Skyline de Manhattan (Nueva York)

Skyline de Manhattan (Nueva York)

Letras

De Vila-Matas a María Dueñas: siete miradas sobre Nueva York, protagonista en la Feria del Libro de Madrid

Narradores como Agustín Fernández Mallo, Elvira Lindo y Xita Rubert escogen un espacio simbólico de la Gran Manzana y nos legan sus estampas literarias.

Más información: Héctor Abad Faciolince: "En la guerra hay momentos de modorra, hay tiempo hasta para enamorarse"

El Cultural
Publicada

La Feria del Libro de Madrid, que arrancó en el Parque del Retiro este viernes, con 365 casetas y más de mil sellos editoriales representados, está dedicada en esta 84.ª edición a Nueva York, de la que Gabriel García Márquez decía que "no es una ciudad de los Estados Unidos, sino de todos nosotros y de todo el mundo, [...] una ciudad de toda la humanidad".

Por eso, porque sigue siendo el mejor espejo de la diversidad cultural y el más eficaz altavoz de muchos sueños literarios y de muchas fascinaciones también, El Cultural abre sus páginas a siete narradores que han paseado sus esperanzas y desesperanzas por una ciudad legendaria y electrizante para que nos ofrezcan estampas literarias.

Enrique Vila-Matas, María Dueñas, Elvira Lindo, Agustín Fernández Mallo, Marina Perezagua, Xita Rubert y Alfonso Armada toman la palabra.

Un momento en el centro del mundo

Enrique Vila-Matas

Durante años, mi sueño más recurrente transcurría en un patio situado en un entresuelo del Paseo de Sant Joan, de Barcelona (allí donde de niño, rodeado de grises bloques de pisos, había jugado a solas a fútbol durante tantas tardes).

Un día, el sueño recurrente se transformó y vi que seguía siendo el solitario que, valiéndose de su imaginación y ansia de dualidad, era al mismo tiempo el equipo visitante y el local.

El patio era el de la casa de mis padres, y la desolación general de la postguerra también siempre era la misma. Todo estaba igual en el sueño, menos los grises bloques de pisos, que aparecían siempre sustituidos por rascacielos de Nueva York. Dentro de aquel sueño, aquel entorno neoyorquino, al crearme la sensación de estar en el centro del mundo, me transmitía un sentimiento cálido de intensísima felicidad.

Empire State de Manhattan (Nueva York)

Empire State de Manhattan (Nueva York)

Dicen unos versos de Idea Vilariño: "Fue un momento / un momento / en el centro del mundo". Siempre que soñaba con el patio de Barcelona rodeado por rascacielos, conocía esa sensación. Y me fue muy fácil por tanto sospechar que el sueño recurrente contenía el mensaje de que cierta gran felicidad podía estar esperándome en Nueva York, o en Nueva Yol, como le llaman ahora.

Un día, habiendo ya rebasado la edad de cuarenta años, me invitaron a esa ciudad que no había pisado nunca, y naturalmente lo primero que pensé fue que por fin iba a viajar al centro mismo de mi sueño. Hubo un largo vuelo de avión desde Barcelona, nueve horas. Grandes expectativas por mi parte. Llegué a Nueva York cuando declinaba el día. Un taxi me dejó en el hotel y, ya en la habitación, estuve viendo con fascinación cómo se iban iluminando los rascacielos con la llegada de la noche. Hablé por teléfono con las personas que me habían invitado y quedé con ellas para el día siguiente. Luego, me ocupé de mi sueño.

Estoy en el centro del mundo, pensé. Y me quedé esperando a recibir sensaciones de plenitud, de felicidad. Sin embargo, la espera se reveló únicamente como una espera, sin más. Una espera plana, sin sobresaltos. Cuanto más miraba hacia los rascacielos en busca de cierta intensidad, más evidente se hacía que no iba a llegarme sensación especial alguna. Todo seguía idéntico, no ocurría nada que pudiera parecerme diferente o intenso. Me encontraba dentro de mi sueño, y al mismo tiempo el sueño era real. Pero eso era todo. ¿Y la felicidad que debía aguardarme en Nueva York?

Aun así, insistí. Miré una y otra vez hacia la calle, probando sin éxito a sentirme feliz entre tantos rascacielos, hasta que me dije que era absurdo, pues estaba comportándome como el alma libre, que a fin de cuentas había sido siempre. Tan perplejo y fatigado me hallaba que decidí acostarme. Cansado, no tardé en dormirme. Soñé entonces que era un niño de Barcelona que jugaba al fútbol en un patio de Nueva York. Ha sido el mejor sueño que he tenido en toda mi vida, de una plenitud absoluta. Descubrí que tal vez el duende del sueño no era únicamente Nueva York. Quizás el duende siempre había sido también el niño que jugaba. Y yo había tenido que ir a Nueva York para comprenderlo.

