Novela

La caída de Madrid

Rafael Chirbes

5 abril, 2000 02:00

Anagrama. Barcelona, 2000. 318 páginas, 2.500 pesetas

Lo más valioso de La caída de Madrid reside en la intensidad de los retratos que desfilan por sus páginas. Chirbes acredita una maestría de escritor que lo sitúa en un nivel artístico superior

Rafael Chirbes (Tabernes de Valldigna -Valencia-, 1949) es uno de los pocos autores de su generación que merecen, como escritores, respeto y crédito. Desde su primera novela, Mimoun (1988), se ha mostrado siempre como un excelente prosista, y jamás ha incurrido en desaciertos ni ha tenido hundimientos verticales. Se toma en serio su oficio y eso se nota en la progresión de la obra que está construyendo. La caída de Madrid se añade, por su marco narrativo y sus elementos temáticos, a las obras más recientes de Chirbes, como Los disparos del cazador y La larga marcha, en las que el autor indaga en la evolución de la sociedad española de la posguerra. Aquí parece haber aplicado un gigantesco microscopio a un espacio temporal bien acotado: el 19 de noviembre de 1975, pocas horas antes de conocerse públicamente la muerte del general Franco. Y ha aplicado la lente de aumento a un retablo de personajes de análoga jerarquía textual, ninguno de los cuales destaca por encima de los demás en la atención del autor. Podría hablarse de un relato coral -aunque con un número de tipos relativamente limitado-, y lo es por el propósito mantenido de no otorgar protagonismo alguno a los sujetos individuales, subrayando de este modo su pertenencia a una colectividad.

Pero, tal vez por tratarse de un conjunto heterogéneo -algo imprescindible si se pretendía conferirle carácter representativo-, el autor ha querido preservar la unidad del conglomerado, y para ello ha recurrido a un procedimiento tan fácil como arriesgado: el establecimiento de relaciones, directas o indirectas, entre todos los personajes, hasta el extremo de forzar en algunos casos un principio de verosimilitud al que parecen someterse los demás ingredientes de la novela. Así, Lucio, el febril activista clandestino al que la policía sigue los pasos, pertenece a un sector social enteramente ajeno al de José Ricart, el acaudalado hombre de negocios; pero Lucio mantiene relaciones con Lurditas, que trabaja como sirvienta en casa de los Ricart. Es artificiosa también la inserción en el núcleo de Chacón -el viejo exiliado republicano vuelto a una España que ya no reconoce-, gracias a su trato con Bartos, profesor a su vez de un nieto de Ricart, y al hecho de que la nuera del prohombre le compre un cuadro a la pintora Ada Dutruel, casada precisamente con Bartos. Los hilos que enhebran a los personajes acaban por formar una tupida red -menos compleja que la de obras en que ya se aplicó el procedimiento conectivo, como La colmena- de enlaces casi puramente mecánicos y previsibles.

De todos modos, lo más interesante y valioso de La caída de Madrid no reside en sus resortes constructivos, sino en la intensidad de los retratos que desfilan por sus páginas. Cada uno de los veinte capítulos de la novela se organiza en torno a un personaje y, aunque la narración se sirve invariablemente de la tercera persona, existe en cada caso una evidente solidaridad entre la psicología y el modo de ser del personaje y los caracteres del estilo y del lenguaje que dominan en el capítulo. No nos hallamos, pues, ante un narrador omnisciente que sólo atiende a las diferencias entre los personajes cuando estos dialogan, sino ante un conjunto de narradores virtuales capaces de adoptar en cada situación narrativa la perspectiva, la visión del mundo y la peculiaridad expresiva del personaje cuyas acciones acompañan. En este sentido, Chirbes acredita una maestría de escritor y un instinto idiomático que lo sitúan en un nivel artístico superior. Léase con detenimiento, por ejemplo, el capítulo tercero, centrado en Olga, repleto de sensaciones placenteras ante los refinamientos de la inminente celebración familiar: "Vigilar la decoración de las bandejas: rodeadas con huevo hilado y guindas confitadas las lonchas de jamón dulce y las galantinas; con una cenefa tejida con rodajas de limón, los canapés de ahumados; cortadas finísimas, transparentes, las lascas de ibérico" (pág. 33). O bien: "los buenos productos tienen cierto aire de joya. Oro, en una gota de aceite de oliva; nacar, en una cortadita de mojama o de hueva de atún vistas al trasluz, en la concha de una tellina" (pág. 36). Y compárese todo esto, por ejemplo, con el capítulo noveno, o con el que cierra la novela, ambos dedicados a narrar la angustia creciente de un Lucio errante por las calles de Madrid, en los que la prosa se aleja de todo regodeo verbal, de todo placer enumerativo, para reducirse a enunciados secos y tajantes que van desgranando los recuerdos de una existencia marcada por la pobreza y los tropiezos.

Es en estas incontables muestras de sutileza expresiva -en estas pruebas rotundas de excelente escritor-, que permiten ahondar en el interior de unos personajes y no dejarlos reducidos a siluetas, donde se halla el mérito mayor de La caída de Madrid. Menos acierto hay en la selección de los personajes, cercanos en muchos casos al arquetipo: el policía represor, el influyente hombre de negocios, el nieto rebelde y contestatario, con un hermano que, a diferencia de él, milita en un grupo radical de extrema derecha, el profesor "progre", el maestro exiliado... Mucho menos tópicos son los personajes femeninos: Olga, Sole, Lurditas, la anciana Amelia o la mujer de Maxi -que rememora con dolorida intensidad su vida- tienen mayor frescura, se configuran ante nosotros con agudísimos detalles -basta recordar las conversaciones entre Olga y Sole a propósito de alimentos y de hombres y mujeres- y dan lugar a páginas conmovedoras. Y es lástima que no haya recibido mayor desarrollo un personaje como Taboada, representante de cierta clase de conversos políticos que nunca pierde actualidad. En la prosa se desliza algún valencianismo -"hacerse el ánimo de", p. 50-, algún uso foráneo -"parada de monstruos", p. 197; "reclamarse de", p. 200; "jugar un papel", p. 224, 231- y alguna impropiedad hoy frecuente, como "a punta de fusil" (p. 316) o "las inclemencias de la climatología" (p. 299). Quandoque bonus dormitat Homerus.