Emmanuel Carrère. Foto: Hay Festival

Emmanuel Carrère. Foto: Hay Festival

Letras

Emmanuel Carrère, el tormento y el éxtasis

Conspicuo representante de la "novela del yo", el Princesa de Asturias al escritor francés es justo reconocimiento a una obra que refleja la perplejidad y angustia de una época exenta de certezas

9 junio, 2021 16:14

Emmanuel Carrère (París, 1957) es uno de los más conspicuos representantes de lo que se ha llamado la "novela del yo", un género que ha nos ha proporcionado obras de indudable interés y otras completamente innecesarias. En realidad, todos los escritores alimentan sus creaciones con sus experiencias personales. Detrás de cada página de Proust, hay una vivencia más o menos maquillada. Puede decirse lo mismo incluso de Borges, sumamente pudoroso en lo referido a su intimidad. El famoso “Madame Bovary soy yo" de Flaubert constituye la médula de la literatura. La novela del yo ha llegado más lejos, reproduciendo con fidelidad notarial los eventos personales.

Esa forma de proceder implica algo de exhibicionismo, un reproche absurdo dirigido a un escritor, pues escribir siempre es un acto levemente impúdico, y una irritante tendencia a la indiscreción. Carrère, que acaba de recibir el Premio Princesa de Asturias las Letras, es un exhibicionista autocomplaciente y un indiscreto sin mala conciencia. Su literatura es un acto de canibalismo, pues convierte la vida propia y ajena en un festín público. Su concepto de la literatura le ha causado bastantes disgustos y algún proceso penal, pero hay que decir que siempre se ha mostrado más sensato y razonable que Houellebecq, príncipe de la incorrección y la impertinencia.

La literatura de Carrère adquiere una especial profundidad cuando narra su experiencia con el cristianismo y su peregrinaje por las cumbres y abismos del trastorno bipolar. Con una prosa sencilla, directa, casi periodística, muy alejada de las prestidigitaciones y ejercicios de estilo de los grandes escritores franceses, como Michel Tournier o Marguerite Yourcenar, Carrère escarba en los orígenes del cristianismo en El Reino, mitad autobiografía, mitad pesquisa histórica y teológica.

En su juventud, Carrère sufrió una crisis existencial y filosófica a causa de un fracaso matrimonial y una vocación literaria llena de altibajos. Inspirado por el ejemplo de Jacqueline, su madrina, una joven viuda con una rica y profunda espiritualidad que sintetizaba las enseñanzas del cristianismo, el yoga y el budismo, experimentó una conversión al catolicismo que duró tres años. A punto de cumplir los treinta y tres, sintió que abrazar la cruz le había librado del miedo y el pesimismo, si bien dejaba abierta la puerta al sufrimiento. Sufrir era inevitable, pero cuando le atribuyes un sentido, la carga que soportas se vuelve ligera.

El autor francés es es un exhibicionista autocomplaciente y un indiscreto sin mala conciencia. Su literatura es un acto de canibalismo

Durante esta etapa, el escritor lee sistemáticamente a los grandes escritores católicos: Bernanos, Léon Bloy, Edith Stein, Pascal. También se familiariza con los autores que viven la fe de una forma más heterodoxa, como Simone Weil. Adquiere la costumbre de leer y comentar a diario el evangelio de san Juan, pero al cabo del tiempo se abren paso la desilusión y el escepticismo. La historia de Thérèse de Lisieux le produce espanto y tristeza. Piensa que el catolicismo se nutre del odio al cuerpo, de la culpabilidad patológica y del desprecio por la razón.

Deprimido, acude a un psicoanalista, plateándole el dilema de Dostoyevski: si Dios es omnipotente, ¿cómo permite el sufrimiento de los  inocentes? La muerte de un niño es una injusticia clamorosa que insinúa la inexistencia de Dios o su repelente perversidad. Finalmente, se aleja de la fe, considerando que Dios solo es el invento de una especie atormentada por su propia fragilidad. Me pregunto si el escritor francés ha leído a Rilke o Etty Hillesum, con una imagen de Dios mucho más compleja. Ambos nos invitan a pensar en Dios como un ser menesteroso e inacabado que necesita la ayuda del ser humano. Las reflexiones teológicas de Carrère son bastante superficiales. No se puede decir lo mismo de la forma de narrar su periplo por la fe, salpicada de humor, ingenio y estupor.

El fervor religioso y el desencanto de Carrère no pueden disociarse de su temperamento hondamente depresivo. Después de unos meses de negligencia en el aseo y la alimentación, atonía vital y fantasías suicidas, el escritor fue ingresado en un hospital psiquiátrico, donde se le diagnosticó bipolaridad. Los psiquiatras decidieron someterle a la terapia electroconvulsiva (TEC), lo cual no le provocó una mejoría significativa, pero sí le ayudó a distanciarse progresivamente del deseo de morir.

Carrère cuenta su experiencia en Yoga, su última obra, una especie de dietario donde describe la depresión como “un horror inefable, indescriptible, innombrable y, aunque no existe la palabra, da igual, la invento: inmemorable. Cuando ya no lo vives no puedes acordarte de aquello, afortunadamente”. Carrère considera que la TEC le salvó la vida, pero admite que tres años después su memoria es “un campo en ruinas”, pues la electricidad que atraviesa el cerebro se cobra un alto precio, aniquilando infinidad de neuronas.

Carrère no es Baudelaire. No es sublime sin interrupción. Solo es un hombre que escribe para soportar la carga de la existencia

Admite que en algunos aspectos se ha convertido en una “fantasma” al que sus amigos contemplan con inquietud. No le cuesta trabajo reconocer que no ha sido una persona ejemplar: “Nadie ha podido en mi amor con absoluta confianza”. Carrère no profundiza demasiado en el trastorno bipolar, intentando explicar las causas de la enfermedad y las distintas formas de abordarla. De nuevo, se revela como un buen narrador, pero no baja hasta el fondo, limitándose a referir las turbulencias de la superficie.

El talento de Carrère chisporrotea en Limónov, el retrato de un aventurero sin escrúpulos, y en Conviene tener un sitio adonde ir, un conjunto de piezas sobre vidas rotas. El Premio Princesa de Asturias de las Letras es un justo reconocimiento a una obra que refleja la perplejidad y angustia de una época exenta de certezas. Carrère no es Baudelaire. No es sublime sin interrupción. Solo es un hombre que escribe para soportar la carga de la existencia, con su cortejo de dudas, fracasos y miedos. Es fácil identificarse con él.

Quizás por eso sus libros circulan de mano en mano, a medio camino entre el best seller y la novela del yo. Tal vez nunca llegue a estar en la biblioteca de La Pléiade, pero todo el que quiera conocer y comprender este tiempo de incertidumbre y desengaños deberá leer sus libros. Testigo de su época, su vida y su obra serán recordadas como un incansable tránsito entre el tormento y el éxtasis.

@Rafael_Narbona