La Nacional, Calle 14

María Dueñas

"Lo llevaron hasta La Nacional, a la casa de todos. Al fin y al cabo, allí fue donde se recibió la llamada: Luciano Barona guardaba en la cartera su credencial de la Sociedad Española de Beneficencia cuando lo sacaron del agua, era el único teléfono al que el párroco pudo avisar".

Así arranca un capítulo de mi novela Las hijas del Capitán, con el traslado a La Nacional del cadáver de un tabaquero. Para construir este personaje tuve como referencia a montones de hombres y mujeres reales: españoles emigrados a Nueva York en busca de trabajo desde finales del XIX, que se fueron asentando en la calle 14 y alrededores, sobre el tramo entre la séptima y octava avenida.

Sede de La Nacional, en la calle 14 (Nueva York)

Sede de La Nacional, en la calle 14 (Nueva York)

Gallegos y valencianos, asturianos, vascos y andaluces aportaron a este enclave de Manhattan montones de vecinos, comercios y restaurantes de alma española hasta bien entrada la mitad del siglo XX. Entre ellos, como un referente único, se alzó siempre La Nacional.

La fundó un grupo de empresarios en 1868: una entidad de apoyo a compatriotas con recursos escuálidos y porvenir incierto. Instalaron su sede inicial en Bowery Street, con el nombre de Sociedad Española de Beneficencia –Spanish Benevolent Society–, y el fraternal propósito de auxiliar a aquellos necesitados de empleo, asistencia médica, trámites diversos o calor humano para combatir el desarraigo y la añoranza.

En 1925, hace justo cien años y gracias a las gestiones de José Camprubí –hermano de Zenobia, propietario del diario en español La Prensa se adquirió el inmueble actual en el 239 de la calle 14. Reinstalada allí, La Nacional se convirtió en el epicentro de lo que algunos llamaron Little Spain. Por vecinos tuvo a la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, restaurantes como La Bilbaína, establecimientos de ropa y alimentos como La Iberia o Casa Moneo, o el hogar católico de acogida para mujeres Casa María, escenarios todos ellos en mi novela.

A lo largo de un siglo, tras su distintiva fachada roja se han celebrado bailes y actos culturales, noches flamencas, clases de inglés para que los recién llegados se abrieran camino y de español para que las segundas generaciones no perdieran la lengua. Debates políticos, fútbol y muñeiras, partidas de mus y –en mi imaginación– hasta velatorios. Se ha bebido valdepeñas y rioja para ahogar el desaliento, carajillos con brandy Fundador. Se ha comido turrón y polvorones traídos en las bodegas del Marqués de Comillas, tortillas de patatas cuajadas en nostalgia y empanadas que mezclaban la memoria con el atún.

Tras sufrir un hondo declive y remontar, hoy La Nacional se mantiene dinámica con un diligente equipo directivo –Robert, Michelle, Elizabeth…–, un estupendo restaurante en el sótano, y un programa imparable de actividades. Hasta ella me llevó mi amigo Jim Fernández –profesor de NYU, el gran investigador de la emigración española a Estados Unidos–; allí me acogen siempre con una cordialidad inmensa. Para aquellos que quieran conocer su leyenda, la documentalista Celia Novis le dedicó un hermoso documental, Once Upon a Place.

The Cloisters

Agustín Fernández Mallo

En el extremo noroeste de la isla de Manhattan, en una zona llamada Washington Heights, se halla The Cloisters, abadía construida con trozos de otras abadías, principalmente traídos del sur de Francia y norte de España. En torno al año 1930, sus componentes fueron llevados, piedra a piedra, en barco, y luego montados hasta conformar un collage de cuatro claustros, émulo de la cultura clásica europea que, la verdad, a simple vista no chirría demasiado; parece que siempre hubiera estado ahí.

Ya dentro, hay jardines europeos del siglo X poblados de árboles cuyas semillas fueron también transportadas, y huertos provistos de plantas decorativas y medicinales. Laberínticamente se recorren capillas románicas y diversas galerías temáticas con más de 4.000 obras de arte que, en realidad –en ese "estilo Las Vegas" tan estadounidense– mezclan toda clase estéticas sacras y laicas de diferentes siglos. Monstruo cuyo atractivo radica en, precisamente, su naturalidad, en lo rápido que te acostumbras a, como decía Walter Benjamin, "una lectura a contrapelo de la Historia".

Abadía The Cloisters, en la zona de Washington Heights (noroeste de Manhattan)

Abadía The Cloisters, en la zona de Washington Heights (noroeste de Manhattan)

Te das cuenta de que el relato de los hechos históricos, al igual que todas esas nobles piedras, puede ser temiblemente barajado a nuestra demanda y antojo. Un soleado día de verano cogí el metro y subí hasta The Cloisters. Tras empaparme de su monacal bien y espiritualidad, y como si de un Camino de Santiago inverso se tratara, se me dio por bajar a pie hasta Wall Street, conocido polo mundial del mal. 20 kilómetros urbanos, 6 horas ininterrumpidas de peregrinación, que recomiendo. Legítima autoayuda.

