Image: Cuentos inéditos de Bram Stoker

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Letras

Cuentos inéditos de Bram Stoker

Ediciones del viento rescata siete relatos olvidados del escritor irlandés, ya casi oculto bajo la sombra de Drácula

12 junio, 2013 02:00

Bram Stoker


En 2012, la editorial Palgrave Macmillan publicó un volumen a cargo de John Edgar Browning en el que se recogía una serie de inéditos de Bram Stoker con motivo del centenario de su muerte. Ediciones del Viento recupera en estos 'Cuentos inéditos' siete de esos relatos del padre de 'Drácula' y figura fundamental en el género de terror. La mala salud en la infancia le obligó a permanecer en cama hasta los siete años, entretenido con las historias de fantasmas que le contaba su madre. Los cuentos recogidos en este volumen recorren esa senda macabra, algunos salpicados por un cierto humorismo inspirado en el apático actor Henry Irving, protagonista de las dos últimas piezas, otros unidos por una fina línea a 'Drácula', como "El misterio del viejo Hoggen", en el que el marisco cumple un papel fundamental, igual que en la creación de su obra maestra, de la que siempre decía había surgido tras una indigestión de cangrejos.

A continuación se puede leer el relato "Un pasajero bebé", uno de los siete recogidos en 'Cuentos inéditos' de Bram Stoker.


Un pasajero bebé

Una noche nos hallábamos viajando al oeste de las Rocosas en un tren nocturno que amenazaba con hacernos saltar los dientes cada vez que se alteraba el deslizamiento del coche cama sobre la vía.

Viajar por esa parte del mundo, desde luego en los tiempos a que me refiero, resultaba bastante duro. Los viajeros eran casi siempre hombres, todos agotados por el trabajo, todos muy irritables e intolerantes con cualquier incidente que interfiriese en el tiempo dedicado al descanso y menoscabase sus energías. Cuando se viajaba de noche las camas de las literas se hacían muy pronto y, como los trenes nocturnos estaban integrados en su totalidad por coches cama, lo único que uno podía hacer era acostarse enseguida y dejar transcurrir el tiempo durmiendo. Esa medida le convenía a todo el mundo, pues la mayoría de los pasajeros solían estar extenuados por el trabajo diario. Es de comprender que en tales circunstancias las mujeres y los niños pudiesen constituir elementos perturbadores. Afortunadamente, era raro que viajasen de noche y las mujeres, además, con esa consideración hacia las necesidades de los hombres de su familia que siempre he percibido en las trabajadoras norteamericanas, solían dedicarse a mantener a los críos en silencio.

El tiempo era inclemente y los estornudos y las toses estaban a la orden del día. A los ocupantes de las literas, todos hombres, ese barullo les provocaba cierta irritación, y más aún porque la mayoría de ellos participaba en el coro general de ruidos, que sonaban amortiguados por edredones y cortinas, de modo que era imposible localizar a ningún culpable específico de la profanación colectiva. Al cabo de un rato, sin embargo, los diversos cambios de postura, a medida que nos reclinábamos o tumbábamos, fueron produciendo un cierto efecto sedante y nuevos ronquidos esporádicos empezaron a alterar la monotonía de la exasperante situación. En un momento concreto el tren se detuvo en una estación intermedia; a continuación, se dedicó un buen rato a maniobrar hacia atrás y hacia delante, creando esa incertidumbre sobre el momento exacto en que se producirá la próxima sacudida, que tiene un efecto tan particularmente molesto cuando el sueño es deficiente. Entonces entraron en el compartimento dos nuevos pasajeros: un hombre y un bebé. El crío era muy pequeño, lo bastante pequeño como para mostrar una osada e intransigente ignorancia de todas las normas y reglamentos que rigen el interés común. Sólo se preocupaba por su bienestar y, como estaba frenético y dotado de unos pulmones excepcionalmente poderosos, su mera presencia en aquel estado emocional, aunque la causa que lo provocaba constituyera un misterio, se puso de relieve al instante. Cesaron los ronquidos y en su lugar se escucharon amortiguados gruñidos y quejas; las toses parecieron aumentar con renovada exasperación y por todos lados se alzaba el rumor de una humanidad incómoda e impotente. Algunos pasajeros corrieron las cortinas con violencia haciendo chirriar bruscamente las arandelas sobre las varillas de metal y, con los ojos centelleantes y los labios fruncidos, fulminaron con una mirada salvaje al intruso que perturbaba nuestra tranquilidad, pues así habíamos llegado a considerar la situación previa en comparación con la actual. El recién llegado parecía no ser consciente de nada y siguió intentado calmar a la criatura con una actitud impasible, cambiándola de brazo, moviéndola de arriba abajo o meciéndola de un lado a otro.

Todos los críos son maliciosos, y la perversidad natural del hombre (tal como fue engendrada por la maldición original) parece alcanzar su máxima potencia en la peculiar manera en la que ellos exteriorizan sus sentimientos.

