Image: La locura del arte

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Letras

La locura del arte

Lumen publica una antología de prefacios y ensayos en los que Henry James reflexiona sobre sus obras y las influencias que la conformaron.

24 julio, 2014 02:00

En 1905, Henry James, al recopilar toda su narrativa, escribió una serie de acercamientos críticos para dar cuerpo a lo que él veía como una sola obra que, según pensaba, no había sido valorada con el suficiente tino ni por la crítica ni por los lectores. Pero cuando el proyecto vio la luz, su recepción decepcionó a nuestro autor, a esas alturas ya visiblemente incómodo en el seno de la narrativa anglosajona.

Como todo autor inclasificable -y Henry James lo era, empezando por el lado geográfico-, el autor de Retrato de una dama tenía una visión muy suya, muy heterodoxa, de lo que había de ser la literatura, y así lo demuestran los textos que componen La locura del arte (Lumen). Se trata de una muestra de lo extranjero que era Henry James en cualquier parte, en cualquier tribu. "A lo largo de los prefacios -escribe en el prólogo, Andreu Jaume, editor de Lumen-, James consiguió dramatizar una preocupación seminal en su proyecto literario, inventándose un personaje, un crítico al que dotó con el poder de su memoria y la hipotaxis de su persuasión y en quien se esforzó por inculcar el criterio, la avispada reticencia y la ambición de autoridad que siempre echó en falta en la crítica anglosajona". Hace pocas semanas, Ignacio Echevarría aludía en El Cultural a la importancia de este libro en el que, además de analizar su propia obra, el novelista americano repasa y analiza algunas de sus más importantes influencias. "Pocas veces se tiene ocasión de ver a un grandísimo novelista clamar casi desesperadamente por "la Crítica, la Discriminación y la Apreciación", escribió el crítico.

A continuación, ofrecemos un extracto del ensayo dedicado al célebre Retrato de una dama (1881), novela clave en la producción de James, pues inicia el ambicioso ciclo narrativo que concluiría, veinte años más tarde, con La copa dorada (1904).


Retrato de una dama

Retrato de una dama, al igual que Roderick Hudson, comenzó en Florencia durante los tres meses que pasé allí en la primavera de 1879.1 Como en el caso de Roderick y El americano, estaba previsto que se publicara en The Atlantic Monthly, donde empezó a aparecer en 1880. Sin embargo, a diferencia de sus dos predecesoras, encontró también una vía abierta, mes a mes, en Macmillan's Magazine, que sería para mí una de las últimas oportunidades de "publicar por entregas" simultáneamente en Inglaterra y Estados Unidos, puesto que hasta entonces las mudables relaciones literarias entre ambos países no lo habían alterado.2 Es una novela larga y tardé en escribirla. Recuerdo haber estado muy ocupado con ella, el año siguiente al inicio de su publicación, durante una estancia de varias semanas en Venecia.

Me alojaba en Riva Schiavoni, en el piso más alto de una casa cerca del pasaje que lleva a San

Zaccaria. La vida junto al agua, la maravillosa laguna extendida ante mí y la incesante algarabía humana de Venecia entraban por mis ventanas, hacia las que me sentía constantemente atraído, en la infructuosa agitación de la escritura, para comprobar si allí fuera, en el canal azul, divisaría el barco de alguna buena sugerencia, de alguna frase mejor, del próximo giro ocurrente en mi historia, de una nueva pincelada de autenticidad para mi lienzo. Pero recuerdo con mucha nitidez que la respuesta obtenida en general ante estas inquietas llamadas era la desalentadora advertencia de que los lugares románticos e históricos, de los que abundan en Italia, son de dudosa utilidad para la concentración del artista cuando el motivo no le incumbe a ellos mismos. Tienen una vida demasiado rica y demasiado cargada con sus propios signifi cados como para simplemente ayudar al autor con una frase que cojea; alejan al artista de su pequeña pregunta y lo llevan hacia las suyas, mucho más importantes.

