Novela

El amante lesbiano

José Luis Sampedro

23 enero, 2000 01:00

José Luis Sampedro, por Gusi Bejer

Plaza y Janés. Madrid, 2000. 256 páginas, 2.950 pesetas

José Luis Sampedro tiene bien probada su capacidad narrativa, y también su interés por escudriñar, desde ángulos diversos, los estratos más profundos de la personalidad humana. Añádase a esto la fidelidad del autor a ciertas preocupaciones que una y otra vez se filtran en las sustancias de contenido de sus historias, y de este modo se entenderá mejor lo que El amante lesbiano representa en la obra del autor. Durante los escasísimos instantes que siguen a un súbito y mortal ataque cardíaco, Mario evoca su vida y el lento descubrimiento de su compleja identidad psicosomática. Ese tiempo comprimido en el que la historia se alarga dentro de una situación momentánea, como si en ese instante definitivo desfilara por la memoria, a una velocidad inimaginable, la película de la existencia que sucumbe, es algo ensayado, incluso de manera más ostensible, en muchos casos de la literatura cercana -recuérdense, sin ir más lejos, narraciones como Fauna, de Héctor Vázquez Azpiri, o La partida, de Miguel Delibes-, pero aquí apenas tiene relieve como fórmula compositiva. Lo que le ha importado al autor es la reconstrucción de un proceso visto desde la mirada retrospectiva del propio sujeto, y en este aspecto se advierten múltiples concomitancias entre El amante lesbiano y una de las más significativas novelas de Sampedro: Octubre, octubre (1981), cuya estructura modelada sobre la evocación fragmentaria de unas vidas ofrecía ya la pauta.

El amante lesbiano es como una decantación de aquella novela que obtuvo -merecidamente- un notable éxito; una quintaesencia, depurada en el plano formal pero no menos compleja en su contenido. La titubeante trayectoria de Mario -su adolescencia confusa, su fracasado matrimonio- hasta su relación final con Farida, que le ayuda a descubrir y potenciar su oscura sexualidad, recuerda inevitablemente la historia de Luis y ágata en Octubre, octubre, incluso en numerosos detalles, algunos accesorios, que salpican las páginas del relato: la evocación de ciertos lugares análogos, el fetichismo de la ropa -más patente aquí, pero presente ya entonces en el caso de Luis y la tía Hélène-, las autoridades invocadas del pensamiento sufi o tántrico, símiles como el de san Sebastián traspasado por las flechas, o la insistente comparación de la fisiología femenina con la del ajolote y el murciélago, por ejemplo. Pero en El amante lesbiano todo es más explícito, más directo, y no se yuxtaponen varias historias con jerarquía similar, como en la novela de 1981. La liberación de las pautas "realistas" del relato autoriza a practicar cambios de lugar y tiempo, mutaciones rapidísimas y elipsis que permiten, en el vertiginoso repaso del moribundo, ofrecer un compendio de los hechos verdaderamente esenciales de su existencia, que no es otra cosa, a la postre, que una búsqueda del paraíso, siempre teniendo en cuenta que "el paraíso de la vida es realizarse del todo" (página 98). Ahora bien: esa realización, que no siempre se consigue y que, en los mejores casos, se hace esperar (porque "todo gran deseo tiene una gran espera", pág. 233), exige el conocimiento de la propia naturaleza, por encima de convenciones o enseñanzas recibidas. Los sucesivos fracasos de Mario en la vida se deben a un desajuste que sólo tardíamente, y gracias a la ayuda de la "ipsoterapia" de Farida, logra entender: "Mi sexo es masculino, pero mi género es femenino, atraído hacia las mujeres y, para concluir, sumiso" (pág. 144). El descubrimiento de una dualidad oculta en el ser humano que habitualmente se resuelve en favor de uno de los componentes en términos de dominio o sumisión, conduce a postular un estado equilibrado en que "género" y "sexo" reciban en la conducta personal idéntico rango. No se trata, en rigor, de una cuestión de homosexualidad, sino de androginia. Como sucedía en Octubre, octubre, las teorías del amor tántrico y diversos autores musulmanes constituyen apoyaturas teóricas de las numerosas ideas que sostienen el entramado de la novela. Pero me parece más adecuado destacar el modo en que este conjunto intelectual se ha convertido en narración, que es lo específicamente literario. Y, en este sentido, la obra tiene momentos de extraordinaria intensidad. Así, la larga escena en que Mario, a solas, va poniéndose las ropas femeninas, buceando en las sensaciones que experimenta y transformándose, vale por muchas páginas teóricas. El amante lesbiano es eso que, a veces despectivamente, recibe el marbete de novela intelectual, porque, en efecto, está llena de ideas, de cultura variadísima y vivida. Pero es también un relato sobrio, preciso, espléndidamente construido y escrito; una novela, en suma, a la que, como tal, cabe oponer muy pocas objeciones, al margen del interés o la adhesión que suscite la historia. Sampedro es, además, un académico que escribe bien. Que yo prefiera "rasgueo" a rasguido (pág. 110) o "espliegos" a lavandas (pág. 167) entra en el terreno del gusto personal. Bien venida sea una novela seria en tiempos de tanta cansina frivolidad.