Aquel bebé era un buen ejemplar típico de su clase. Parecía carecer de consideración alguna, de respeto a los padres, de afectividad natural y de cualquier posible mesura en la virulenta manifestación de su rabia. Chillaba, rugía, berreaba, bramaba. Las nociones primordiales de obscenidad, profanación y blasfemia se entremezclaban en sus berridos. Golpeaba a su padre en la cara con el puño cerrado, le clavaba en los ojos sus dedos crispados y usaba la cabeza como un instrumento propulsor para embestirlo. Pataleaba, luchaba, se retorcía, se encogía y giraba sobre sí mismo con sinuosas convulsiones, hasta el extremo de que su frenéticos ejercicios vocales y musculares provocaban por momentos que se le ennegreciera la cara. Durante todo ese tiempo el imperturbable padre estuvo procurando calmar a la criatura a base de cambiarla continuamente de postura y susurrarle frases como: «¡Anda ya, cielo mío!». «¡Chis! Tranquila, pequeña». «¡Descansa, cariño, descansa!». Era un hombre alto, desgarbado y anguloso, que irradiaba paciencia y tenía las manos grandes y ásperas, y unos pies enormes que movía sin cesar mientras hablaba; de manera que, tanto el padre como la cría, daban la impresión de estar sumamente nerviosos.

La situación parecía ejercer una especie de hechizo sobre la mayoría de los hombres del vagón. Las cortinas abiertas de las literas dejaban entrever un montón de cabezas, que se asomaban todas con el entrecejo fruncido. Yo me reí entre dientes intentando disimular mi esparcimiento, no fuera a ser que se me aguase la fiesta. Durante un buen rato nadie protestó hasta que, por fin, un individuo moreno de mirada salvaje y larga barba, que recordaba a un hermano mormón, dijo:

-Oiga, maestro, ¿qué clase de pieza aulladora lleva ahí? ¡Eh, colegas! ¿Es que nadie tiene una pistola?

Desde las literas llegó un moderado coro de aquiescencia:

-¡Esa maldita cosa tendría que morir!

-¡Ni los perros de la pradera aullando a la luna llena lo podrían superar!

-Al despertarme con esos aullidos creí que los tenía encima otra vez.

-No importa, tíos, puede que sea una bendición camuflada. Algo malo nos va a ocurrir en este viaje, pero después de esto: ¡Morir estará chupado!

Entonces habló el hombre:

-¡Perdonen, señores, si la niña los está molestando!

Sus palabras sonaron tan fuera de lugar que desencadenaron un clamor de risotadas que pareció sacudir el vagón. Al oeste del estado Mississippi las cosas son o, en todo caso, solían ser un poco primitivas, y las ideas no se quedaban atrás. Las carcajadas sonaban rudas y groseras, y en esta ocasión hasta el hombre desgarbado pareció percibirlo. Pero su única reacción fue estrechar aún más a la criatura contra su pecho, como para protegerla de la avalancha de irónicas chanzas que vino a continuación.

-¿Molestarnos? ¡Oh, no, en absoluto! Es el mejor certamen de delicados sonidos que he oído en mi vida.

-¡Vivan los jarabes para bebés!

-Por favor, no perturbemos su concierto con nuestro sueño.

-¡Deléitenos con un poco más de esa dulce cháchara!

-Ningún sitio como el propio hogar con una criatura en él.

Justo enfrente del hombre que se movía nerviosamente con la criatura, estaba la litera de un joven gigantesco a quien yo había visto meterse en el sobre por la tarde. Parecía no haber advertido el alboroto hasta entonces, pero de repente descorrió las cortinas con violencia y, asomándose apoyado en un codo, le preguntó al hombre en tono airado:

-Dígame, ¿dónde está la madre?

El tipo le contestó sin volverse, en una voz baja y exhausta:

-¡En el vagón de mercancías, señor... en su ataúd!

El silencio que embargó a todos los pasajeros fue sobrecogedor. Tanto los gritos del bebé como los rugidos, bramidos y traqueteos del tren sonaron de pronto como aberrantes violadores del profundo silencio. El joven, ataviado sólo con el calzoncillo, se plantó al instante en el suelo junto al hombre. -Mire, forastero -le dijo-, ¡si lo hubiera sabido me habría mordido la lengua antes de hablar! Y ahora que lo observo, mi pobre amigo, ¡veo que está completamente agotado! Ande, deme a la niña y métase usted en mi litera y descanse. ¡No! No tema nada -añadió al ver que el padre se apartaba un poco y abrazaba a la criatura con más fuerza-. Pertenezco a una familia muy numerosa y estoy acostumbrado a cuidar niños. Démela a mí, yo me ocuparé de ella; y ya le diré luego al revisor que lo avise cuando lleguemos a su estación.

Extendió sus enormes manos y cogió a la pequeña, que el padre le entregó sin decir nada. Él la sostuvo con un brazo mientras con el otro ayudaba al hombre a meterse en su litera. Aunque parezca extraño, la niña no volvió a enrabietarse. Pudo ser porque el cálido cuerpo del joven le recordaba el calor y la suavidad del pecho de su madre, a quien sin duda extrañaba, o porque la serenidad de aquel desconocido la calmara mientras que al agotamiento nervioso del angustiado padre sólo había conseguido irritarla, pero la pequeña reclinó la cabeza sobre el hombro del joven con un apacible suspiro y al instante pareció quedarse profundamente dormida.

Y toda la noche, arriba y abajo, abajo y arriba, suavemente marchaba el gigantesco joven en calzoncillos y calcetines, con el bebé dormido contra su pecho mientras que en su litera el exhausto padre, golpeado por la tragedia, dormía… y olvidaba. Y de alguna manera pensé que si bien el cuerpo de la madre yacía en el vagón de mercancías en el otro extremo del tren, su alma no podía andar muy lejos.