Image: La familia Wittgenstein

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Ensayo

La familia Wittgenstein

Alexander Waugh

10 julio, 2009 02:00

Aunque su hermano Paul protagoniza el libro, Ludwig Wittgenstein (en la imagen) es el gran reclamo

Trad. de Gerardo Páez. Lumen. Barcelona, 2009. 488 páginas, 23’65 euros


Resulta llamativo el modo en que, en nuestros días, una vez diluida la estricta divisoria entre alta y baja cultura, los formatos dominantes en los medios de comunicación de masas acaban colonizando incluso los ámbitos más reacios a perder sus signos de distinción. Es lo que viene ocurriendo desde hace tiempo en un terreno próximo al de la historia del pensamiento filosófico. También aquí la industria del fisgoneo en intimidades ajenas traspasa el recinto habitual de la prensa del corazón y comienza a explorar formas híbridas, entreveradas con el tratamiento más convencional que hasta ahora era propio de las biografías intelectuales. Los huesos de Descartes, los amoríos de Heidegger o las paranoias de Wittgenstein se convierten en temas de interés más reseñable que el debate con las ideas de estos pensadores, generando un curioso espacio intermedio entre la contextualización histórica y el puro chismorreo. Tal como ocurre con la variopinta oferta actual de la novela histórica, suele haber aquí escaso rigor científico y discreta calidad literaria, pero también, en ocasiones, se disfruta de relatos ingeniosos, bien contados y con información de interés más allá de la anécdota o el morbo.

El libro de Alexander Waugh (Manchester, 1963) es un claro ejemplo de este tipo de producto mestizo, que, bajo el reclamo de una figura notable, la del filósofo Ludwig Wittgenstein, nos adentra en la historia de su linaje con la ambición de reflejar en las vicisitudes de esa excéntrica y genial familia de judíos vieneses, tan acaudalada como infeliz, el espíritu atormentado de la Viena finisecular. El propósito, sin embargo, no se cumple plenamente. El escenario histórico se difumina conforme cobra peso la caracterización psicológica de los personajes.

Waugh, nieto del autor de Retorno a Brideshead y cronista de su propio drama familiar en Padres e hijos, opta aquí por recrear el cuadro clínico de una familia ampliamente aquejada de neurosis: Karl Wittgenstein, el padre, un industrial millonario hecho a sí mismo, brutalmente autoritario, amigo de Brahms y Strauss, gran amante de la música, pero incapaz de tolerar que ninguno de sus hijos se dedicara al arte en vez de triunfar en los negocios. Su esposa, una mujer de afectividad reprimida, sumisa y resignada, sometida a una intolerable tensión nerviosa que heredarían sus hijos. De los ocho, tres varones acabarían suicidándose; el resto coquetearía siempre con la insania.

Dibujado a grandes trazos el diagnóstico general, Waugh prescinde pronto de los hermanos secundarios para dedicar algunos pasajes a Ludwig, aludiendo a su homosexualidad o minimizando su aportación filosófica, y concentrarse en Paul, el cuarto de los hermanos, destacado pianista que, pese a perder la mano derecha durante la Primera Guerra Mundial, jamás cejaría en su vocación musical, logrando que grandes compositores como Prokofiev, Britten o Ravel crearan obras expresamente para él.

Como biografía de Paul Wittgenstein, la obra de Waugh, crítico musical y autor de varias monografías sobre música, funciona bien, es entretenida y está llena de detalles curiosos. Como fresco de una época, la de los años finales del imperio austro-húngaro, retratada a través de una de esas distinguidas y caprichosas familias de la alta burguesía, que cubrieron sus ojos ante la triste realidad con el velo del arte, el libro se muestra desigual. Capta algunos elementos de aquella catástrofe anunciada, pero no llega a desarrollar su sentido. Quizá el haber escogido a Paul y no a Ludwig como hilo conductor del relato tenga que ver con ello. Ambos heredaron los contrastes de voluntad de sus ancestros. La fuerte personalidad de Paul le hizo resistir a la adversidad, pero también le mantuvo apegado a muchos de los viejos valores de aquella sociedad periclitada. Fue él quien administró la mayor parte de la fortuna familiar a la muerte del padre. Ludwig renunció a ella, se marchó a Cambridge, vivió una vida casi monacal y proyectó esa austeridad, tan contraria al estilo opulento de la Viena fin-de-siècle, en su primera gran obra, el Tractatus Logico-Philosophicus. Sus Investigaciones filosóficas, aceptando el valor del lenguaje ordinario en su imperfecta e incorregible pluralidad, fueron una manera aún más rotunda de despedirse de los falsos sueños de un mundo ideal. Neurótico y genial, como sus hermanos, la lucidez de su obra le redimió de los fantasmas de la familia.