectividad se ha sumado al binomio para construir una verdadera trinidad.

Si el pan y la sal han sido históricamente los objetos más mitologizados en la cultura occidental, el smartphone y su conectividad se ha sumado al binomio para construir una verdadera trinidad

Que todo lo que afecta a internet posee su dimensión mitológica, y por lo tanto religiosa, se hace evidente cuando en el imaginario popular el archivo digital opera como una suerte de materia invisible, de alma. De pronto, sin saber de dónde proviene, y cual aparición mariana, el usuario ve emerger datos a su pantalla, misterioso más allá reforzado por lo que a principios de los años dos mil se dio en llamar el mito digital, que de algún modo hoy persiste: llegará un día en que todo será virtual, aspiración que pronto se vio falaz en tanto participaba de un platónico idealismo. Y es que nada es gratis, cuanto existe necesita de un proceso material para darse, es decir, de un aumento de la entropía total del Universo. La fotografía que sin aparente degradación ni pérdida de propiedades aparece cuantas veces yo quiera en mi pantalla parece eterna, pero en realidad claro que se degrada, lo que ocurre es que tiene su materialidad desplazada; basta poner la mano en el smartphone o en la parte trasera del ordenador para sentir que algo se calienta, los circuitos sufren degradación, el disco duro gira, hay gasto energético y por lo tanto una corrupción material.

A veces no pensamos que internet son cables, miles de kilómetros de cables –no más gruesos que una manguera de riego de jardín–, que bajo tierra y bajo mar literalmente empaquetan el planeta. Basta con, sencillamente, cortarlos para que nuestras terminales se conviertan en no más que una montaña de piedras. Tal corte de suministro es físicamente posible, sí, pero muy poco probable. Tras cada mito –sea cual sea–, hay siempre intereses económicos y geopolíticos que se supone que ni pueden ni quieren dejar de alimentar el presente imaginario de las cosas. Bueno, a veces sí, pero para generar otros.