De esta forma, tras un tiempo, cuando él recurre a esos lugares para solucionar sus difi cultades, se siente como si pidiera a un ejército de gloriosos veteranos que le ayudaran a detener a un vendedor ambulante que le ha dado mal el cambio. Hay páginas en el libro que, al volverlas a leer, parecen mostrarme de nuevo la pronunciada curva del ancho Riva, las grandes manchas de color de las casas con balcones y la repetida ondulación de los pequeños puentes encorvados, marcada por la repetida subida y bajada de los pasos, al ritmo de la ola, del repiqueteo escorzado

de los peatones. La pisada y el grito venecianos -allí, cualquier charla, dondequiera que se produzca, tiene el timbre de una llamada a través del agua- entran una vez más por la ventana

y renuevan la vieja impresión de los sentidos extasiados y la mente dividida y frustrada. ¿Cómo es posible que los lugares que, en general, hablan así a la imaginación no le aporten de inmediato el objeto particular que ella desea? Recuerdo una y otra vez haberme sentido presa de ese asombro en lugares hermosos. Creo que la verdad es que, ante estas demandas, ellos expresan demasiado, más de lo que, en un momento dado, se podría utilizar; por eso, al final, uno se encuentra trabajando con menos congruencia en lo que se refiere al cuadro circundante que en presencia de lo moderado y neutro, a lo cual podemos prestar parte de la luz de nuestra visión.

Un lugar como Venecia es demasiado orgulloso para esas limosnas; Venecia no pide préstamos, sino que regala con magnificencia. Nos aprovechamos enormemente de eso, pero para hacerlo debemos estar fuera de servicio o solo a su servicio. Estos son mis recuerdos, y así de tristes, aunque, sin duda, el libro y el "esfuerzo literario" en su conjunto mejorarían gracias a ellos. A largo plazo, un esfuerzo de atención relegado resulta ser extrañamente fértil. Todo depende

de cómo se haya engañado y malgastado la atención. Hay fraudes altaneros e insolentes, y los hay insidiosos y solapados. Y me temo que siempre hay, incluso por parte del artista más intrigante, una tontorrona buena fe, un deseo siempre vehemente que le impide protegerse contra sus engaños.



Intentando recuperar aquí, para reconocerlo, el germen de mi idea, veo que no debió de tratarse en absoluto de la concepción de un "argumento" -nefando término-, del destello imaginativo

de un conjunto de relaciones ni de una de esas situaciones que, por propia lógica, se transforman enseguida para el fabulista en movimiento, en marcha o en desbandada, en un golpeteo de rápidos pasos, sino más bien de la percepción de un solo personaje, un personaje con el aspecto de una atractiva y particular joven, a la que había que añadir, por supuesto, los elementos habituales de "asunto" y ambiente. Me parece casi tan interesante, debo insistir, como la propia joven en su mejor momento, esta proyección de la memoria sobre el asunto de cómo crece, en la imaginación, la excusa para semejante motivo. Estos son los atractivos del arte del fabulador: esas latentes fuerzas de expansión, esa necesidad de brotar que tiene la semilla, esa hermosa decisión de la idea en mente para crecer tanto como le sea posible, para abrirse paso hasta la luz y el aire, y florecer allí profusamente; y, en la misma medida, esas sutiles posibilidades de recuperar, desde un buen ángulo sobre el terreno ganado, la historia íntima del asunto; posibilidades de reseguir y reconstruir sus pasos y etapas. Siempre he recordado con cariño un comentario que oí de labios de Iván Turguéniev relacionado con su propia experiencia del origen habitual de la ficción. Para él casi siempre empezaba con la visión de alguna persona o personas que se cernían sobre él, abordándolo como fi guras activas o pasivas, y despertando su interés tal como eran y por lo que eran. De esa manera, él las veía como disponibles; las veía sujetas a oportunidades y complicaciones de la existencia y las veía nítidamente, pero después tenía que encontrar para ellas relaciones adecuadas, aquellas que mejor las revelaran, e imaginarse, inventar, seleccionar y urdir las situaciones más útiles y favorables para el sentido de las propias criaturas, para las complicaciones que más probablemente producirían y sentirían.



"Entender estas cosas es entender mi "historia" -decía-, y esta es mi forma de buscarla. El resultado es que con frecuencia me acusan de que en mis obras no hay suficiente "historia". A mí me parece que tengo toda la que necesito (para mostrar a mis personajes, para exponer las relaciones entre ellos; porque esa es mi única pretensión. Si los observo lo suficiente, los veo reunirse, los veo situados, los veo enredados en un acto u otro, en una u otra dificultad. El aspecto que tengan, cómo se muevan, hablen y se comporten siempre dentro del escenario que les he encontrado, es mi versión de ellos), aunque lamentablemente diré que cela manque

souvent d'architecture. Pero creo que prefiero pecar de poca arquitectura que de demasiada cuando se corre el peligro de que esta interfiera con mi valoración de la verdad. A los franceses, por supuesto, les gusta que haya más arquitectura de la que yo ofrezco, ya que, por su propia idiosincrasia, tienen buena mano para ella; y, desde luego, hay que ofrecer toda la que se pueda.