Freeman's Bar

Xita Rubert

Me mudé a Nueva York el septiembre pasado y hasta enero no la sentí como mi casa. En una ciudad a menudo reducida a clichés, sólo un cliché es cierto: el lugar no existe como tal, lo hacen las personas. Los espacios, las avenidas, los rincones carecen de significado hasta que sucede algo personal, o significativo, en ellos, casi siempre en compañía. Hace años viví en París, y en todos mis recuerdos estoy sola, feliz, paseando sin necesidad de acompañante, pero esta ciudad tiene un peaje de hostilidad –otro cliché cierto sobre Nueva York– que solo se supera, o se paga, con lo contrario del cliché: la amistad.

Si pienso en mis esquinas preferidas de Nueva York, se me aparecen caras: el rostro de James en Riverside Park, los ojos de Emily en Chinatown, la risa de Anand en East Village. Pero es muy habitual preguntarse, como en la canción de Amaral: "¿Dónde empieza y dónde acabará / el destino que nos une y que nos separará?" Nadie se queda en Nueva York demasiado tiempo. Las oportunidades laborales y artísticas de esta ciudad marcan una fecha de entrada, pero su dureza económica, logística, impone una fecha de salida.

Un apartamento de Nueva York

Un apartamento de Nueva York

A menos que uno hackee el sistema, es decir, el cliché. Un lugar común es una vivencia prestada, una imagen superpuesta a una realidad: algo dado que se acepta sin haberlo tocado con las manos, transformado en algo propio. Antes he dicho que la amistad es lo contrario del cliché, y trataré de explicarme. Mi rincón favorito de Nueva York es Freeman’s Bar. No, no se encuentra en internet o en guías de la ciudad: es una invención, y por tanto un secreto, pero un secreto abierto.

Un grupo de amigos –el mío, ahora– decidió fundar un hogar en la urbe más inhóspita del mundo, y además acoger a los recién llegados, a los amigos de amigos. Freeman’s Bar es el salón de Jeremy, un científico que nos junta a escritores, activistas, jugadores de baloncesto, periodistas y demás, y nos prepara cócteles en su cocina-laboratorio, entre probetas y pipetas.

Más que abocarnos a cualquier bar de la ciudad –pensado por otros, como los clichés, y no a nuestra medida–, Jeremy nos amontona en su sofá, desde donde yo observo y me dejo iluminar por las luces neoyorquinas. Son generosas, suaves y variopintas, y no están fuera. Están aquí.

Riverside Park

Elvira Lindo

Estoy viéndome como era entonces, con aquellas rutinas que hicieron del Upper West Side mi barrio. Me levanto y sin quitarme el pijama me pongo las botas, un plumas liviano y bajo al parque con mi perra Lolita. El parque es algo más que un parque, es la vereda a veces ajardinada, otras, salvaje del Hudson, el río inmenso que separa dos estados y que desemboca en el mar arrastrando en su superficie troncos de árboles que sucumbieron al invierno, albergando en su fondo vestigios de barcos y restos de cuerpos que nadie reclamó. El fresco de la mañana primaveral vivifica el alma, despeja los pensamientos negros que crecieron en la noche. El aire matutino me hace pensar que llevaré siempre este momento en mi memoria.

Entre los huecos de las piedras enormes que conforman la muralla que abriga el Riverside Park salen a veces pajarillos que esconden ahí su nido, ardillas o bichos raros a los que no sé ponerles nombre. Hay que estar muy atenta, esto no es la ciudad en un sentido estricto: a dos pasos de aquí, Broadway ruge con su furia matinal, pero mi parque es un terreno que la naturaleza no está dispuesta a entregar a la urbe y en él sigue latiendo la vida salvaje.

Por un hueco de la tapia asoma ahora la cabeza de una criatura con antifaz. Es como el señor que se asoma curioso a la ventana del hotel sin haberse quitado aún la careta con la que se resguardó de la luz.

Me mira desde arriba observando cómo yo levanto los brazos para sacarle una foto. No me acerco porque sé bien que el dueño de esta cabeza de peluche podría enseñarme de pronto unas garras entrenadas para saquear basuras y apropiarse de lo ajeno. En realidad, el antifaz es propio de un salteador de caminos. Paso un rato hipnotizada por la mirada del mapache. Dicen que esta primavera los animales acechan la ciudad, que algunos coyotes se han atrevido a merodear la periferia.

