Image: La muerte de Montaigne

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Novela

La muerte de Montaigne

Jorge Edwards

1 abril, 2011 02:00

Jorge Edwards

Tusquets. Barcelona, 2011. 289 páginas, 18 euros


El nuevo libro del escritor chileno Jorge Edwards, bien conocido por el público español (Premio Cervantes 1999), se sitúa en la ambigüedad de los antiguos géneros literarios que se da ahora con tanta intensidad en las literaturas hispánicas, porque la imaginación parece tener que asentarse sobre sólidos pilares de personajes históricos conocidos. La muerte de Montaigne resulta antes un ensayo que una novela, la reconstrucción histórica de los últimos años de un clásico de la literatura francesa, sobre los que intuimos más que sabemos y, a la vez, unos pocos elementos autobiográficos del propio Edwards que jalonan el texto, adornado por coloridas descripciones históricas no exentas de dramatismo, observadas desde la perspectiva crítica de la madurez. Es también una reflexión moral sobre el pasado en clave presente, porque el fondo de la naturaleza humana permanece. Edwards adolescente descubrió a Montaigne en su colegio de los jesuitas y asegura que escribió en 1944 un primer trabajo escolar sobre el creador del ensayo moderno, un hombre del Renacimiento, al que se compara con Cervantes y Shakespeare y se distingue de Rabelais. Pero, tal vez, su interés derive, como nos confiesa, de las lecturas de Azorín (pp.158-161) en años del descubrimiento del dúo Azorín-Unamuno. "El primer deseo de leer los ensayos, de buscar esos textos me vino de allá", y añade: "Después, hacia los 15 o 16 años de edad, sufrí un ataque agudo de depresión, de ansiedad, y nunca recuperé la concentración de esos años". De vez en cuando, el relato se adentra en circunstancias personales; menciona a José Donoso y a su esposa María Pilar (p. 228) en relación con el cementerio chileno de Zapallar, donde él mismo desearía reposar, describe una discusión entre Vargas Llosa y Semprún en París (p. 264) o relata el viaje a la torre de Montaigne en octubre de 2009 (p. 214).

Y, sin embargo, ésta no es una biografía, aunque forme parte de la literatura de la memoria y se insinúe una cierta identificación entre la actitud de aquel escritor del siglo XVI, en una Francia sumida en las luchas religiosas entre hugonotes y católicos, con un Edwards que vive el postpinochetismo: "el Chile no del todo reconciliado, retacado, obcecado, todavía no entiende estos complejos asuntos" (p. 262). Lo primero que le seduce de su protagonista es el estilo: "En cuanto a la escritura del Señor de la Montaña, diríamos que es una escritura asombrosamente natural, juguetona, de ritmo incomparable, aficionada a la digresión, algo descosida, fragmentaria casi por definición..."· Pero Edwards se siente más atraído por el personaje, aunque al hecho puntual de su muerte le dedica apenas siete páginas (232-239). Le atraen sus últimos años, viajero siempre, crítico, escritor en italiano en Italia, dialogante con los protestantes en Alemania u Holanda, cuando ha dejado ya de ser alcalde de Burdeos, y, en 1588, conoce a su admiradora Marie de Gournay y decide tomarla como fille d'alliance o fille d'adoption, pero sospecha que treinta y tantos años mayor que la joven -convertida tras la muerte de Montaigne en su albacea- puede adivinarse una relación amorosa, tal vez no sólo platónica, como se sugiere de Estienne de la Boétie, el compañero muerto en plena juventud. Montaigne estaba casado y, tras su muerte, Marie convivió un año con su viuda Françoise y su hija Léonore en la torre, tras preparar la edición de 1595.

Pero, al margen de la muerte del escritor, descubrimos la admiración de Edwards por su papel "conciliador", centrista se atreve a calificarla (p.119), en la política dinástica de su tiempo, cuando Enrique III, católico y partidario de la Liga, muere asesinado y le sucede un hugonote, Enrique IV, que deberá renunciar a sus convicciones -si es que tuvieron alguna- y convertirse al catolicismo. Montaigne, que se proclamaba católico y como tal murió, influiría sin duda en el monarca (que acabaría también asesinado). No dejan de ser brillantes los retratos de los reyes y los personajes de la corte y sus intrigas y aún se prolongan más allá de su fallecimiento, porque parece como si al narrador le costara alejarse de aquel mundo que ya conoce. Advertimos aquí la sagaz utilización de la historiografía francesa romántica. Pero los hechos son capaces de superar cualquier imaginación y el devenir temporal parece acelerarse. Un frustrado atentado al rey lleva a la expulsión de los jesuitas, la declaración de guerra a la España de Felipe II: "los asesinatos frustrados y el regicidio al fin cumplido, en 1610, en una callejuela no demasiado alejada del Louvre. Si lo hiciera, esta novela dejaría de ser una novela sobre Montaigne, sobre los años finales del maestro, y quizá perdería su equilibrio" (p.256). Pero ¿podemos calificar este libro como novela? No es la primera vez que Edwards utiliza la biografía o la autobiografía como instrumento para ofrecernos una tesis. Entendámoslo como novela, ensayo o literatura de la memoria, descubriremos cantidad de sugerencias y la capacidad de Edwards para conectar con un lector cómplice. Montaigne no accedió al llamado del rey para integrarse en la corte. Eligió para sus últimos años, aquejado de múltiples males, su castillo y la escritura, la lectura de los clásicos en su estudio de la torre con sus vigas de madera. Marie se enterará por el humanista Justus Lipsius de su muerte nueve meses después. Pero dedicó todos sus esfuerzos a su obra y Edwards advierte en ella rasgos de la mujer avanzada a su tiempo. La fotografía en la portada del libro dice mucho de un espacio ideal compartido.