En cuanto al origen de esos gérmenes de historias traídos por el viento, quién podría, tal como preguntan, decir de dónde vienen. Tendríamos que remontarnos muy atrás y muy lejos para decirlo. Lo único que podemos decir es que llegan de los cuatro puntos cardinales, que están ahí, casi a cada vuelta del camino. Esos gérmenes se acumulan y siempre estamos recogiéndolos, seleccionándolos. Ellos son el aliento vital que la corriente de la vida hace circular en nuestras mentes; quiero decir que la vida, a su manera, los avienta sobre nosotros. En cierto modo, se nos prescriben e imponen. Eso, con mucha frecuencia, reduce a una tontería la pelea del crítico superficial con nuestro asunto, cuando él no tiene suficiente agudeza para aceptarlo. Y como su trabajo consiste esencialmente en señalar, ¿señalará entonces qué otro asunto habría sido adecuado? Il en serait bien embarrassé. Sin embargo, cuando señala lo que yo he hecho o he dejado de hacer con mi asunto, es otra cosa, ahí se mueve en su terreno. Yo le entrego mi arquitectura -concluía mi distinguido amigo- en la medida en que él quiera."



Esto decía el maravilloso genio y recuerdo con alivio la gratitud que me hizo sentir su referencia a la intensidad de la sugerencia que puede residir en la fi gura aislada, en el personaje independiente, en la imagen en disponibilité. Eso me dio mayor justificación de la que yo entonces parecía haber encontrado para esa bendita costumbre de la propia imaginación, el truco de otorgar a un individuo imaginado o encontrado, a un par o un grupo de individuos, capacidad germinativa y autoridad. Yo mismo era antes mucho más consciente de mis personajes que de su ambiente; el interés previo y preferencial en el ambiente me parecía en general como poner el carro delante del caballo. Aunque era incapaz de emularlo podía envidiar al escritor imaginativo que concibe primero su historia y después presenta a sus personajes: resultaba imposible imaginar una historia que no necesitase a sus personajes para ponerse en marcha; no podía imaginar una situación cuyo interés no dependiera de la naturaleza de las personas emplazadas y, por tanto, de su forma de vivir la situación. Creo que hay métodos de la llamada presentación -entre novelistas en apariencia prósperos- que plantean la situación como algo indiferente a ese apoyo; pero yo no he olvidado el sentido del valor que tuvo para mí, en aquella época, el testimonio del admirable ruso sobre lo innecesario que era que yo intentase, por puro fetichismo, realizar aquel tipo de gimnasia. Confieso que otros ecos de la misma fuente me acompañan igualmente imborrables, si es que todo ello no forma parte de un mismo eco que abarca muchas cosas. Después de aquello era imposible no observar, para utilidad propia, una gran lucidez en la

atormentada, desfigurada y confusa cuestión del valor objetivo e incluso de la apreciación crítica, del "asunto" en la novela. Respecto a este asunto, desde el principio, había tenido el instinto de la estimación correcta de esos valores y del absurdo de la aburrida disputa sobre la moralidad o "inmoralidad" de un motivo. Al reconocer tan pronto la única medida del valor de un asunto concreto, la pregunta que, correctamente contestada, elimina todas las demás sería: ¿es un asunto válido, genuino, sincero?, ¿es el resultado de una impresión directa o de la percepción de la vida? He aprendido poco de una pretensión crítica que descuidara desde el principio toda delimitación del terreno y toda definición de los términos. El aire de mis primeros tiempos muestra el recuerdo desvaído de esa pedantería, a no ser que la diferencia con el momento actual radique en la propia impaciencia final, en el tiempo de la propia atención. Creo que, en relación con esto,

no existe ninguna verdad más sustanciosa y sugerente que la de la perfecta dependencia del sentido "moral" que una obra de arte establece con la vida experimentada implícita en su realización. Así, la cuestión vuelve a ser la de la clase y el grado de sensibilidad

del artista, que es la tierra de la que brota su asunto.