Lolita tira de mí hacia el río donde en cuanto me descuido se come alguna caca de gaviota o se revuelca en un seto mojado de rocío. Pasamos un rato subidas a una roca, entregadas a la contemplación del río, que parece andar con prisa por llegar al mar.

Riverside Park, junto al río Hudson

Riverside Park, junto al río Hudson

Pienso que cuando ya no esté aquí, cuando ya ni siquiera me plantee volver a este lugar donde estoy viviendo unos años en los que tengo la oportunidad de ser alguien distinto a quien había sido, de gozar de una vida breve que me permite escaparme de mi destino, cuando todo esto esté ya envuelto en la bruma del pasado, recordaré la ciudad desde este lugar, olvidadiza del bullir que la agita, en esta pequeña atalaya donde el reino de lo urbano se deja conquistar por una naturaleza que si pudiera cubriría el asfalto de hierba.

Si nuestro ser va dejando a su paso los fantasmas de quienes fuimos, aquí, subida a esta roca, junto a mi perra Lolita, que habita ya en el cielo de los perros, permanecerá tozudo mi yo de un tiempo que fue dichoso y melancólico, alegre y solitario. Mis años de Nueva York en un paseo eterno por el Riverside Park.

Desde el agua

Marina Perezagua

El puerto huele como todos los puertos. A metal, a sal vieja, a cuerda mojada. Y sin embargo, el cuerpo sabe que es otro sitio. Algo en el aire tiene la densidad de lo que precede. Son las cuatro y media de la mañana, y Ray —el capitán— ya ha encendido el motor. Yo sujeto el café caliente en un termo de acero, que a veces ni llego a probar. No me despierta la cafeína: me despierta el gesto de tenerlo entre las manos, como si a esa hora necesitara aferrarme a algo que no fuera esta ciudad. Cuando nos alejamos hacia alta mar, Manhattan comienza a encenderse más y más. No despierta: se insinúa. Una ventana aquí, otra allá. Como si respirara luz a ráfagas.

Desde el agua, Manhattan es otra cosa. Sin ruido, sin escala, sin discurso. Una maqueta temblorosa que flota sobre el silencio. Una forma sin peso. Una ciudad que no se sabe mirar desde dentro.

Manhattan desde el océano es una visión privilegiada, una ciudad violenta que comienza a desnudarse y se anida a tus pies como un perro que no sabe morder.

Pescar no es el fin. Nunca lo fue del todo. Es el gesto, la resistencia, el frío extremo que acumula en las cañas agua de mar congelada como largas lágrimas. Es la ropa gruesa que nunca es suficiente, las manos que tardan en obedecer. El cansancio que se acumula en silencio, como una niebla pesada entre el diafragma y la columna. Es el cuerpo en contradicción con el mundo, y por eso, tan vivo. Es la libertad. Porque cuando tus pies están en Manhattan, la ciudad te somete en modo de seducción.

Skyline de Manhattan (Nueva York)

Skyline de Manhattan (Nueva York)

He aprendido que Nueva York se deja querer mejor cuando no me tiene. Cuando puedo contemplarla sin que me devore. Cuando no soy ni persona, ni madre, ni animal: sólo un cuerpo bajo ropa térmica, mirando algo que ya no necesita poseer.

Al mirar esta ciudad desde el mar puedo decir: sí, sigue siendo única. Pero no me traga.

El cuarto de la meditación de Dag Hammarskjöld

Alfonso Armada

Antes de la segunda venida de Trump ("un golpe de Estado en marcha", según Timothy Snyder), cada vez que me preguntaban si tenía ganas de volver a Nueva York mi respuesta era "no". Y no porque no atesore recuerdos (conservo escasos amigos. Algunos de los más queridos, como Jim Salter o Isaías Lerner, han muerto) de los casi siete años que fui corresponsal de ABC, sino porque la ciudad y el país se han vuelto muy antipáticos. A medida que me hago viejo mi deseo de viajar se ha atemperado y prefiero hacerlo a través de los libros, que suelen ser más nutritivos, íntimos, baratos y placenteros que los periplos que se hacen en la realidad. Además, he tomado la decisión de no volver a volar.

El cuarto de meditación de Dag Hammarskjöld

El cuarto de meditación de Dag Hammarskjöld

Pese a que regresamos de nuestra estancia en la ciudad en un carguero entre Montreal y Amberes (véase Mar Atlántico. Diario de una travesía. Ediciones Alento), volver a Nueva York en un barco que no sea un rascacielos feo y acostado como la mayoría de los cruceros no será fácil de aparejar. Sí hay un lugar que añoro: el cuarto de la meditación que diseñó en la sede central de las Naciones Unidas uno de los más valientes y entrometidos secretarios generales de la organización, que trató de hacer valer los principios que la crearon, el poeta sueco Dag Hammarskjöld. El silencio que se escucha en ese cuartito a la derecha de la asamblea general estremece, y es por eso tan necesario.